Jorge Luis Arcos: Machado desde la poesía insular

Una de las primeras imágenes de Antonio Machado en Cuba y en otros países hispanoamericanos –incluida España- fue sin duda la imagen ya mítica, como la de un raro más, que Rubén Darío ofreció del poeta en El Canto Errante (1907): “Misterioso y silencioso / iba una y otra vez. / Su mirada era tan profunda / que apenas se podía ver”. Aunque Machado, a la misma vez que reconoce la ascendencia -en su prologo de 1917 a una nueva edición de Soledades (1903)- del llamado primer Darío (“que más tarde, dice, nos reveló la hondura de su alma en Cantos de vida y esperanza”), establece una personal diferencia con aquella poética, sin duda a la postre las afinidades entre ambos son notables. Recuérdese cómo Machado le devuelve el gesto en Campos de Castilla, con su extraordinario poema “A la muerte de Rubén Darío”: “nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo, / nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan”…Ya antes había escrito otro, también incluido en este libro, y fechado en 1904, donde revela su temprana fascinación por el verbo dariano, “Al maestro Rubén Darío”…

Otra imagen, es el retrato de Machado en una antología suya publicada en La Habana en 1944, en la misma imprenta -Ucar y Cía- donde se comenzó a editar la revista Orígenes y las ediciones Orígenes, Antología de guerra (Verso y prosa), con textos de homenaje al poeta de Darío, José Bergamín, Juan Marinello, Rafael Alberti y Juan Chabás…

El influjo tan profundo que ejerció siempre lo hispánico en Darío tuvo que tener en Machado a uno de sus paradigmas contemporáneos. Quien escribió “Letanía de nuestro señor don Quijote” y “A Francisca” (“Francisca Sánchez, acompáñeme…”), entre otros muchos poemas, estaba muy en consonancia con la sensibilidad e incluso con la poética machadianas. De su último libro, Canto a la Argentina y otros poemas, basta leer, por ejemplo, un solo poema –“Triste, muy tristemente”- para apreciar la señalada y profunda consustanciación final: 

      Un día estaba yo triste, muy tristemente
      viendo cómo caía el agua de una fuente;
      era la noche dulce y argentina. Lloraba
      la noche. Suspiraba la noche. Sollozaba
      la noche. Y el crepúsculo en su suave amatista,
      diluía la lágrima de un misterioso artista.
      Y ese artista era yo, misterioso y gimiente,
      que mezclaba mi alma al chorro de la fuente.

Como ha pasado con casi toda la tradición de la poesía contemporánea en lengua española, todo (o casi todo) tuvo su origen en el llamado modernismo. Así, lo mismo que Borges llegó a declarar al final de su vida (luego de criticar muy duramente a Darío en su juventud) que este era uno de sus padres literarios, lo mismo tuvo que sentir con respecto a la poesía de Machado, a pesar de que alguna vez en una entrevista lo consideró inferior a su hermano Manuel…

Ya es afortunadamente casi ocioso insistir en que el modernismo hispanoamericano y la llamada generación del 98 español son, en esencia, más allá de las particularidades nacionales o regionales, un solo movimiento fundador. De ese venero (y al menos atendiendo a la expresión poética) –Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Valle Inclán…, por un lado, y, por otro, José Martí, Rubén Darío, José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal… (y todos, a su vez, formados en la sensibilidad de Bécquer e incluso Rosalía de Castro), y dando por sentado la incorporación creadora de una tradición común, de ese venero, repito, ha salido lo mejor de la poesía iberoamericana del siglo XX: Lorca, Vallejo, Neruda, Borges, Paz, Lezama… Incluso Cernuda, acaso el poeta español más leído y más influyente en Hispanoamérica después de aquellos maestros fundadores.

En el caso de la poesía cubana, hay que destacar que la sostenida presencia de la poesía de Antonio Machado en casi todos sus poetas significativos, se vio acrecentada, dentro del público lector, ya en la época de la revolución cubana, con la publicación (en tiradas enormes) de su Poesías completas. Primero, con una edición en la colección que dirigió Alejo Carpentier en los inicios de la revolución; después, en dos tomos (porque incluyó un segundo tomo de Prosas), en 1975, en edición de Alberto Rocasolano (sólo quedó pendiente un tercer tomo que iba a titularse Los complementarios).

