Luis Lorente: Dame un cuchillo con vocación


Migraciones

Parece inverosímil haber reconocido tu presencia
que el aire eterno quiso revelar abriendo con un golpe
la ventana cuando finalizaba el día sin ninguna sorpresa.
Dije no puede ser aunque ella tiene cara de pájaro asustado,
un ángel transparente con sus hebras de oro y el mismo cuerpo
intacto que la beneficiaba al trasponer la brisa.

Estábamos sentados en las piedras mirando entrar los barcos,
el agua azul sereno, el cielo blanco roto, el devenir,
la vida todavía demasiado abundante.
Me extasiaba mirarte la perfección del tórax lleno
de absolutismo, los brazos y el borde irreverente de la oreja.

Patética, inconforme, con el pelo nevado, detrás de una apariencia
que llegaba de inciertas e inauditas lejanías anunciando
unas devastaciones inefables donde la atrocidad del framboyán destella
como la electrizante luz del rayo verde.



Perplejo. Cada vez más perplejo con las manos atadas a la espalda
miro las nebulosas del árbol primordial de tu cabeza.
No es sueño lo que oigo, si no música ciega y turbulenta,
un incendio perenne y fabuloso sobre el paisaje abandonado
con casas abrazadas por ciclones y oigo el olor de las violetas
que me están convidando a sus moradas.
Tú a veces me llamabas Odiseo, el de insignificantes travesías,
acosado por todas las zozobras y un agua de cristales
que vuelvo a ver ahora en las pausas de tu respiración indefinida.
No sé si es agua o bosque o son palabras viejas, de náufrago,
que están haciendo estragos todavía.
¿Es Júpiter la luz esa que insiste, Júpiter que dejaba una estela
de sangre de serpiente enloquecida?



Como dentro de un “círculo de tiza caucasiano”
tus ojos se llenaban de una lluvia espantosa
que por las calles de Moscú corría hacia unas permanentes
soledades donde te ibas quedando insatisfecha,
aficionada al vodka y a la melancolía entre una frialdad
que te petrificaba hasta los dientes en pleno corazón
solemne de un crepúsculo custodiado por los techos
magníficos del Kremlin en el anochecer que te apretaba
el alma y sumergía en un pensamiento poblado
de abstracciones que invitaba a morir sobre la nieve
donde el aire cortaba como un feroz cuchillo
entre altas paredes extenuadas.



A merced de las olas comenzaron los días a desaparecer.
Sigifredo llegaba con nefastas noticias, muerte de Mirta,
muerte de Molly Morgan Muir, perennes amenazas de derrumbes,
vértigo, fiebre, fobia, qué horror, cáncer, cíclopes y una danza
de siluetas que hacen una masacre con el viento
que cruje en la pared dejando las arenas por siempre movedizas,
las hojas de naranja abandonadas a la tempestad.

Dios y mi Harley Davidson me alejaban de aquí
como a un papel de China, como un pez paralítico en aguas
retorcidas, causas desesperantes de todo el espejismo,
del insólito tedio y de la sed que aumentaba el deseo
de encontrarte en el amanecer desértico donde había
sucedido una batalla.
Quemados bajo el sol los restos de mí mismo.
A expensas de los buitres mi tricornio ridículo, mi sable, mi fusil.

Tú soñabas la luna fastuosa de Kentucky, violoncellos
que te hacían ir y venir entre relámpagos como un espíritu
que cuida de sus fláccidos senos y su cara ultrajada
y el sombrero de paño y el vestido flamante con sus manchas
de vino, para hacerse retratos finiseculares cuando llega
el invierno que se acerca cruzando, inusitado, el puente.



Dentro de un mar de naves presurosas
hay un bosque de ceibas que se apiñan y abrazan
porque temen al viento cuando azota el palacio invisible
derribado en tu cuerpo esta noche silvestre
que prolonga la estancia de esos pájaros cínicos
con aliento estridente que se esconden con rabia
dentro de tus vestidos.

