Ernesto Sierra: La muerte del minotauro

De todos los laberintos prefería el de la Biblioteca. Solía pasar horas enteras fatigando pasillos, estantes, anaqueles, lomos, tapas, folios, tendiéndole emboscadas a aquel número limitado de signos que caprichosamente reproducían ilimitadas combinaciones multiplicadoras de las posibles enunciaciones del nombre. Veinticinco son los signos e infinita la suma de sus permutaciones; los misterios seducían al cíclope. La insignificancia es tan relativa como el movimiento de los cuerpos en el espacio, por tanto, no está reñida con la trascendencia. Apenas una invisible partícula de tiempo le ocupó encontrarlos en una de aquellas febriles zambullidas en el vasto mar de letras encerrado entre los macizos hexágonos.

Ahora nadie recuerda si los leyó o se los hizo leer. Con una mano se apoyaba en el fino canuto que guiaba sus pasos, mientras con la otra intentaba retener cada detalle de los preciosos volúmenes. Así dio con aquel, rugoso y seco como la piel de un dinosaurio. Los muchos años entre los libros le permitían distinguir sus excelencias más allá de detalles editoriales y de impresión. El contacto con el cuero áspero, escamoso, le provocó un ligero estremecimiento. Podría ser el que buscaba. 

La sorpresa le hizo perder el equilibrio. Con un gesto rápido, instintivo, apoyó la otra mano en el estante de al lado; el bastón al rodar emitió un leve sonido, algo así como la queja de un animal al que se le obliga a dejar el sitio y, esta vez el estremecimiento fue casi una sacudida. Sus dedos reconocieron una superficie que en algún tiempo fue aterciopelada, aunque algo de su antiguo esplendor resumía aún en el polvillo que insistía en adherirse a aquella mano húmeda y temblorosa. Simultáneamente buscó con los pulgares el lugar exacto de los lomos donde en otro tiempo hubo vistosas letras doradas y, ahora solo quedaban unas oscuras y profundas huellas. Realizó despacio su labor, como si de ello dependiera la existencia misma de la Biblioteca, que era decir el universo, y su propia vida. Terminó. Ya no le quedó la menor duda. Eran ellos. El ejercicio del tacto le había revelado el tan ansiado como temido título: Clemente XIV y los jesuitas.

Dicho así el título no sugiere nada. Para él tenía una significación especial. Lo había encontrado en los años de juventud, cuando todavía no era el topo pesado y ciego de ahora. La visión de los dos gruesos volúmenes le causó una fascinación inmediata. Abrió el primero con curiosidad y leyó en la portadilla:

CLEMENTE XIV

y los

JESUITAS

o sea

historia de la destrucción de los jesuitas

escrita en francés con vista de auténticos e inéditos documentos por

J. CRETINEAU-JOLY,

y traducida al castellano de la segunda edición francesa considerablemente aumentada,

por el doctor

D.N.V.M.

Tarde ó temprano llega a descubrirse

la verdad y hacerse justicia al que la

merece.

Carta de D. Manuel de Roda de 27 de

Febrero de 1776 al caballero de Azara.

SEGUNDA EDICION

MADRID.-1848.

Establecimiento Tipográfico-Literario de D. NICOLAS DE CASTRO PALOMINO

Y COMPAÑIA.

Salvo la elegancia de los caracteres y de la edición en general el libro no resultaba gran cosa. Cierto que era centenario y la edad siempre despertaba en él la veneración del documento fuera cual fuese; pero acostumbrado como estaba a convivir con pergaminos, manuscritos de autores famosos, grabados antiguos, incunables y toda clase de legajos antiquísimos, aquellos cientocincuenta años no podían impresionarlo. Además, siempre había preferido la tipografía del siglo XVIII. Fue al abrir el segundo libro que el asunto le pareció digno de su interés. Se trataba del mismo título pero observó una notable diferencia en la tipografía y el papel. Haciendo un espacio entre las filas de los estantes abrió los dos volúmenes y los comparó minuciosamente. En efecto, se trataba del mismo título; los textos de las portadillas eran idénticos, incluyendo el dato de ser una segunda edición y de haber sido impreso en el mismo taller, pero la diferencia de la tipografía seguía allí revelando que algo extraño sucedía con aquellos libros supuestamente iguales.

Al principio creyó que todo se debía a un error del editor quien debió repetir lo de segunda edición; seguramente se trataba de una primera y una segunda, pero también le parecieron poco probables dos ediciones en el mismo año, sobre todo un siglo atrás. Una nota en el reverso de la portadilla del primero de los libros le hizo sonreír. Esta decía:

                        Es     propiedad    de    su   editor,
                        quien  denunciará  como  furtivos
                        todos    los   ejemplares  que   no
                        lleven       ciertas      contraseñas
                        secretas,     que    ha     adoptado
                        al efecto.

La sonrisa se convirtió en mueca cuando descubrió una nota igual en el segundo libro.

