Octavio Armand: Leer es como abrir puertas

(Johan Gotera with Octavio Armand. Foto: Natasha Tiniacos)

Buenos Aires, 26 de enero de 2013

OCTAVIO ARMAND: Leer es como abrir puertas

Johan Gotera para Partida en el 2013, entrevistó al escritor cubano Octavio Armand. En este reportaje, Armand apela a una ética del lector, tan importante como la del escritor: «No es lector, no de veras, quien no se deje transformar». Investigador, poeta, ensayista, lector de los buenos, para Armand, la presencia de lo monstruoso en la escritura se presenta como metáfora de un lenguaje en constante mutación.

Por Johan Gotera

Octavio Armand, como ensayista, parece desarrollar en su prosa las promesas del novelista, esbozar el puente por el que fluyen las más extrañas afinidades y ponderar, al mismo tiempo, las menos averiguadas asimetrías. Así se abre paso en la historia de la cultura, para señalar –en  un paisaje aparentemente desorganizado–,  las series de lo dispar y lo coincidente; y desbordar, a fuerza de intuición y erudición, los marcos previsibles del saber institucionalizado. De ahí que Severo Sarduy percibiera en su prosa los atributos del alfil, la audacia de un pensamiento en diagonal, “una pedagogía inédita, abstrusa, sin hilo, constituida toda de espejismos semánticos”, “como si las ideas se sucedieran  en virtud de una similitud invisible”. 

Para leer al Quijote, estudia, por ejemplo,  los tratados de psiquiatría del siglo XVII; para llegar a Lezama, tiene en cuenta oscuros significados del mundo egipcio, y para aproximarnos a la geografía naciente de América, recuerda los avances quirúrgicos y anatómicos contemporáneos al  “descubrimiento”.

En el espíritu que recorre su prosa, subyace, sin embargo, el deseo del poeta, la mirada lateral y lúdica que desmiente la organización del mundo y cuestiona sus lenguajes. En el deslizamiento de una sílaba, intuimos, de pronto, la realización de una justicia poética e histórica. Al desorientado descubridor de las indias, le llama en algún momento Cristóbal Locón, poniendo el énfasis en un error que se ha tornado revelador. Para referirse al ex presidente Menen y a su “Menempsicosis” (o la transmigración del alma de un coronel) nos dice, desengañado: “Un talco de bebés para un país decrépito”, y al referirse a su isla natal, recordará la maldita circunstancia de estar rodeada de Marx por todas partes. Así vira sus letras, sus barajas, abismando en esos deslizamientos gramaticales los saberes acumulados en el lenguaje. La etimología como locura, la carcajada culta como salida de emergencia. Así sacude, sin desmantelarlas, nuestras ilusiones nacionales, intuyendo un orden inesperado y secreto para avanzar hacia la fascinante síntesis de lo que somos y no somos.

La siguiente es el resumen de una entrevista que tuvo lugar en un café de Caracas a pocos pasos del apartamento del poeta, en donde se le puede ver cada tarde, y fue corregida posteriormente vía correo electrónico.

-¿Hay una ética del lector? ¿Quien lee tiene el deber de responder y transformarse ante la exigencia de lo que lee?


Atreverse a leer es atreverse a escuchar cantos de sirena. Arriesgarse a la locura, como don Quijote. No es lector, no de veras, quien no se deje transformar, quien no sea capaz de ser metáfora. Abogo, pues, por una lectura chamánica.