Te dan miedo y enervan esos pájaros
pisoteando las puertas y estos últimos días
cuando entras en los sitios perpetuos
donde conversas con las ánimas solas,
damas de tu familia que viajan en bicicletas y centauros,
aspirantes al éxtasis, a la impureza, al placer del placer.

Sílfides sin amparo, trémula flor de calabaza,
mira el mar que se obstina sobre un desierto
de apasionantes telarañas donde comienza a claudicar
tu carne estoica que sufre su defalco y le cierra
la boca a esas visitaciones del deseo que elogiabas
ayer pronunciando aquel nombre de fantasma
que huye de los perros sonámbulos.



Una pátina breve como una vestidura muy frágil de mujer,
la abulia, el viento que exhaustivo pasa, el viento equidistante
soplando en los oídos del pequeño burgués, el hombre
del paraguas, el descontento, el que arregla relojes de bolsillos
y astrolabios en medio de un instante impreciso y fugaz.

Un viento que borraba las escenas del mundo queriéndote decir,
ven cabizbajo, enloquecido príncipe del ocaso en el océano
y habla sobre la intrascendencia, la lividez y el estupor
en la garganta de un águila insaciable.

Un viento que libera los pechos oprimidos que irán endureciéndose
con el roce de una lluvia de arroz como alfileres de plata enaltecida,
marejada de excesos devorantes sobre los pormenores de la luz de Cuba
absorta por la pasión del agua.

Un viento imperturbable hasta arrasarlo todo, como la escualidez
de las imágenes que sufren delante de la luna de los escaparates
donde lo que se asoma es la cara demacrada del diablo.



Ella guarda la suave piel del cuello
envuelta en un pañuelo color morado obispo
que le proporcionaba intimidad a su aspecto
de estar exhausta de la vida cantando “Adiós felicidad”
en el Café París ante las copas rebosantes de añejo.

Él exhibía un bigote cuidado con esmero,
una melena expuesta a la impiedad del viento
y hablaba ciegamente como si fuera Ulises
de la revolución, el feeling y el arte por el arte
al contemplar los ojos inauditos de su amante
suspensos en la sombra que se iba elevando en la pared.

Ella acude a las manos de mármol y los dedos acuden
al temblor de los labios que desean pronunciar las palabras
que advierten sobre la vecindad de un maremagnum.

Él en su faz admite, se dibujan, la amargura interior,
lejanas tardes noches, él dice que asfixiantes, bajo el cielo
manchado por la tinta de una especie de sangre tenebrosa
que con toda su alma él dice añorar hoy.

Ella está sumergida en la música que penetra el enigma
de su rostro otoñal, inclinado por el insoportable peso
del río de la vida, inflamando sus pechos que reclaman
el final del olvido que aborrece.

Él como un dios infalible que ha cruzado los brazos, fuma
y la saliva ardiente del tabaco se la enjuaga en las copas
de añejo a la vez que disfruta trepidantes recuerdos
de un año como mil novecientos sesenta.

Ella viene hacia él, un somero violín la acompaña
y ella viene hacia él perseguida de cerca por la sombra
espantada que le zafa de un rapto el pañuelo cuidando alguien
empuja la mampara y ven que sólo existe un reflejo violáceo
que huye en la distancia.

Él quisiera decirle que recuerda la sucesión de gestos mesurados
y el asombro en la frente abatida de Servando Cabrera
y el pincel sin memoria cuando abría caminos sobre el perfil mojado
y en la epidermis que siempre proclamó su absolutismo
como un pez desasido en la corriente.

Ella entra en el ámbito de la música atónita que describe el violín
con la calma que alisa su fantástico atuendo modernista
y traslada sus pasos soñolientos junto a él y a otros hombres
sometidos a la misma miseria, a un encierro abisal.
Yo diría que es un hilo de arena, un diamante que les corta
de forma horizontal los huesos.

