Waldo Pérez Cino: Ocho veces ocho

 

Modalidades del hastío, del vértigo. Modalidades tardías del recuerdo y del balance, balanza de los vislumbres. Ante el espejo –un espejo que diríamos como el de un lago, como el azogue de un lago que se extienda a espaldas del presente y donde es posible a cuenta y riesgo mirarse pero no zambullirse– cualquier atisbo a esas maneras modifica los días, los días que se repasan son ya otros. Ajenos. No hay sino una manera propia de quererse con memoria, había dicho alguien, y esa manera es el olvido. No hay sino una manera de volverse atrás y es la manera de la estatua de sal, del recuento siempre contrahecho de lo real.

ii.

Ocho páginas de memoria o de vértigo, ocho páginas leídas al día, ocho páginas de una lista de libros, un cubilete autoevidente de ochos: todo lo que recordamos de ella y de algún modo le debemos o de algún otro fue a su través dicho puede, siempre, ¡siempre! reducirse a un espacio de menos de ocho páginas, un combinado de elementos esenciales o referenciales de aquí y de allá que se concentran, en su máxima implosión, en esas ocho páginas escasas. Las ocho páginas que son la contracción del código. Su asiento.

Porque no es, ni mucho menos, que el lenguaje sea código –de ahí el error y la confusión: aun si lo fuera, lo sería en segundo grado y el hecho de serlo resultaría baladí, irrelevante, la cosa menos pertinente del mundo.

Más bien al revés: el lenguaje es el código, dimana de él. Y a resultas del código –y de ahí, únicamente por eso– nuestra anómala, antinatural relación con las palabras y la proliferación de las lenguas. Pensarlo como si definieran o describieran el mundo en un código propio cuando son, por contra, el resultado del código del mundo, mera emanación de lo real. Las vemos y las usamos sólo por eso: percepción última y a ciegas de lo que está ahí, metapercepción como la del ojo que se viera a sí mismo hacia dentro, que se auscultara en sí viendo. En su mejor sentido metafórico, aseveró o pontificó esa noche Depestre, una expresión como «la palabra de Dios» no quiere decir otra cosa.

iii.

¿Y qué hay de los atisbos, qué del tiempo? ¿Qué de lo que sin saberlo estuvo? O estaba: lo que ya lo estaba, y en cambio todavía, su ámbito latente pero no resuelto, dijo o vino a rematar Depestre con un ademán generoso de las manos, como si le fuera la vida en ello o como si convencernos a nosotros –a nosotros y no a ella, a su público incondicional y no a ella– fuera en verdad cosa de vida o muerte. La muerte, dijo. Toda recapitulación es presciencia de la muerte, dijo y enseguida se recompuso: tampoco hay que exagerar.

Los únicos regalos que no obligan, que no sientan una suerte de culpa o de deuda, son aquellos que también premio para quien los hace. Este cuento, si fuera un cuento, no sería un cuento sino un premio, un regalo que es premio para quien lo hace o lo vive, que a fin de cuentas se trata aquí de lo mismo.

iv.

Y ni siquiera es un cuento, por supuesto. Por no ser, ni siquiera es asunto bastante para un relato que aquella noche Depestre, en el momento en que se recompuso o si acaso diez minutos después, haya comenzado a perorar sobre lo que sería luego su gran obra, la huella de Depestre, el peso terrible de la obra de Depestre sobre sus contemporáneos. ¿En qué consiste ese peso? En la ausencia de obra, por supuesto. En la largueza de una obra cuya sombra, al menos para los enterados y los acólitos, al menos para sus coterráneos, selló el destino de una generación.

v.

Derribada por su propia sombra, toda la obra posterior de Depestre es un ejemplo o un fraude. Un fraude ejemplar, quizá, no en tanto fraude sino en lo que tiene de paradigma, de reverso de su propia condición de ejemplo. De teatro de la voluntad, de la que Depestre abominaba.

Debo poder querer: en dialéctica de verbo modal, de eso se trata, decía Depestre y dejaba después de decirlo un silencio teatral. No lo que se quiere porque se quiere y por eso se hace de manera natural, o no lo que se debe o tiene que hacer y se siente por eso ajeno o impuesto, sino el querer como deber: deber ser capaz de querer. Qué mentira más extensa que ésa cuando se trata de negarse a uno mismo –la de deber poder querer negarse aquello que alguien quiere y que puede, y podría tener o vivir, o la de sentir como propio lo que viene impuesto de afuera.

En esa acepción, la voluntad no es más que el secuestro de sí. Y toda determinación de esa voluntad un suicidio parcial, eutanasia de a poquitos para contento de algún prójimo.

vi.

Cuerpo ascensional, caderas altas, un malentendido con lo gótico. De los atisbos, más allá de lo que vibra en su tiempo preciso, la memoria conserva una caricatura, esbozo de trazo grueso, carboncillo. Boceticos. Sólo el atisbo de la belleza es significativo, lo que ahí transcurre o acontece –incluso, añadió Depestre esa noche, su forma: imantación del gusto, del movimiento de los dedos, una torsión en los labios como si se enarcara una ceja. Todo eso, aun en su detalle, significa aconteciendo, en su transcurso, más que cualquier formulación de verdad. Acontece o transcurre o alienta bajo el código, le es ajeno por eso y por eso lo trasciende; revela precisamente lo que merma, un resto, y de esa imposibilidad resulta lo que llamaba Depestre atisbo: una torsión del transcurso habitual que es también, habría dicho, iluminación y relámpago.

vii.

Vista y no vista, ajena al tiempo y por eso de todos o ninguno, la iluminación de la que hablaba Depestre es trasunto de memoria, consciencia de haber estado ahí. Incomunicable, por cierto, y por eso la grieta, la dimensión tan precisa, por inefable, de su acierto.

viii.

Y de vuelta, bajón de la maría o escalón torcido, la historia, el tiempo magro de los días, lo biográfico, que se suele medir en geografías y en aplauso, no en atisbos. Y empinga, decía Depestre aquella noche, la primera y la última que lo vimos, la noche que terminó como todos sabemos y que si se mide en los días –en los trabajos y los días que ya sabía el buen Hesíodo– no es sino parodia, aquella épica de ranas y ratones que nadie escribió pero que alimenta y desdice, y condice, el mito. Herencia y patrimonio, nada con luz propia aun si a veces, relámpago o atisbo, ilumina la noche como se iluminó aquella en su final. La verdad tan indemostrable del encuentro, atisbo que se zanja y cuaja, chiquita.

Waldo Pérez Cino (La Habana, 1972). La demora, su primer libro de relatos, se publicó en La Habana en 1997. Desde entonces reside en Europa. Ha publicado los relatos de La isla y la tribu (2011) y El amolador (2012), los volúmenes de poesía Cuerpo y sombra (2010), Apuntes sobre Weyler (2012), Tema y rema (2013) y Escolio sobre el blanco (2014) –recogidos todos en Aledaños de partida (2015)–, y el ensayo El tiempo contraído: canon, discurso y circunstancia de la narrativa cubana (2014). Desde 2014 dirige los sellos editoriales Almenara y Bokeh.

 

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