Felicidad Batista: Canción triste de country



«A través de los años tu amor me perseguirá.
Y soñaré con tus encantos.
Sé que nunca me querrás.
Tú eres un extraño en mis brazos»
Stranger in my arms. Patsy Cline



Bill estaba convencido de que yo tenía alma de cantante country. No me había escuchado tararear una melodía, ni recitar la letra de una balada. Fue después de la conversación en mi Mack durante la travesía por el Valle de la Muerte. La luna encendida como una calabaza de Halloween caía sobre nosotros. Bill contemplaba taciturno la interminable serpiente negra de asfalto que engullía el camión. Y yo le contaba el encuentro con aquella mujer triste en el desierto de Mojave.

Un infernal agosto de regreso de Las Vegas me detuve en una estación de gasolina de Nevada. El polvo del desierto me cubría. Me sacudí las botas antes de entrar al Café. Era el verano del 60 pero aquel lugar permanecía estancado en la década de los 40. Sillones de piel granate rotos, taburetes de tafetán desgastados y espejos moteados de lunares oxidados. Una gramola, en el fondo, era lo más colorista del local. Olía a madera podrida, carne de vacuno carbonizada y café rancio. Cuatro clientes repartidos en distintas mesas. Sólo una mujer permanecía sentada junto a la barra. Parecía nadar entre las rocas de su vaso whisky. Se cubría con un pañuelo de seda rojo y unas amplias gafas negras. Me senté a su lado. Pedí una cerveza. Las aspas del ventilador del techo removían su flequillo rubio. Cuando solo le quedaban dos piedras de hielo solitarias, la invité a la siguiente ronda.

—Gracias —musitó—. Son muy bonitas tus botas de piel de pitón

—¿Le gustan? —pregunté atolondrado ante aquella voz melodiosa y casi inaudible.

—Mucho.

—Las compré en Nashville.

Al levantar el rostro y posar sus labios de cereza intenso en el vaso creí reconocerla. Sentí como si un búfalo me hubiera pateado el estómago.

— Se parece usted a Marilyn Monroe.

Contrajo la boca en una mueca de desagrado.

—¡Oh no, no! estoy harta que me confundan con ella.

—¿Y no le halaga la comparación?

—No, es agobiante. No quiero ser ella.

El desierto de Mojave se instaló entre nosotros. El aire ardiente apenas refrescaba con los lentos ventiladores. Me devolvió la invitación con otra cerveza.

—Que no sea Miller —insistió en un leve tono irónico—. ¿Dónde vas? —quiso saber.

Cuando le dije que volvía a Los Ángeles su cuerpo curvilíneo se enderezó.

—¿Puedo acompañarte?

—Transporto ganado y no sería un viaje agradable para usted.

Sonrió.

—Si supieras que trabajo en sitios más nauseabundos.

—¿Vive por la zona? —me atreví a preguntarle.

—Sí, aunque por poco tiempo. Digamos que soy una blanca que se ha escapado de su reserva y necesito llegar a Los Ángeles.

—Alguien pasará por aquí con un auto confortable que la pueda llevar.

—No dispongo de tanto tiempo.

Se quitó las gafas y sus ojos secos como extinguidos lagos de sal espejearon levemente

—¡Ah qué ya no me parezco a Marilyn Monroe!

—Así, en tejanos y camisa blanca, cuesta reconocerla.

Por las ventanas, algunas con vidrios rotos en porciones de tarta de manzana, entraban los zarpazos rojizos y violáceos del atardecer. Me acerqué a la gramola

—¿Qué canción le gustaría escuchar?

Y Patsy Cline sonó con Stranger in my arms en el vacío Café. La mujer se desprendió del pañuelo, se bajó del taburete y abrió sus brazo para el baile. Torpe, me dejé llevar por sus pasos ligeros. Maldije las punteras plateadas de mis botas.

—¿Eres feliz? —me soltó de repente como una estampida en un rodeo. Nadie me había hecho esa pregunta.

—Solo sé que cuando arranco mi camión y giro el volante, me siento libre aunque no tenga raíces. Un vaquero errante del siglo XX.

—Parece una vida inadaptada y solitaria —murmuró.