Ella aspira a ser lúcida, mitológica, etérea, él renuncia
a ser Dios y ambos lavan sus caras como artífices viejos
en las aguas de acero, como un horizonte indoblegable,
en vísperas de un día que acabará solemne como es habitual…



Tu mano férrea, como una ostra, guerrero umbrío,
se ha colocado sobre los límites de mi espalda
donde despliega sus atracciones, un impulso
que proviene de las montañas del fin del mundo.
Tu mano férrea y desmedida que se revela y sale volando,
en este instante sólo cabría en un espacio indeterminado
entre estos brazos convencionales, sin otra urgencia
que no sean estas reclamaciones que le hago a la vida diariamente.

Ni grosso modo como quisiera, como lo exigen las circunstancias
puedo explicarte mi pensamiento utópico y delirante;
ni las versiones de historia ajena que cada noche canto
con esa aceptación con que los zapateros vuelven a sus zapatos.
Tu mano adopta una anatomía de indescifrable insecto volátil
que merodea la periferia del pecho húmedo por el llanto
que me produce la soledad de los que viajan por el atardecer
en los tranvías diciendo apenas adiós, como si aquellas manos fueran
ahora las tuyas, hechas para las lidias.

Coróname con hojas perfumadas de naranja
y que las cuencas juntas de las dos palmas de tus manos,
brinden a cualquier hora agua antes de irse lejos
a lidiar con un sueño enredado.
Nómada de la noche, pasajero innombrable, antagonista,
que surges de las llamas donde ardes envuelto en tus fracasos.
Heredero de nada, príncipe del ocaso, guerrero umbrío,
coróname con hojas perfumadas de naranja.



Dame un cuchillo, dame un cuchillo ciego
y niquelado que yo pueda empuñar por su hoja
ardiente aunque sus cortaduras lo conviertan todo
en palabras llenas de interminables desacuerdos;
pero dame un cuchillo penetrante, uno de esos cuchillos
resistibles a estos inconvenientes que los años dejan
cuando corre el viento.

Déjame otro cuchillo, déjalo aquí ceñido a mi cintura
para con él mañana abrir la noche y sus papeles ilegibles;
un cuchillo oponente y peligroso, que provoque
las heridas profundas, el desvío de la sangre
la oquedad, la caverna y más tarde mi muerte
aplastado en la arena.

Dame un cuchillo transgresor, sin dueño, culpable
de sus actos y los míos, solamente un cuchillo
para las manos afectadas por el miedo.
Colócalo debajo de la almohada donde nadie recuerde
que yo tengo un cuchillo cuneiforme que degüella,
e impone su aptitud beligerante.

Te veo venir trayéndome el cuchillo, el arma blanca,
mi coraza vieja envuelta en tu vestido de retazos
y delicadamente me lo entregas: toma el cuchillo
manéjalo con la misma destreza de tu padre.

Dame el cuchillo de inmediato, lo quiero ver
brillar sobre la mesa alumbrando mi casa
cuando el sol se detenga sobre su hoja ardiente.

Dámelo con su punta electrizante, demasiado afilada,
que corte hasta las alas de los ángeles
y esas gotas de lluvia que se quedan colgadas
en las hojas de las rosas de mármol.

Dame un cuchillo con vocación, flemático,
que sobreviva el paso de los años
el tránsito invariable de los vientos.

Y se hunda, cada vez más se hunda
con desesperación cuando vaya cortando
el nudo como un triángulo de soga
que se desliza sucia, que corre
y se desliza amenazante.

El texto Migraciones es parte de su libro Más horribles que yo.




Luis Lorente (Cárdenas, Matanzas, 1948) ha publicado Las puertas y los pasos, Premio David de Poesía, UNEAC, 1975; Café nocturno, 1984; la plaquette Ella canta en La Habana, 1985; Como la noche incierta, 1991 (junto al poeta Aramís Quintero); Aquí fue siempre ayer, 1997; Esta tarde llegando la noche –Premio Casa de las Américas, 2004 y Premio de la Crítica de ese mismo año–; Más horribles que yo, 2006 –Premio de la Crítica 2007–; la antología poética Fábula lluvia, 2008; El cielo de tu boca, 2011; Two Brother’s Bar (junto al pintor Arturo Montoto), 2018, y tiene en proceso de publicación el poemario Excepcional belleza del verano. Parte de su obra ha sido incluida en antologías editadas en Cuba y en el exterior.

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