A mí, al joven que fui y que en buena medida sigo siendo, la lectura de Walden me transformó profundamente. Según Thoreau, para ser rico, verdaderamente rico, hay que aprender a prescindir. Traducido a Vallejo esto es exactamente el oro de no tener. Nada tengo contra el dinero. Sencillamente dejó de ser o más bien nunca llegó a ser una prioridad en mi vida. Emerson, Whitman, Gandhi, Martí, la Biblia, Homero, el Quijote ayudaron a orientarme en el norte y sur que ha sido mi vida por fuera y en este oeste que soy por dentro. Si suponemos una ética en el escritor, tendríamos que suponerla asimismo en el lector. De lo contrario, la escritura quedaría a medio camino y como leída a medias. ¿O acaso no nos enseñan nada las metáforas, por ejemplo? La metáfora tal cual, más allá de la contorsión que en determinado giro obliga a que el lenguaje diga más o diga otra cosa, sugiere la posibilidad de una transformación radical. De cada palabra hay que aprender no solo su querer decir sino su querer querer decir. La voluntad de decir, de decir hasta el colmo, puede traducirse en voluntad de ser, de ser hasta el colmo. El lenguaje, sobre todo en el poema, es una puerta. Leer es tocar esa puerta. Si el poema se abre, la decisión de pasar o no, la tiene el lector, cada lector. ¿Qué hay más allá? Quizá paraíso o más infierno.


Jamás olvidar que el poeta o quien se deje guiar por el poeta debe leer pero desatender la advertencia: Lasciate ogne speranza voi ch’entrate. Hay que leer y seguir leyendo, abriendo puertas y abriéndose como esas puertas. De lo contrario, no se llega al cielo. 



– A veces parece que su poesía se alimentara de la desfiguración anatómica y de cierta pulsión  teratológica.  ¿Por qué le han interesado los espejos deformantes, las escenas de mutilación, la desfiguración o fracaso del lenguaje? 

     
Nadie como los ingleses para soñar la pesadilla de la alteridad extrema. En la ficción hay ejemplos inolvidables, como el doctor Jekyll y mister Hyde, el doctor Frankenstein y su engendro, o el múltiple Dorian Gray;  y en la realidad, basta recordar a Jack the Ripper, horrible reverso de algún gent seguramente normalísimo y comedido a la hora del té. Si bien un francés logra vivir una alteridad extrema durante su temporada en el infierno, y además logra expresarla en su célebre “yo es otro”, nadie como los ingleses para cuajarla en una sostenida cotidianidad. Pero mucho antes de leer a Stevenson, a la señora Shelley o a Wilde, o saber siquiera de la existencia del desconocido asesino de prostitutas, tuve un asomo de lo monstruoso en imágenes que sembraron en mí simultáneamente, de golpe y sin el organizado flujo de letras y líneas, los desórdenes de la imaginación gótica y la pormenorizada clasificación de la ciencia.

 
Siendo muy niño, a los seis o siete años, me impresionaron vivamente los libros de medicina que solía mostrarme el novio de mi hermana. Eran textos de genética y dermatología profusamente ilustrados, imagino que para competir anticipadamente con la revista Playboy, aunque aquellas ilustraciones de desnudos eran en blanco y negro. Despertaban en mi asombro como de corriente alterna polaridades encontradas, intensas cargas positivas y negativas que oscilaban desde la repulsión al pasmo. Por supuesto, siempre se imponía la curiosidad. No podía apartar la vista del feto cíclope, del torso con ocho tetas o los genitales hermafroditas. Mi propio cuerpo, imagino, quedaba en entredicho. Al menos, malsana curiosidad, lo sentía amenazado, o como retado, por cuerpos desorganizados, con órganos de más o de menos. ¿A mí me sobraba algo? ¿Me faltaba algo? ¿Acaso podía ufanarme de tener un ojo más que el cíclope, y no exactamente en el medio de la frente sino justo bajo los arcos ciliares, o de contar con un sexo menos y media docena de tetillas menos que aquellos portentos? Las ilustraciones de tanta humanidad abortada, contrahecha, que dejaban a Frankenstein tan redondo y perfecto como un muñeco de nieve, fueron mis primeros verdaderos espejos. En lo deforme busqué mi forma, mi identidad; en los límites sentí mi extensión por dentro y por fuera, como víscera y como piel. Antes de poder decir yo, fui un ellos y un nosotros al margen de las conjugaciones previstas. La terateia de los griegos y el milagro de los cristianos se reflejaban en aquellos seres negados al verbo y cedidos al formol como escombros anatómicos, ruinas genéticas, enseres de la teratología y acicates de la imaginación infantil.
¿Cómo no detenerse con igual asombro ante los milagros proliferantes en el cuerpo del lenguaje, sobre todo al tratarse de poesía, cuyos afloramientos sin ellos serían impensables? El ADN verbal está en constante mutación, no coyunturalmente sino estructuralmente; su naturaleza misma es deformante, literalmente monstruosa. Oxímoron, hipálage, metátesis, metáforas son genes del fenómeno. Imá/genes de la permanente dialéctica entre la familiaridad y la extrañeza. Materia prima del poema. La tarea es un toreo con lo impar, con lo informe. Una lidia con miuras que son centauros, como el snark de Carroll y el rodoñol de Huidobro, o minotauros, cíclopes, cerberos de la imaginación, del inconsciente, de la vida.   

