Carlos Lechuga: Carta a una niña suicida






Hoy ya no estás con nosotros.

Acabo de regresar del cementerio y tuve que contener las lágrimas para no ser una carga más para tu madre. Ella estaba fuerte, pero con los ojos y la nariz muy rojos de tanto llorar. Cuando me acerqué para darle el pésame no pude y me tiré sobre ella en un abrazo pesado. Ella es la única que sabe cuánto te quise, pero eso es una tontería, eso ya no importa. A fin de cuentas ella es tu madre. Su sentir es mayor. Me imagino.

Tu hermano me miraba desde una esquina sin entender bien. ¿Por qué sufre tanto este tipo? No sabe. No se puede imaginar todo lo que vivimos.

Al final lo hiciste. Tanto que lo dijiste en juego y yo que me molestaba y te dejaba de hablar. Y tú me decías: Claro, es que sufres como una vieja.

Lo que hiciste no estuvo bien. Eres tremenda perra singá. Lo siento. No lo creo. Me duele hasta decirte esto. Pero sí te digo algo, hoy amanecimos todos más solos.

Los malos ganaron esta vez. Los malos que no saben lo que era tu piel. Tus manos, tus pies, tu vientre. Los malos que tantos muros te pusieron delante para que no avanzaras. Los malos que te expulsaron de la universidad. Los malos que no te dejaron escribir más. Los malos que se creen que son los buenos, que se reúnen en fiestas, cocteles, haciendo lobby. Los malos que solo piensan en la casa en la playa, en la gasolina y en poder sacar del país a sus hijos. Los malos mediocres. Los malos que nunca entendieron tus textos.

Este sentimiento es tan fuerte que escribo esta mierda con los ojos bañados. Pienso en Martí, en Gómez y creo que este país dejó de tener héroes hace mucho. No eres una heroína. No querías serlo. Quizá está sobrevalorado. No sé. Últimamente no sé nada.

Mientras más viejo estoy menos entiendo este país. Por eso quizá sigo vivo. Por eso tú estás muerta, porque tú si lo entendiste. Maraña y marabú. Los machos pavoneándose, ron caliente, pollo viejo frito en grasa negra. Aceite quemado.

Todos nos hemos sentado en el portal a ver como nuestras niñas se mueren. A aprobar, sin hacer nada, que nuestros muchachos tengan que huir, cruzar la selva. Selva ajena. Monte desconocido. Con esperanzas de llegar a otro lado. Un lado mejor. Una vida paralela.

Tus compañeras de piso no saben qué hacer con tus cosas. Tu bicicleta negra y tus gafas en forma de corazón. Mira que hablabas mierda, te llenabas la boca y disfrutabas.

Mañana voy a volver a la cartomántica que tanto te gustaba. La de 26. No sé si tenga fuerzas para sentarme en ese pasillo estrecho, al final de la cola, y ver a todas esas mujeres gordas, morenas casi todas, esperando con fe a que se abra la puerta azul.

Detrás de esa puerta hay una luz. Pero, ay, y si me dicen algo de ti. Por favor no te comuniques, no me digas nada, déjame avanzar. Déjame seguir. No te me aparezcas en las noches a chuparme los pies, a jalarme el pelo con fuerza.

Trata de ser una niña buena por primera vez.

¿Te acuerdas de aquel viaje que hicimos a Dos Ríos? Guiados por aquel poeta mulato bonachón que hablaba y hablaba y nos recitaba: el país está en el salón de autopsia y el pueblo está de espaldas, bailando, gozando.

Seguro que allá (si existe un allá), estarás bailando “El hilito rojo”. Chasqueando tus dedos. Esos dedos llenos de anillos de plata o no sé qué. Tus dedos manchados de verde. Tus uñas pintadas de negro.

En la gaveta de mi casa me dejaste dos blúmeres sucios. Los iba a coger para las pajas, pero ahora son algo sagrado, tendré que hacerles un altar. Nada más para joderte. Ya que odiabas tanto lo sacro.

Qué par de ovarios tuviste. Pero por gusto. Así no se vale. Hay que seguir. Candela al jarro hasta que suelte el fondo. Pero mama, tú sí que no, cerraste. No dejaste nada para nadie.