Asimismo, recuerdo cómo la poesía de Machado era estudiada en la asignatura de Estilística, en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, en los años setenta –ah, el símbolo bisémico de Carlos Bousoño…-, y en la asignatura Poesía hispánica del siglo XX, que impartían Roberto Fernández Retamar y Guillermo Rodríguez Rivera, aparte de quienes cursaban como especialidad la literatura española. Incluso se llegó a realizar un documental didáctico o educacional donde se analizaba verso a verso su conocido poema “A un olmo seco”…

Pero acaso la definitiva extensión de la poesía machadiana dentro de un amplísimo público, se debió a un hecho cultural ajeno a la publicación de su poesía y ajeno también a los estudios académicos. Me refiero a la enorme popularidad que gozó la musicalización de poemas de Machado por Juan Manuel Serrat. Como había sucedido antes con la difusión de Versos sencillos de José Martí con la música de La guantanamera (debido a la genial intuición del músico español radicado en Cuba, Julián Orbón, también conocido como el músico de Orígenes), entonces muchos de los poemas o versos de Machado pasaron a formar parte de la cultura popular cubana, casi como canciones de un autor anónimo, como la voz de una fuente antigua, primigenia, algo que le hubiera gustado mucho al propio Machado.

No tengo que aclarar, además, que en la difusión y estudio de la poesía machadiana durante las primeras décadas de la revolución cubana, tuvo mucho que ver el ideario republicano del autor de Campos de Castilla. Asimismo, la entronización, como norma poética preponderante, de la llamada poesía conversacional (al menos por su búsqueda de sencillez y transparencia expresivas), tuvo que favorecer también la continuidad de la ascendencia de la poesía de Machado sobre muchos poetas cubanos. Aunque, como se hará notar enseguida, el influjo profundo de su poesía en la lírica insular ya venía ocurriendo desde mucho antes.

Aparte del acceso a las ediciones originales de la poesía machadiana por parte de los poetas cubanos, el profuso exilio republicano español, fundamentalmente en La Habana, tuvo que incidir en el conocimiento no sólo de su poesía sino de su obra en prosa e incluso de su ideario político a favor de la República. Particularmente, a través del poeta y editor Manuel Altolaguirre, con su imprenta y revista La Verónica y, sobre todo, por la íntima imbricación de María Zambrano durante casi trece años con los poetas cubanos más importantes, que, por ejemplo, tuvieron inmediato conocimiento de dos libros de la pensadora malagueña donde la presencia de la poesía y el pensar poético de Machado son fundamentales: Filosofía y poesía y Pensamiento y poesía en la vida española, así como los propios recuerdos personales de María sobre el poeta sevillano tan amigo de su padre… La anécdota de María saliendo de España en plena guerra civil y ayudando a Antonio Machado en el camino, tuvo que ser muy conmovedora para sus amigos cubanos.

Y aunque no puedo ser exhaustivo, ya, por ejemplo, Cintio Vitier, con su temprano libro Experiencia de la poesía (1944), daba cuenta de su profunda incorporación creadora de lo mejor de la tradición lírica española, a la vez que reconocía lo importante que había sido la lectura de los libros mencionados de María para su capítulo “Sustancia española de la poesía”. Incluso, en sus primeros poemarios, aparte de la huella tan poderosa de Juan Ramón Jiménez e incluso de Unamuno, es detectable la lectura del poeta de Soledades.

Quiero aportar, además, un testimonio personal: una tarde habanera, en casa de Cintio y Fina García Marruz, ellos me confesaron lo importante que fue para su formación poética la lectura temprana de este primer Machado, el Machado de las galerías, del sueño, del agua, de la fuente y de la memoria… Un Machado, por lo demás, tan cercano a ese poeta unitivo, tanto para Machado como para José Lezama Lima, Cintio y Fina, como también para María, que fue san Juan de la Cruz.