Borrar, tergiversar, vaciar la memoria de los vencidos era la manera de pulverizarlos para que aceptaran como nuevo mundo su mundo milenario. Tendrían el futuro por delante pero sería el futuro como ruina, como fantasma.


– ¿Qué peso tiene la incertidumbre en la elaboración de su poesía?


La tentación de lo que está más allá en el espacio o el tiempo, más allá de la costumbre y los saberes acumulados, más allá del yo, a lo cual suelo llamar estética del horizonte, nos asoma a lo desconocido y lo imposible. Tratar de conocer lo desconocido y hacer posible lo imposible es tarea de todos. Los navegantes del siglo XV y XVI ensancharon enormemente el mar color vino de Homero, enfrentándose a las incertidumbres que hasta entonces se habían llamado Escila y Caribdis, Circe, cíclopes o sirenas. Gracias a sus riesgos y al buen viento en las velas, el mundo conocido creció y llegó a contar con mapas. 

La entereza de quienes, en el ámbito de la física, las matemáticas o la estadística, no se rinden ante lo desconocido o lo imposible, ha permitido avances en campos reñidos con la saturación, lo completivo, lo exhaustivo. Heisenberg y el principio de la incertidumbre, la teoría de sombras en estadística, el cálculo con el cero como límite, son ejemplos de lo que somos capaces de hacer. En la frontera entre lo palpable y lo oculto, entre lo consciente y lo inconsciente, la ciencia leva anclas, iza velas, adelanta hipótesis, siembra axiomas. ¿Se debe esperar menos de la poesía y los poetas, tan signados precisamente por la imaginación, según Shelley y Coleridge? ¿No te gustaría imaginar que en los huracanes de nuestro Caribe todavía ruge Caribdis?


-¿Qué valor podría tener la subjetividad en el análisis teórico?


En Francia la teoría literaria ha servido como sucedánea de la guillotina para descabezar a los autores. Para acercar el estudio de las letras al de los números, para fundar una ciencia, había que fundir la subjetividad, negar su caos insondable, su azogue. Un J’accuse sin Zola contra el yo, como si la soledad de la primera persona no bastara. Eso degeneró en evidentes contradicciones. Así como el poder en manos de marxista-leninistas de toda índole, desde lo castrista a lo maoísta, ha desempolvado al régimen dinástico, haciendo luises versallescos a fieles raúles y fidelísimos kims, desde Tel Quel y tal cual cátedra, los teóricos autoritarios han decapitado para capitanear, campeando cada vez más libres gracias a las camisas de fuerza que inventan para otros, y sustituyendo con su pontificia autoridad a los otrora autores. La teoría es la verdadera ficción de nuestra época. Catedral argótica, novela de escasa subjetividad pero contada desde adentro, radiográficamente, con una trama de terminologías que desfilan como en pasarelas de Chanel y Saint Laurent, meteoriza a las obras. Las pulveriza. Los tomos son átomos. Yo no me cuento entre quienes creen que la obra sobra. Al contrario, meteórico, y nada teórico, siento que es urgente meteorizar a la teoría. 

– ¿Qué distancia hay entre la utopía y la ruina?