Seguí resistiendo sus embestidas sobre mi montura rodante. Tampoco era fácil explicarle que al final de cada travesía no me esperaba una sonrisa. Solo el ruido de un partido de béisbol en la televisión de un motel y después largos silencios.

—Dormir bajo la luna, amanecer en cualquier lugar, recorrer millas y abrir paso entre la lluvia y la nieve, birlar la furia de los tornados, conducir frente a los rayos cegadores del sol o tragar la arena del desierto, es mi poblado mundo.

Apoyó su cabeza en mi pecho y aspiré su aroma a heno y perfume intenso. Su cuerpo se refugió entre mis brazos. No me atreví a preguntarle si ella era feliz por temor a herirla. La voz de Patsy se apagó. Salimos al porche. La cercana noche no atemperaba el aire incandescente. Y el cielo color petróleo comenzó a salpicarse de estrellas como gotas de leche sobre terciopelo azul.

—No sé tu nombre.

—Matt Stella ¿y el suyo?

—Roslyn, llámame, Roslyn.

Un largo silencio nos unió. Después me miró con desamparo.

—Soy como el árbol de Josué esperando la lluvia para no morir en medio del desierto. Nadie —me contó derrotada— me ha querido lo suficiente para salvarme.

Abandonó la mirada en el horizonte lila. Acercó las manos entrecruzadas a la boca como si rezara, y sus lágrimas humedecieron la noche incendiada.

Un Chevrolet negro charol del 59 se detuvo junto a los surtidores de gasóleo. Descendieron una mujer de mediana edad y el chófer. Se dirigieron a Roslyn con el otro nombre, Marilyn. La mujer le hablaba en voz baja, gesticulaban y señalaba un lugar indeterminado en la lejanía del desierto.

—El rodaje está suspendido. Todos están esperando a que regreses para continuar

—¿Todos? —preguntó.

—Clark Gable y Monty Clift te echan de menos. Y John Huston, a su manera, también.

No opuso resistencia. Le colocaron una chaqueta azul tejana sobre los hombros. Bajó los tres peldaños de madera como si descendiera por una gran escalinata rodeada de las estrellas del valle de la Muerte que la escoltaron. Y se dirigió a la puerta trasera del vehículo. Sentí que yo también la abandonaba. Que la dejaba a la noche oscura del desierto. Antes de entrar en el auto me envió un beso con la mano mientras sus párpados se cerraban despacio, a cámara lenta, como cae el telón en el teatro.

Cuando, al final de la ruta, Bill y yo caminábamos hacia el almacén para entregar la mercancía me palmeó en la espalda.

—Muchacho —me soltó—, la historia que me has contado es una canción triste de country.



(Publicado en Una maleta llena de relatos. Generación Bibliocafé (Valencia 2013)





Felicidad Batista (Arafo. Tenerife. España). Licenciada en Geografía e Historia, especialidad Historia del Arte. Escritora y bibliotecaria de la Biblioteca de Presidencia del Gobierno de Canarias. Autora de la novela Finis Mare, ed. Escritura entre las Nubes 1ª ed. (2017), 2ª ed. (2018), de los libros de relatos Relatos de la Patagonia (2017) y Los espejos que se miran (2014) de Ediciones Jam. Ha obtenido diferentes premios literarios en Argentina, Chile y España. Ha publicado en más de una treintena de libros colectivos y revistas literarias en Venezuela, Argentina, Chile y España. Ha sido jurado de diferentes certámenes literarios internacionales en España, Argentina y Chile. Pertenece al grupo poético «Voces desde la intimidad» (María Teresa de Vega, Elena Villamandos, Rosa María Ramos Chinea, Carmen Paloma Martínez, Aida González y Felicidad Batista). Es socia de la Asociación Cultural Tinerfeña de Escritores (ACTE). Actualmente dirige las colecciones de narrativa Teide y de literatura infantil y juvenil Chipeque. Es Socia invitada de la Asociación Cultural Canario Argentina Pedro Lino (ACCA). Pertenece al colectivo Generación Bibliocafé de Valencia. Colabora en la revista Tenerife en activo. Intervino en el Festival de Literatura y Viajes Periplo (Puerto de la Cruz) y en el programa de radio Faro al Sur (Quequén, provincia de Buenos Aires).

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