Charo Guerra: En la cruz




a Rafael


La delectación del maestro parecía sincera. La posición de los brazos, las piernas y la cabeza revelaban la asimilación científica del concepto de equilibrio que admiraba en Miguel Ángel. La melena ensortijada, echada atrás, circulada en su nacimiento con una corona de laureles. El pecho descubierto, enfatizando aquella vocación suya que parecía impostada de tan exhibicionista, el vientre magro y las costillas expuestas. Un pie casi recto y el otro semiflexionado, moroso; en el rostro un gesto suave, un torcido peculiar en la boca y su típico e inteligente ceño fruncido. Quería entregarse, mostrar en el último momento su cuerpo desnudo, atado con una simple túnica, abrillantado por el barniz, dejar al descubierto sus brazos y dedos alargados, las piernas sensuales en actitud de quien (solo) finge que recrea el episodio de la muerte de Cristo. Los espejos devolvían cada detalle de aquella extraña fantasía. Algo mascullaba para sí sobre el destino y el azar mientras otros miraban con asombro esa apariencia de tropical Jesús de Nazaret que se apegaba al madero cruzado, hasta reposar en su cierta inclinación, imponiendo la belleza más allá del agotamiento físico. Un contrasentido aquella extraña comunión de arte, devoción y realidad.

Unos minutos antes de lo que llamaría el opening, pedía a sus discípulos que cada extremidad fuera asegurada con los clavos de bronce comprados a un erudito vendedor de fetiches. Deseaba que, en su crucifixión, se cuidara más la armonía de la figura y el maquillaje del cuerpo y del rostro, que esas contorsiones pasajeras de dolor que en breve cesarían. Todo lo dirigía él mismo. Habría tiempo para la resurrección, y encantarlos, dijo, con una clase magistral sobre el estado de las almas, sus peripecias por el cielo, adelantarse y confirmar así que el tránsito no implicaba –por más que pareciera– un sufrimiento físico… “Error, error”, repetiría con su habitual matiz tutelar. “Aborrezco la eutanasia; Dios me libre, sería como aceptar la muerte”. Al despojarse de mangueras, levines, al rechazar los exóticos manjares triturados que le preparaba su amante, y propugnar su patético lema: “Abajo las vías parenterales”, no estaba apresurando lo que alguna vez había anunciado para sí, como el castigo de la brasa en el culo por delito nefando. No: desafiaba los códigos de la muerte ramplona, vulgar; la derrotaba.

El performance partía de los recursos breves de la vida, por tanto transcurriría en una hora, el tiempo justo para que “mi alma ascienda tranquila, limpiamente”. Luego de esa despedida pública vendría el momento más desagradable: la disolución de lo que llamaba –queriendo hallar las palabras exactas– organismo inanimado, materia exterior, envoltura, apariencia. El maestro disponía que el cuerpo –sobre la cruz– se acomodara en ceremonia íntima posterior al performance dentro de un sarcófago de maderas preciosas cuyo diseño potenciaba conceptos como espíritu, luz, eternidad. (Puro simbolismo, pues ya su alma estaría a buen resguardo.)

Y precisaba que el viaje consistía en “una excursión turística al reino de los cielos. Interés intelectual, necesidad de alternar con nuestro preceptor Buonarroti, el poeta de las formas”, dijo en el último estertor.

Ahí es donde yo digo que el maestro casi nos convence: parecía tan sincero en su delectación con la partida.




El cuento En la cruz pertenece al libro Pasajes de la vida breve.





Charo Guerra (Limonar, Matanzas, Cuba, 1962). Ha publicado los poemarios Un sitio bajo el cielo (Ediciones Matanzas, 1991); la plaquette Los inocentes (Ediciones Vigía, 1993); Vámonos a Icaria (Letras Cubanas, 1998, Premio Pinos Nuevos, 1997); Luna de los pobres (Premio de Poesía “José Jacinto Milanés”, Ediciones Matanzas, 2010), y los libros de cuentos Pasajes de la vida breve (Ediciones Unión, 2007, Beca 2005 de Literatura, Fundación Cuban Artists Fund), y Mientras llegan los gatos salvajes (Extramuros, 2018). Textos incluidos en publicaciones periódicas y antologías cubanas e internacionales.

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