Es más, creo que este primer Machado tiene que ser decisivo para cualquier futuro poeta en formación, porque asedia los misterios eternos de toda poesía. Fue precisamente el misterio de la memoria el que imantó la primera poesía de Vitier, de García –Marruz e, incluso, de Eliseo Diego. No por casualidad, el primer poemario de García-Marruz, Las miradas perdidas, puede ser leído a partir de esa primera poética machadiana, independientemente del poderoso y decisivo influjo que tuvo en Cintio y en Fina la poesía de Juan Ramón Jiménez… Es su poesía de los “interiores mágicos”, de la pobreza, del polvo, de la pobreza; es también su poesía de cierto frenesí onírico donde se confunde el sueño con la memoria… Es también su poesía de la distancia mágica entre el ojo y lo mirado; la poesía de la entrevisión, de la extrañeza insondable de lo cotidiano o familiar. Temas, todos, tan presentes también en el Eliseo Diego de En la calzada de Jesús del Monte, libro este, por cierto, tan afín a Fervor de Buenos Aires, de Jorge Luis Borges, y ambos entonces a Soledades de Antonio Machado…

Lamentablemente, no puedo detenerme en el comentario de tantas correspondencias y afinidades detectables en Las miradas perdidas o en la poesía toda de Eliseo Diego con la poesía de Antonio Machado. Baste pues el comentario del extenso poema “Carta a Antonio Machado”, de la autora de Las miradas perdidas.

Lo primero que destaca Fina en su imagen origenista de Machado es la palabra “hombre” y, dice, “esta otra pobreza”. Percibe asimismo su poesía como “una meditación sobre la muerte” (y evoca a Jorge Manrique). Pero su primera intuición importante sucede cuando escribe: “Tus versos me parecen el milagro / de leer el poema de ese hombre / que no escribe poemas…” O cuando dice: “Y tus palabras no suenan en el aire, pesan / en la tierra, en el alma, en la tarde mejor” –gravedad machadiana que, como se verá más adelante, también sintió Lezama Lima. O cuando lo ve pasar “de las finas soledades andaluzas / a Castilla, soledad definitiva”.

En otro momento escribe: “Tú sonríes / al español que siempre vio en el toro a la muerte, / pues ves que lo terrible son las soledades / y no la soledad, el morir de la vida y no la muerte”. Pero, a mi modo de ver, la percepción más profunda de este casi poema-ensayo de Fina sucede cuando expresa: “¡Oh tú nada imaginas! Sólo tierra / humilde y fiel te ha conmovido, / sólo el pardo y el oro te han tocado / el corazón radioso y polvoriento, / sólo la encina, el pan, esas pobrezas”. Es que aquí aparece una de las certidumbres del pensamiento poético origenista, que descree de la imaginación o ficción literaria, o de la llamada idolatría de la imagen, tan caras al vanguardismo, por tratar de ser fiel a la Vida o, como diría santa Teresa, y le gustaba tanto a Machado citar, a las mesmas vivas aguas de la vida…, como una suerte de poética del verbo encarnado en oposición a una poética de la letra o la escritura, en esto también coincidente con la visión que María Zambrano tenía ya no de la poesía machadiana sino de la Poesía o Razón poética misma. 

En otros poetas cubanos puede vislumbrase la impronta machadiana: en el Gastón Baquero de los “poemas (“metafísica”, decía Machado) para andar por casa”; en casi toda la poesía del poeta español radicado en Cuba y luego hasta su muerte en Estados Unidos, Eugenio Florit, de un lirismo tan clasicista; o en el venero modernista primero y luego en sus ya estilizados poemas sones de El son entero, de Nicolás Guillén, como en su inmortal “Iba yo por un camino cuando con la muerte di…”; hasta un poeta tan reciente –y tan importante como desconocido, como el suicida Raúl Hernández Novás…, quien incluso pensó titular un libro suyo con el verso machadiano, “Un corazón solitario…”, y también asedió los temas machadianos del otro, de la mirada, del espejo, del agua, de la fuente, del árbol, del viajero o caminante…, y que hizo del paisaje una suerte de geografía visionaria…

Por último, en un breve ensayo casi desconocido de José Lezama Lima, fechado en 1959, “Grave de Antonio Machado”, el poeta de Muerte de Narciso –tan fiel en sus orígenes poéticos a la impulsión ontológica de la imagen de un García Lorca y a la escritura y al onirismo simbólico y surrealista-, se acerca por única vez al misterio machadiano. Como todo texto de Lezama, este, tan breve pero tan pletórico de intuiciones poéticas, es difícil de comentar aquí con prolijidad. Queden, acaso, como una invitación a una más morosa lectura futura, estos vislumbres lezamianos.