Ya más nunca voy a poder comer masas de cerdo fritas. Ni frituritas de malanga con miel. Ya más nunca voy a poder salir con alguien que se te parezca. Cero escorpiones, cero pelos cortos, nada de Pablo Milanés cantando en Tropicana.

Lo único que debiste pensar era en tu mamá regresando a casa sola, cargada de bolsas, para darle de comer a tu abuelo. Esa imagen era la que debiste tener antes de ponerte a comer esa pinga. Mi amada.

Dice Idania que no va a pasar más por Toyo. Para ella acabó la calzada de Luyanó y la de Diez de Octubre. Para mí acabó Eliseo Diego. Ya no voy a poder hacer más el cuento de 21 y G. Me traicionaste. A mí. A tu hermano. A tu mamá. A todos.

Hace unos meses, el día de la boda de Paqui, me viste mal y lo sabías, pasaba algo. Yo no te dije nada porque era una bobería. Pero ahora te lo cuento. Venía de discutir con un tipo que se me acercó para decirme que mis textos lo decepcionaban. Que mis escritos eran una mentira y que yo solo estaba dolido por no poder salir más en Mediodía en TV. El bárbaro me dijo: me decepcionaste a mí y a toda tu familia.

Traigo este cuento ahora porque creo que ni tú ni yo, ni nadie menor de cuarenta años puede decepcionar a nadie, y mucho menos a este país.

Son ellos los que nos han decepcionado. Por ponerse siempre del lado del poderoso. Por ponerse del lado del censor, del opresor. Lastimosamente esa gente está ciega, no quieren ver. No quieren verme. No quisieron verte.

No sé si puedan dormir tranquilos. Pero sí sé que evitarán pensar en esto.

No decidiste irte solo por el entorno. No puedo pensar en eso. No puedo pensar en que nos ganen. En que nos puedan de esa manera.

Voy a pensar que te fuiste porque te cansaste. Porque no le descargaste más a esta talla. Porque te fuiste a una talla más linda. Una talla en donde ponen películas de verdad, se escucha música (esa que tanto te gustaba) y en donde se hacen panetelas más ricas.

(Ya sé que no te gusta hacer panetelas.)

En fin, para no ser una vieja, como tú dices. Nada, mija, de una forma más suave te digo que no sirvió.

Mira que te lo dije: hay que comer más tataki de atún, tomar más cerveza buena, darse un gustico. En este país no se sobrevive si se es integro. Este país hay que cogerlo suave y pensar que uno está en República Dominicana o Panamá. A cada rato hay que bailar un merengue, irse a la playa y tomarse un agua de coco, creerse que la cosa va a mejorar.

Porque si no, uno se da un sogazo. Como el sogazo que le imaginamos a aquel amigo: El oscurito, El Mongo, El podador.

Hoy él está vivo. Y tú no.

Nos tomamos las cosas demasiado en serio.

¿Ese chiste cómo era? En el que yo decía que tenía ganas de tener ya 90 años para que el rabo no se me parara más y la libido se me fuera. Pues bueno, ahora con 36, me dejaste así.

Por tu culpa. No puedo. No puedo ni acostarme en la cama. Creo que voy a dormir en vertical, a lo Nosferatu.

Si vez la corona de flores te hubieras cagado de la risa.

Cosi, de pinga.

Debí estar más para ti. Debí conocerte mejor. Estar ahí. No sé.

Nunca te voy a olvidar.

Jamás- Jama.

Ya no sé cómo alargar más esta carta. Escribirla es una manera de no soltarte. No te puedo dejar ir.

Me debes cosas.

Mañana, si amanece, los bastones, los andadores y los culeros desechables tendrán sus monumentos.

Lo “correcto”, lo “necesario” ganará terreno. No es país para jóvenes. No es país para nada fresco.

Mija.

Muchacha.

Te amo.

No demoro.

Espérame





Carlos Lechuga. La Habana 1983. Director, guionista, script doctor, ghostwriter y muy cinéfilo. Estudiante de la FAMCA del ISA y de la EICTV. Ha dirigido hasta ahora varios cortos y dos largos. Ha trabajado con cineastas como Humberto Solas, Juan Carlos Tabío, Iciar Bollain. Sus obras han estado en varios festivales internacionales como Toronto, Rotterdam, San Sebastian y en museos como el Moma.

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