Alberto Garrido: La noche en la pared

El cuarto de hotel era una pocilga sin agua ni aire. Pasaría allí una sola noche, mientras me ganaba unos centavos como jurado, a costa de algunos cuentos que imaginé inflados por citas ajenas, por esa vanidosa palabrería, por el temor que tienen los escritores de que otros no sepan que ellos saben, o de que alguien sepa que ellos no saben.
Dejé la llave del lavamanos abierta por si venía el agua y me tiré sobre una cama personal de muelles reaccionarios. Tenía toda la tarde para aburrirme en un miserable pueblo de provincia. Es el dinero, me dije, lo has hecho por el dinero, tienes una mujer, un hijo.
Durante dos horas no tuve más entretenimiento que olerme las axilas y observar cómo iba creciendo el hueco en una media, como si el dedo gordo de mi pie derecho fuera un monstruo que emergiera de un huevo azul. Ya me había leído los cuentos y los desestimé a casi todos por el método simple de leer la primera línea y el final. Y el agua no llegaba y tenía ganas de llamar a mi mujer y preguntarle por el niño, y escuché el ruido que parecía hablarme a través de la pared roñosa en la otra habitación: primero la tos del hombre y luego la voz de la mujer, una palabra que no entendí.
Pegué la oreja y me puse a escuchar. Durante un rato no hablaron. La imaginé quitándose los tacones, con las piernas abiertas frente al hombre, que necesitaría encender un cigarro antes de desnudarla, antes de sentir el calor, el ahogo, el vacío, antes de que ella sintiera el peso, el aliento y la barba raspándole el cuello, los hombros. Sin embargo, la voz de ella lució cansada, como una delación, una culpa.
—No fueron ellos.
Oí la risa del hombre que se movía a través de la pared.
—¿Quién te crees tú que eres para decir eso? ¿Ahora eres policía o qué?
—Soy la puta.
La voz de ella me resultó mustia. Tal vez se había tapado con una almohada el rostro, para no mirarlo, para no oírse.
—Así es, niña. ¿Y quién dice si fueron ellos o no?
—Tú. Tú eres el policía.
Alguien me preguntó una vez qué personajes jamás aparecerían en mis cuentos. Le dije que nunca escribiría sobre prostitutas ni policías, esos seres anodinos que pueblan lo peor de la literatura. No les dije por qué. Pero recordaba a mi madre con la falda levantada, abriéndole las piernas a un agente que venía a conversar con ella (la buena ciudadana, la patriótica amante de la Ley y el orden), sobre los oscuros movimientos de los delincuentes del barrio. Después aquel hombre me imponía una mano en la cabeza, una mano odiosa, pesada, que parecía haberse robado el olor de mi madre. Como una maldición, o una parodia, aquello que yo había censurado para mis cuentos, me lo devolvía la vida. Era una mala broma de Dios, sin dudas.
—¿Cuándo los ves de nuevo?
La cama crujió en mi oído. Imaginé que la mujer abría más las piernas, pero casi enseguida la escuché orinar. Sin dudas, no había cerrado la puerta del baño. Orinaba delante de él, casi delante de mí, con el panti enrollado en las piernas. Tal vez era su forma de seducirme, o de humillarlo.
—Así que te lo afeitas, niña —dijo la risa del hombre, sin avidez, sin codicia—. Dime por qué.
—Porque molestan —replicó ella—. Los pelos, los bichos, los policías.
—Cuídate la boquita.
—Así me decía mi madre. Y después me la partía de un galletón. Por eso me fui de aquel pueblo de mierda.
Se me ocurrió pensar que la mujer no sabía elegir los sitios donde hacer su vida. Un pueblo, otro pueblo, todos iguales. Con sus malas madres y sus policías y un vulgar voyeurista escuchándola a través de una hilera de ladrillos.
—Cuándo los ves de nuevo —insistió el policía.
—No sé.
—Cómo que no. Tiene que ser de una vez. Averigua si fueron ellos.
—Esta noche, cuándo va a ser.
—Bajito. Háblame bien bajito.
—No me toques la cara.
—¿Qué coño te pasa?
—Ay, me partes el brazo…
—¿No quieres cooperar? ¿Quieres volver a tu pueblo de mierda, quieres que todos sepan que la estudiante de día es puta de noche? ¿Qué tu padre se entere que no trabajas de enfermera? ¿Quieres eso?