Comienza Lezama su texto afirmando. “Su entrañable convencimiento de la existencia de lo que él llamaba la fe metafísica, creer que se ve, nos acerca a los acentos que se derivan de una fe y una metafísica, que eran de derecho natural”. Y enseguida precisa: porque nos acerca “a una palabra que es naturaleza”. Tema, como se sabe, caro a la cosmovisión poética lezamiana: la imagen como segunda naturaleza, y al tema mismo de la poesía no como literatura sino como poética del verbo encarnado. Reparemos en cómo precisa aún más esta percepción: “Parecía que recordaba al lado de que río, en qué valle, a qué hora, había nacido en él esa palabra. Entre Moncayo y Urbión precisa que había cigüeñas, que la tarde era roja, cobrando como el respeto de una encarnación, cuando ya algo se posa frente a nosotros y el mirar es el mirarnos. Su poesía cobra así como una precisión milenaria, cuando las palabras se apoyan en lo más visible de la naturaleza. Asegura así la visión…”. Luego continúa desplegando esta suerte de espiral descifradora y añade: “Decir el sucedido, la tierra y la palabra, eso es, decir la sentencia, lo que parece inapelable. La sentencia es una forma de soberanía”

Después hace hincapié en el pitagorismo machadiano, en su “eticidad renunciadora” (más adelante habla también de “una gravedad de eticidad enigmática”), dice, suerte de estoica eticidad, que tenía que serle afín a su búsqueda de una ética poética, de un ethos creador… También resalta su singular apropiación del símbolo poético, y cita sus conocidos versos: “Da doble luz a tu verso, / para leído de frente / y al sesgo”, pero su más que sutil percepción lo lleva a diferenciarlo de esta otra sentencia de Gracián: “La primorosa equivocación es como una palabra de dos cortes y un significado a dos luces”. Su radical poética de la encarnación lo lleva distinguir, a propósito de la poética machadiana, que: “El sesgo que pide Antonio Machado es el sosiego invariable de lo popular, donde hay acarreo, secularidad y secreta permanencia”. Frente a la astuta, ingeniosa, literaria cortesanía de Gracián, Lezama opta por “la eternal pesadumbre” de Machado. También arguye sobre una suerte de realismo machadiano a lo Velázquez, donde ve unidos “costumbre y misterio”.

Finalmente, quedémonos con esta conclusión: “Acento. Sentencia. Republica, muestras de su estoicismo, del soberano bien invisible, que exhala el verbo desprendido del acarreo secular, murallas de la eternidad entre Moncayo y Urbión, espacio muy visto, reiterado, que llega a ser la tierra desconocida, la alegre provocación de lo naciente”.

En un extenso ensayo que publiqué en La Habana, “Antonio Machado: una metafísica poética” –y que, por supuesto, no puedo ni siquiera intentar sintetizar aquí-, traté de describir y comprender el pensamiento poético machadiano a partir de su poesía pero también a partir de la lectura de los diferentes prólogos suyos a sus libros de poesía y, sobre todo, de la excelente edición en dos tomos de su Juan de Mairena, en edición de Antonio Fernández Ferrer. Luego del Machado que disfruté tanto en mi juventud, y que seguramente, como cualquier poeta, incorporé de algún modo a mi propia poesía, a mi percepción poética de la realidad, es este último el que más me estimula actualmente. 

En el texto aludido –escrito hace exactamente diez años- partía de la existencia de un pensamiento poético machadiano (metafísica, le llamó él). No en balde la primera vez que María Zambrano utiliza la expresión razón poética lo hace en su ensayo “La guerra de Antonio Machado”. Asimismo, sorprende en él la presencia de una “singular teología”. No por gusto consideró como un poeta teólogo (“católico órfico”, le llamó también) a José Lezama Lima y ella misma caracterizó su camino filosófico como una senda “órfico pitagórica”. Por lo mismo, no es imposible reconocer en Martí, Unamuno, Machado, Juan Ramón, Vallejo, Borges, Paz y Lezama a esa suerte de poeta filósofo o poeta metafísico. Machado, además de en muchos de su poemas, desarrolló ese pensamiento a través de sus complementarios Abel Martín y, sobre todo, Juan de Mairena.