Días y días dedicó al examen de ambos libros para tratar de descubrir las misteriosas contraseñas. Con la lectura comprobó que en lugar de las esperadas señas los libros presentaban grandes diferencias pero en el texto. El asunto era el mismo en ambos, sin embargo los hechos y los personajes aparecían cambiados en uno y otro, de manera que si alguien era acusado en el primer texto, en el segundo era víctima y, si alguien era autor de una deleznable delación en uno, en el otro era un personaje íntegro sobre el que gravitaban las más increíbles calumnias. Algo en común había; los protagonistas eran de lo más encumbrado de las cortes y los círculos religiosos europeos de la época. Así decía el autor en el prólogo de uno de los textos: La verdad se ha presentado juntamente con la justicia; desgraciadamente un Papa, varios Reyes, sus Ministros y algunos Príncipes de la Iglesia, son los personages sobre quienes descarga sin compasión el lleno de su inflexible severidad, y luego se leía en el otro: La verdad se ha presentado juntamente con la justicia; desgraciadamente un Papa, varios Reyes, sus Ministros y algunos Príncipes de la Iglesia, son los personages sobre quienes se descarga sin compasión el lleno inflexible de la calumnia

El hecho era absolutamente insólito. Había conocido famosas ediciones furtivas, y sonados casos de falsificaciones pero esta réplica –graciosa y diabólica a la vez– este espejo en que cada texto devolvía su imagen invertida, era algo único. 

En lo sucesivo se dedicó a hurgar en los textos de historia y religión, en las revistas y periódicos, en las crónicas de misioneros jesuitas, en diarios de viajeros. Estaba decidido a desentrañar la verdad porque sabía que ello cambiaría una parte importante de la historia de Europa y de la Compañía fundada por San Ignacio de Loyola ¿Cuántas personas habían leído aquellos libros? ¿Qué ejemplar habría llegado a sus manos? ¿Cuál era el verdadero? Cuando al fin supo la verdad y se decidía a hacerla pública en la Academia de Historia, de modo inexplicable los libros desaparecieron del escritorio donde les había aplicado tan rigurosa autopsia durante meses. Desde entonces la búsqueda era su obsesión, un motor que lo obligaba a levantarse día tras día. Ahora, después de tantos años en los que había perdido la vista, parte de la esperanza pero no la memoria, los encontraba nuevamente en aquella rara postura, por cierto, ya que al recibir de manos de algún bibliotecario la misma clasificación, debían de estar uno a continuación del otro, como los encontró la primera vez, y no uno frente al otro, como ahora. 

Concentrado en el hallazgo había olvidado la reunión de los viernes con los amigos. Recogió el bastón y se dirigió a su despacho donde lo esperaba su secretaria, tan hierática y añosa que a él se le antojaba parte indispensable del inventario de la biblioteca. Para sorpresa de ambos este le dictó un febril monólogo sobre su descubrimiento y propósitos. La señora cumplió impasible su tarea y al culminar preguntó si podía marcharse, no sin antes recordarle que tomaría sus vacaciones, la cita y que cambiara el traje y el bastón que llevaba  por los que dormían en la oficina siempre a la espera de una ocasión como la de esa tarde. Él la despidió con un gesto de agradecimiento y se quedó un rato más para ordenar viejos asuntos a la luz de la incógnita que acababa de despejar después de tantos años. Más de una vez fue sustraído de sus pensamientos por extraños ruidos que terminó achacando a la indudable presencia de los fantasmas que habitan las bibliotecas respetables como aquella.

El lunes siguiente los periódicos sacudieron al país con la terrible noticia de la muerte del Director de la Biblioteca Nacional. Una tragedia. El cuerpo fue encontrado bocarriba, debajo de una enorme pirámide de libros en un estrecho pasillo que guardaba los libros de historia. Cuerpo amorfo y rostro completamente desfigurado por el peso de los estantes y las punzantes esquinas de las tapas de los gruesos volúmenes. El poeta fue reconocido por su austera indumentaria y su inconfundible bastón. Nadie reparó en la percha vacía del que fuera su despacho.

A muchos kilómetros de allí, en algún compartimento de un largo y bamboleante tren como serpiente ebria, un anciano de rostro venerable y ojos perdidos se hacía leer las noticias del día por un compasivo estudiante. Una sonrisa irónica le multiplicó las arrugas que custodiaban sus ojos, cuando unió los pormenores de la noticia de la muerte del bibliotecario a la lectura de la página de policiales donde se anunciaba la infructuosa búsqueda de un peligroso criminal que se suponía escondido en la populosa urbe. Se acomodó en la silla del viejo tren que se dirigía al sur, cada vez más al sur, donde lo esperaba la hacienda familiar; el soñado sitio de reposo para sus últimos años. El estudiante dejó de leer y miraba con curiosidad las nudosas manos que parecían florecer sobre el mango del anacrónico bastón y aquellos ojos ciegos que parecían dirigirse al infinito.      

Ernesto Sierra (Güines, 1968). Es escritor y profesor universitario. Graduado en Letras por la Universidad de La Habana y Diplomado en Estudios Amerindios por la Casa de América de Madrid y Master en Letras y Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha. Artículos suyos aparecen en publicaciones periódicas cubanas y extranjeras. Ha dictado cursos y conferencias en Latinoamérica, Europa y los Estados Unidos. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, de la Unión de Periodistas de Cuba y de la Asociación Internacional de Hispanistas.

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