Me pareció que el gruñido de ella me tocaba. Casi vi su cara torcida por el dolor, contra la cama, mientras él le empujaba el bastón en las costillas. Sentí el forcejeo, el jadeo del hombre, la resistencia silenciosa de ella. De pronto ella gritó y supe que él le había levantado la falda, como le hacían a mi madre.
—¿Te gusta?
—No. No te muevas tan duro.
—Dime que te gusta.
—Me gusta, ¿ya?
—Y que soy el hombre de tu vida.
—Me duele, coño.
—Dime que soy el hombre de tu vida.
—…de mi vida.
Sentí el resuello del hombre, creciendo, al final un mero rugido de asmático. Y un larguísimo silencio.
—Vengo después —le oí decir. La voz pareció débil, tierna, paternal.
Así le decía el policía a mi madre. La única vez que no se lo oí decir fue cuando mi padre los sorprendió en medio de sus resuellos. El pene del hombre salió de la falda de mi madre y se encogió bruscamente, las piernas patalearon como las de una marioneta, enredadas en el pantalón gris y luego se doblaron dócilmente sobre el charco de orine, mientras ella huía del cuarto. Mi padre me preguntó: ¿Ya está muerto? Creo que sí. Llama a la policía entonces. Después vino el juicio, la declaración de mi madre contra mi padre, la descripción de sucesivos abusos ficticios, el apoyo de las chismosas del barrio. Mi padre dejó de ser mi padre y se convirtió en el reo, un monstruo que añadió condenas a su sentencia en la cárcel, hasta que apareció colgado en su celda, o lo mataron en una riña o le dieron un tiro cuando intentaba escapar saltando el muro. Nunca supe. Yo hui de
aquel pueblo miserable, y estudié cualquier cosa y escribí varios libros, engañando a críticos, jurados y lectores, que me dieron un lugar en el pasto ralo de la literatura.
No sentí la puerta cerrarse. Supe que el policía se había ido cuando percibí el llanto de la mujer, como si llorase sobre mi hombro.
—Maricón —dijo.
Debía matarlo, pensé. Por ella, por mi madre y mi padre, por mí. Por el pasado y el futuro. Y me vi saltar de la cama, sortear la escalera retorcida, el lobby del hotel plagado de moscas, y salí a la calle, detrás del policía, del uniforme arrugado por el escarceo erótico. El cigarro parecía alumbrarle el perfil por ratos. Creí de pronto que no lo mataría, que el peso del miedo en mis brazos nunca me dejaría hacerlo, pero cuando mis pies comenzaron a arrastrarse por los callejones sin asfalto de los suburbios, me di cuenta que no era una mala broma de Dios, sino algo como el destino o la justicia, palabras en las que nunca había creído, pero que se imponían sin razón ni júbilo, como se imponía la noche entre nosotros.
Agarré un palo del suelo y me acerqué más a él. Sentí que el tronco era pesado y nudoso, de los que usan esos muchachos que juegan al béisbol en las calles, un muchacho cuyo destino era servirme con sus huellas y su inocencia.
El policía estaría cruzando el río cuando le di en el cráneo. Me pareció que golpeaba en el aire a un fantasma, una forma sin cerebro, sin historia. Tal vez golpeaba mi pasado, ese error, con la misma fuerza que mi padre había usado al vengarse. El policía quedó flotando en la mugre del río. Nunca le vi la cara.
Regresé, después de perderme varias veces, al hotel barato. Para mi sorpresa, había agua. La oí caer en la otra habitación, en la ducha abierta: un chorro que golpeaba las baldosas. Supuse que ella estaría tirada en un rincón del baño, moviendo un desvaído cigarro que se le disolvería en el rictus de su boca.
Sólo la noticia de la muerte del policía podría hacerla feliz. Por eso, limpio y eufórico, me vi ante su puerta. Pero a cada toque me respondía un ominoso silencio.
Me sometí más tarde a una cena sin sabor, un homenaje equívoco a mis méritos literarios, una lectura de algunos fragmentos de mi libro más reciente, algunos tragos que se extendieron sobre la medianoche, y al asedio de una muchacha delgada y fantasmal que me arrancó unos elogios fingidos a un cuento suyo (lo reconocí entre los que ya había desechado en el concurso), y algunos besos por haberme servido como Lazarillo hasta la puerta del hotel.
Subí corriendo las escaleras. Pero mi esperanza fue vana. La mujer aún no había vuelto: seguiría con ellos. Mientras ella los espiaba, yo no lograba imaginarlos, conjeturarles su posible culpa. Pensé en ella, en sus ojos que preguntarían sin convicción, con el temor de ser descubierta.