Aunque es el tipo de pensamiento propio del poeta, distante de todo sistema: un pensamiento o saber relativo –escéptico y amoroso a la vez, es decir, no separado de la Vida, del mundo de las apariencias, y con una conciencia muy profunda de su singularidad u otredad o marginalidad poéticas. Conciencia, pues, fragmentaria, heterogénea, como un acto de fe o un acto de amor, apegada a sus “creencias últimas”. Conciencia de alteridad, diversa como la Vida y sumida en esas teresianas “mesmas vivas aguas de la vida”. Pero también, y de ahí su tragedia implícita, conciencia irónica, escéptica, lúdica y, en última instancia, vital, la más de las veces a través de la singular dialéctica entre lo Otro y lo Uno. Ya se conoce la admiración de Machado por el “gay-saber” nietzscheano, o por el pensamiento de Unamuno…

No quiero terminar sin exponer lo que puede considerarse como la contradicción mayor del pensar poético machadiano. Ya María Zambrano había asediado, como ejemplo arquetípico de la “religión del verbo encarnado”, de la “perfecta objetividad del amor” y “de la poesía”, aquella estrofa inmortal de San Juan de la Cruz, que tanto avasalló también a Lezama en su Muerte de Narciso

      ¡Oh cristalina fuente
      si en esos tus semblantes plateados
      formases de repente
      los ojos deseados
      que tengo en mis entrañas dibujados!

Pero ya Machado, poseído por el Eros cognoscente o Eros mediador, y transido por la desgarradora dialéctica de lo Uno y lo Otro, había escrito:

     Que tú me viste hundir mis manos puras
     en el agua serena
     para alcanzar los frutos encantados
     que hoy en el fondo de la fuente sueñan.


Y también:


     No es ya mi grave enigma este semblante
     que en el íntimo espejo se recrea,
     sino el misterio de tu voz amante.
     Descúbreme tu rostro, que yo Vea
     fijos en mí tus ojos de diamante.

No en balde le hace decir Machado a su heterónimo Abel Martín, que de los versos que encabezan Los complementarios: “Mis ojos en el espejo / son ojos ciegos que miran los ojos con que los veo”, dice, “sacó más tarde (…) toda su metafísica”. Donde expresa la máxima contradicción del pensar poético machadiano como que está inspirada en una contradicción de amor.

Así, quien había escrito tantos argumentos sobre la esencial heterogeneidad del ser, quien se había opuesto al principio de identidad filosófico, al acercarse la muerte se angustia: “Aquella noche fría /supo Martín de soledad; pensaba / que Dios no le veía, / y en su mudo desierto caminaba / ¿El que todo lo ve no le miraba?”, y concluye así el poema: “Ciego, pidió la luz que no veía / Luego llevó, sereno, / el limpio vaso, hasta su boca fría, / de pura sombra -¡oh, pura sombra!- lleno”.

Pero es que Abel Martín ya había escrito estos versos insólitos dentro de su pensamiento (el de Machado):


     Si un grano del pensar arder pudiera,
     no en el amante, en el amor, sería
     la más honda verdad lo que se viera
     y el espejo de amor se quebraría.

Esto es, se acabaría la mediación amorosa, se volvería inexistente la amada y triunfaría el conocimiento, así como fracasaría el amor, “o mejor dicho –dice Machado- es el conocimiento el premio del amor. Pero el amor como tal no encuentra objeto; dicho líricamente: la amada es imposible”. Llega así Machado a afirmar –acaso a pesar suyo- el cielo platónico de las ideas, profunda apetencia del poeta ya expresada antes así: “Y tú Señor, por quien todos vemos y que ves las almas / dinos si todos un día / hemos de verte la cara”.

