Golgona Anghel: ¡Regresemos a los lugares comunes!


Los sábados reposaba:
me instalaba en el lugar más cómodo
de mi cultura occidental,
con la pipa en un cuadro de época,
y levantaba la mirada
hacia las tórtolas paseabundas de la marquesina.
En los intervalos,
cultivaba en pequeños parágrafos,
al lado de coliflores a la sombra de un guindo,
la historia universal
del modo en que andas por la sala,
Adélia, Rosa-Maria, Lulú,
toda hecha de encajes, toda gasa y terciopelo,
toda llena de rincones africanos,
plumas y olores, paisajes con botellas,
negros y pelícanos,
sabanas y leopardos, minas gerais,
anillos y diamantes,
casas de campo en Vigo, Barcelona, Abrantes,
toda hecha de cuentas en dólares en los bancos de Suiza,
visas para Estados Unidos,
mi bollera, mi bollito de nata,
toda Armani,
toda Gucci,
toda desnuda en las pelis de Mizoguchi.
A la misma hora,
en la sala de microfilms de la Torre do Tombo,
un grupo de diez alumnos curiosos
examina el pergamino de mi cancionero personal
en un aparato crítico fundamental:
Hijo de madre incógnita,
fruto de un amor irregular,
(toma nota a ver si aprendes):
Carlos Fradique Mendes.


No me interesa lo que
dicen los disidentes de la dictadura.
Pero confieso que me gustaban los chocolates Toblerone
que mi tía me traía en Navidad.
No creo en los presos políticos,
ni me impresionan los niños descalzos
que les muestran los dientes a las máquinas Minolta
de los turistas italianos.
No voy a pedir asilo.
Desconozco los avances
o retrocesos económicos de mi país.
Ya he hablado de Drácula lo bastante.
Ya he recogido fresas en Andalucía.
Ya he sido gitana, ya he sido puta.
No necesitan volver a preguntármelo.
Lo que me preocupa —y, eso, sí puede ser relevante
para el fin de la historia— es saber
cuándo fue que me transformé,
yo que era una loba solitaria,
en este caniche de apartamento que les habla ahora.


Terminada la segunda guerra mundial,
tuvo la delicadeza de visitarme,
a esa altura en que la tierra
aún no había tenido tiempo de engullir a los muertos
y la ruina era servida como plato principal a los turistas.
Intentaba pasar a limpio mis incertezas y
usaba como tendedero la hélice de un avión inglés.
“Tendrás que sumergir todos tus recuerdos en el pasado”.
“El pacto de Varsovia te recompensará
por todas las pérdidas
y eventuales daños colaterales”.
“Es complicado, ciertamente:
sismos luminosos fulminan todavía tus silencios”. 
Aquí, en la repetición del programa
había espacio para pequeñas publicidades.
En los hiatos, un pájaro.
Una sombra hacía que mis ideas vacilaran,
pero yo apoyaba los días por venir en mi andar seguro,
en la evidencia de esa madrugada de enero.
Medía con mi altura todas las puertas de salida.
Contaba las farolas que pasaban en sentido contrario.
Leía en voz alta las placas que indicaban
el camino hacia afuera, lejos,
el nombre de los pueblos,
tascas y tiendas de conveniencia,
pollo asado a 100 m,
tenemos carbón, balas perdidas y encontradas,
tabaco, botas piel varios tamaños, etc.
Tenía, ciertamente, la vuelta programada,
el equipaje apoyado contra la madrugada
y los dedos disparando
sin parar. Contra el destino,
contra el personaje principal.
La última carta recibida a mi nombre
contemplaba todo eso.
Me daban incluso una medalla
por comprender que,
a pesar de ser más cansador,
quedarme enterrado de pie
ocupa menos espacio.


“¡El mundo es extraño, Sandy!”
El nuestro es parecido a la palabra ahora.
De las manos nos nace una especie de nostalgia trémula
que en la versión alemana tradujeron como dipsomanía.
Cuando tenemos sed abrimos un río
de esperas en lo profundo de la noche
y nos arremangamos los pantalones hasta las rodillas.
No sea cosa que la madrugada
nos sorprenda con la marea alta.
Tengo esta enfermedad ahora, but it’s ok.
I close my eyes and drift away;
I softly say a silent pray.
No te preocupes ni lo comentes,
just press play.
“¡El mundo es extraño, Sandy! El nuestro es parecido.”


La madrugada nos encuentra tarde
en el silencio de un agua sin gas,
con vistas a una plaza en Viena.
El turismo sentimental da una página más
y —en el lugar donde cualquier vendedor ambulante 
compraba
por 13 shilings
el amor eterno de las viscondesas—
con ese rigor sabio de las alegorías de Dante,
la muerte comienza a tener nombres,
Joana, Maria, Louise.
Cualquier cosa vale:
quiero grabarte en el espejo retrovisor
como un encuentro
entre Tiepolo y la primavera de Vivaldi.
Dices que no importa, porque es siempre lo mismo.
Para de llover y decidimos irnos.
Hay tantos sitios,
tantos sitios donde podemos ir, Sandy,
y ninguno donde quedarnos.