La sentí entrar como a la hora. Cumplió el rito de quitarse los zapatos y orinar con la puerta abierta, sin sospechar que había otro hombre, que siempre habría otro hombre vigilándola.
La puerta de su habitación estaba apenas entornada. Le veía la mano, el cigarro, el humo, cuando toqué, nervioso.
—Entra —dijo.
No me miró cuando entré. Lo hizo cuando sintió mi respiración, mi silencio.
—¿Te mandó él?
—Sí.
Tenía cara de niña, cruzada de acné, y un cuerpo escuálido. Sólo su voz era de mujer, y sus manos.
—Ojalá esté muerto —le dijo al techo.
—Él no va a venir más.
Levantó la mitad de su cuerpo con los codos para observarme.
—No tienes pinta de policía. ¿Eres nuevo?
Me encogí de hombros. Ella se echó a reír.
—Pareces un niño, tú. ¿Estás nervioso? ¿Nunca has estado con una puta en un cuarto?
Movía las manos como mi madre. Fue a cerrar la puerta.
—Vamos a conspirar —dijo.
Nos sentamos en la cama. Su informe era simple: alguien había atracado a una señora y la había golpeado hasta dejarla casi muerta; un testigo vio a un desconocido perderse en una moto en la tiniebla, ellos eran motoristas, se habían enterado del atraco, lo lamentaban, insultaban al posible culpable, qué animal, contra una pobre anciana, tenían madre y una madre es sagrada, a quién se le habría ocurrido semejante monstruosidad.
—No fueron ellos —aseguró—. Díselo, que son inocentes, que no se ensañe, el muy perro.
Le agarré las manos para que no las moviera. Ella trató de zafarse y tuve que doblárselas, torcerle todo el cuerpo, sintiéndola temblar, oliendo su miedo a que yo la violara.
—Lo maté —le dije en un susurro, mareado por su perfume anodino—. Maté a ese perro. Lo maté, ¿me entiendes?
Cuando entendió, la sentí vaciarse, como si se hubiera desprendido de su alma, y me di cuenta de que ya no tendría que sujetarla. De pronto, se apretó contra mí y comenzó a besarme el pecho, las manos; a morderme los labios, a clavarme las uñas, incrédula aún, feliz.
Torpemente me dejé hacer. Me soltó la correa y me arrebató el pantalón. Desnudo, vi cómo me devoraba, cómo yo desaparecía en su boca, con una fuerza cósmica, hasta hacerme rugir en una erupción volcánica.
—¿Por qué lo hiciste? —le grité.
—Porque soy tu esclava —me respondió.
Desnuda en la cama, se parecía a un cuadro de Munch: Pubertad.
Con los ojos cerrados escuché súbitamente los toques en la puerta, la voz imposible del policía, llamando a la mujer.
Abrí los ojos y me vi sobre la cama de mi habitación, junto a la mancha de semen. Oí a la mujer levantarse con fastidio. Antes de abrir la puerta tal vez encendió un cigarro.
—¿Averiguaste algo? —dijo el policía.
—Sí. Tenías la razón. Fueron ellos —contestó la mujer.
Le di la espalda al desgano con que ella rumiaba sus palabras, a la sonrisa vanidosa que nunca podría matar en la cara del policía, y al muro de ladrillos lucios. Pero no pude dormir.





Alberto Garrido (Santiago de Cuba, 1966). Fundador del grupo literario Seis del Ochenta y del taller de narrativa La oveja negra. Premios Casa de las Américas (1999, cuento), Casa de Teatro (2015, en poesía y cuento; 2005, en novela), La Gaceta de Cuba (cuento, 1998), Cucalambé (1997, poesía), José María Heredia (poesía, 1989 y 1995) y Premio Nacional de la Crítica Literaria, concedido a los diez mejores libros publicados en el país (2001), entre otros. En 1999 recibió la Distinción por la Cultura Nacional.

Tiene publicados diecisiete libros, entre los cuales se destacan las novelas La leve gracia de los desnudos y El círculo de los infieles, El muro de las lamentaciones (cuento); así como los poemarios La hora de despertarnos juntos, Sueños sobre la piedra, y El leopardo en la casa de Dios, y los ensayos La verdadera batalla del creyente y La gloria de la cruz. Radica desde 2005 en Santo Domingo, República Dominicana.

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