No puedo transcribir aquí la extensa percepción de María Zambrano sobre aquellos cuatro versos inquietantes de Antonio Machado, pero a diferencia con mi ensayo anterior, donde dejaba en suspenso esta contradicción, y concluía citando el juicio de María, quiero ahora decir: sí, contradicción, pero contradicción profunda y creadora, pues el poeta en cierto sentido ¿no muere siempre de ansia de absoluto? La avidez de su mirada, casi caníbal, poseída por el Eros cognoscente, ¿no anhela siempre el anegamiento total, la plenitud de la trascendencia, la armonía cósmica? Sí, lo anhela, pero sólo puede expresarlo a través del sentimiento, temporalísimo, de la caducidad, a partir de una imagen fragmentada, diversa o caótica, heterogénea del mundo. Sólo a través de las más inmediatas apariencias, de la inmanencia más furiosa, puede el poeta aludir simbólicamente a su trascendencia anhelada. Por eso Machado, siempre, puede cantar: 


      Gracias, Petenera mía:
      en tus ojos me he perdido
      era lo que yo quería.

Madrid, 7 de noviembre, 2007

Jorge Luis Arcos (La Habana, Cuba, 1956). Poeta y ensayista. Residió en Madrid desde junio 2004 hasta julio 2010. Es Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica por la Facultad de Letras y Arte de la Universidad de La Habana. Es Doctor por la Universidad Complutense de Madrid. Desde 2010 reside en San Carlos de Bariloche, Argentina, y se desempeña como Profesor Adjunto de la Universidad Nacional de Río Negro, donde imparte las materias Introducción a los Estudios Literarios, Literatura española y Literatura Latinoamericana. En Cuba, fue profesor de Literatura cubana y Literatura Universal en la Facultad de Artes Escénicas del Instituto Superior de Arte (1981-1984), y Profesor Adjunto de la Facultad de Letras y Arte de la Universidad de La Habana (2000-2004) con la materia Poesía cubana del siglo XX, Director de la revista de Literatura y Arte Unión, de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (1994-2004), Director de la Cátedra de Estudios Iberoamericanos José Lezama Lima, de la Fundación Pablo Milanés (1992-1994), Investigador Agregado del Instituto de Literatura y Lingüística (1984-1992), y Presidente de la sección de Ensayo y Crítica de la Asociación de Escritores de la UNEAC (1998-2004). En Madrid trabajó como miembro del Consejo de Redacción de la Revista Encuentro de la Cultura Cubana, y como corrector de estilo y pruebas de la Revista República de las Letras. Ha publicado los siguientes libros de ensayos: En torno a la obra poética de Fina García Marruz (La Habana, 1990) (Premio UNEAC y Premio de la Crítica), La solución unitiva. Sobre el pensamiento poético de José Lezama Lima (La Habana, 1990) (Premio Razón de Ser), Orígenes. La pobreza irradiante (1994) (Premio de la Crítica), La palabra perdida. Ensayos sobre poesía y pensamiento poético (La Habana, 2003), Desde el légamo. Ensayos sobre pensamiento poético (Madrid, Colibrí, 2007), y Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega (Madrid, Colibrí, 2012). Ha compilado, entre otros muchos, los libros: Las palabras son islas. Panorama de la poesía cubana del siglo XX (La Habana, 1999) y de María Zambrano, La Cuba secreta y otros ensayos (Madrid. Endymión. 1997), e Islas (Madrid, Verbum, 2007), y Los poetas de Orígenes (México, FCE, 2002); también ha compilado la obra de Roberto Fernández Retamar, Fina García-Marruz, Raúl Hernández Novás, Jorge Mañach, y José Kozer. Ha publicado los poemarios: Conversación con un rostro nevado (La Habana, 1993) (Premio Luis Rogelio Nogueras), De los ínferos (La Habana y Caracas, 1999 y 2000) (Premio Internacional de Poesía Rafael Pocaterra del Ateneo de Valencia, Venezuela y Premio de la Crítica), La avidez del halcón (Cádiz y La Habana, 2002 y 2003) (Premio Internacional de Poesía Centenario de Rafael Alberti) y Del animal desconocido (República Dominicana, 2002) (Premio Internacional de Poesía Casa de Teatro).

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