Subíamos a la altura del grito
y nos tirábamos de la mano
hacia adentro de un sueño.
Querían analizar los símbolos de nuestro viaje onírico
y nos invadían el consciente
con el inconsciente colectivo de ellos.
Intentábamos entonces poseer cuerpos fáciles y callados:
yo — el cajero brasileño del Lidl,
tú — la mujer del profesor de derecho civil.
A veces te ibas de mi imaginación REM,
por cosas pendientes
y para cada uno de estos finales
yo tenía una continuación a medida.
Una vez saltaste sobre el camello
que acababa de nacer en mi espalda;
y cruzaste entonces la frontera sin mirar atrás.
Convertí ese sueño en el Lisboa-Dakar de nuestras noches
y anduve persiguiéndote como un coyote hambriento
en las arenas que me arañaban la vista.
Teníamos la edad de nuestros hijos
y estábamos contentos con aparecer
en los extras de las vidas ajenas.
Ese era nuestro campo de concentración de la felicidad.


Pasas horas mirándome en silencio
mientras invocas al sueño
al borde de una corona con limón.
¿Qué tipo de cadáver soy en este preciso instante?
Quiero pensar que no ves en mí
la decadencia del imperio romano
pintado sobre esta bonita vista de Lisboa.
No soy ningún postre
flambée a la luz de las velas
en el desierto de Atacama.
Quiero creer que en este prostíbulo ruidoso
la luz tenue e intermitente del despertador
muestra aún con rigor científico
los resultados de nuestros electrocardiogramas.
Venga, ¡apaga ese cigarro y ven!
¡Regresemos a los lugares comunes!
Sentémonos en nuestra cama.


Al primero que dejé
fue a Jimi Hendrix, a la salida de un bar.
Pasó la noche desfilando
sobre botellas partidas y ríos de Super Bock.
Tenía los pies sangrando
de tanto caminar sobre el mar.
Le siguió el tío del Lidl.
Pobre, con este no había ninguna hipótesis,
si para imaginar necesitaba prótesis.
Dios mío, pensaba,
si continúo con él,
acabaré por escribir epigramas
para revistas baratas y damas.
Después tuve que abandonar
en el estante de una librería
a mi autor preferido
y a su melancolía.
“Eres como Salomé -decía-
pides cabezas
pero sólo te traen pizzas.”


Pídeles a tus camaradas de frontera
que dejen de construir prisiones.
Las instrucciones fueron bien claras.
Llevar una camisa de un je-m’en-fichismo ligero
pero ir siempre munido de curiosidades,
historias sin importancia
y absurdos de alto interés para la humanidad.
Llevar una cámara de fotografiar trenes
y zumbidos de misil
y un extraño olfato
para descubrir las heridas abiertas.
Ir, antes que nada, sin imitar las horas,
con el ritmo de los deseos puesto en mínimo.
Vestir un hecho salvavidas
y hablar, como siempre, ya sabes,
desde el margen más ecuatorial
de nuestro sistema nervioso central.
Querida Brenda, mira a ver en la agenda:
si te va bien, de puta madre;
si no, kein problem.


Abro la puerta.
Tengo cuidado con los vidrios partidos.
Miro constantemente el mapa
pero ya no recuerdo adónde quería ir.
Podría quedarme aquí,
mientras la noche respira en las ventanas empañadas.
Los muebles borran mis pasos
en ángulos ciegos
y, en esas sombras de lo incierto,
dejo que el cansancio me quite la peluca de la paciencia
así como la noche nos quita la ropa
antes de dormir.
Aislado en un rincón con la boca entreabierta,
tu sonrisa
va contribuyendo para el genocidio de los camarones
que el vino blanco hace siempre menos sangriento.
Podría, de hecho, quedarme aquí
mientras desapareces, finalmente, en un sueño sin 
importancia.
Voy vaciando los vasos
y comienzo a compilar besos,
como quien junta, de prisa, monedas caídas por el suelo:
somos todas putas, chaval,
con o sin vodka.

Estos poemas pertenecen a Vine porque me pagaban (2011), publicado ahora en edición bilingüe por Kriller71, www.kriller71ediciones.com.

Golgona Anghel, nacida en 1979 en la Iliria Oriental, es una poeta de nacionalidad rumana que escribe en lengua portuguesa y castellana. Es licenciada en Estudios Portugueses y Españoles en la Facultad de Letras de la Universidad de Lisboa y doctora en Literatura Portuguesa Contemporánea por la misma universidad, donde actualmente es profesora e investigadora auxiliar. Es autora de dos libros de ensayo, Eis-me acordado muito tempo depois de mim, uma biografia de Al Berto (Quasi Edições, 2006), Cronos decide morrer, viva Aiôn.Leituras do tempo em Al Berto (Língua Morta, 2013) y ha preparado una edición de los diarios del poeta Al Berto, publicados en Assírio & Alvim en 2012. Como poeta es autora de tres libros por los que ha cosechado abundantes elogios, así como diversos premios de prestigio: Crematório sentimental – Guia de Bem-Querer (2007), Como uma flor de plástico na montra de um talho (2013) y su más celebrado Vim porque me pagabam (2011), publicado ahora en edición bilingüe por Kriller71, www.kriller71ediciones.com.

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