Una cortísima distancia infranqueable. Inseparables como el cuerpo y su sombra pero también de negada convergencia, como flechas disparadas en opuestas direcciones, la utopía y la ruina son las dos caras de una misma moneda. Más bien, pues hay que matizar esta metáfora, tan gastada como un denario que no haya dejado de circular desde la época de los doce césares, son dos máscaras de una misma moneda: el antes y después de la historia fechada que reconocemos como tal desde el tiempo que vivimos, que sobrevivimos. Rostro o rastro social del tiempo, la ruina nos muestra a la historia como reverso de escombros; la utopía, anverso más allá de la historia o fuera de ella, nos tienta con su promesa de perfección euclidiana.
 

Para reconocer el camino recorrido, el poeta, como un baqueano, debe seguir sus propias huellas, cuestión, esta de seguir lo que ha quedado atrás, tan eleática y difícil como pisar sombras.

La Biblia, o sea el Libro, nace de un paraíso arruinado por el pecado original: el Jardín del Edén. La novela moderna también, como la tradición religiosa judeo-cristiana, nace de un paraíso arruinado: don Quijote sueña una utopía caballeresca, agotada ya en la realidad y hasta en la ficción, solo para hacer el ridículo como caballero –un ridículo maravilloso, ejemplar, desconcertante–  en un mundo absolutamente ajeno a sus anticuados ideales. Al darse cuenta de que ha tratado en vano de despertar ruinas ya utópicas, se somete a la realidad, ruina grosera de la que había pretendido escapar. Enloquecido por la lectura, tuvo suerte de morir en su cama y no en una terrible utopía para locos, un hospital de los podridos, tal como se define al manicomio en el entremés cervantino. El propio Sancho, al verlo claudicar como una nota que pasa del andante al adagio y al grave, y deseoso él mismo de sacudirse la realidad, le propone hacerse pastores. Apenas un cambio de géneros, de la épica a la bucólica, de la agitada novela caballeresca a la plácida poesía pastoril. Ambas salidas sin salida, de ida y vuelta al vacío.
 
Desde la ruina soñamos la utopía; desde la supuesta utopía escarbamos túneles, saltamos desde balcones, nos lanzamos al mar en balsas para escapar de tanta perfección. El hombre nuevo quiere ser el de siempre, viejo, antiguo, el de las ruinas y hasta el de las cavernas si fuera necesario, con tal de no vivir en el cielo prometido. Caerle a mandarriazos al muro de Moro en Berlín equivale a una desesperada y necesaria destrucción de la utopía. Los escombros como salida de emergencia del gulag.  Cayó el muro pero todavía hay Moros en la costa.
 
Recordemos su utopía: un territorio separado artificialmente de la masa continental. Territorio desterritorializado, isla artificial, ínsula extraña como las que menciona Juan de la Cruz en su “Cántico”, cuya simbólica separación, que parece apoyarse en los enormes progresos de la cirugía de la época, nos obliga a recordar otras demarcaciones lamentablemente nada simbólicas: la Cortina de Hierro, la Cortina de Bambú y en el caso de Cuba, esa otra ínsula extraña, la Cortina de Caña de Azúcar. En todos estos experimentos sociales la separación artificial resulta imprescindible. Cabe recordar también, como devastadora ironía, que al propio autor le tocó vivir una tajante desautorización: lo decapitaron en Londres en 1535. Por orden del rey Enrique VIII, que no del rey Utopo, su cabeza fue aislada del cuerpo.


¿Acaso no resulta sintomático que [Tomás Moro] escribiera Utopía en los años iniciales de la conquista y colonización de América? La primera edición data de 1516, cuando el maravilloso mundo americano empieza a desmoronarse, cuando empiezan a morir sus dioses y están a punto de sucumbir sus ciudades. El trabajo forzado y las plagas ya despoblaban las islas que Colón describiera en términos paradisíacos, utópicos. En 1521 Tenochtitlan se convierte en nuestra Troya. No un caballo de madera sino cientos de galopantes potros y yeguas cierran el capítulo final de la odisea mexicana. Ni siquiera la espléndida orfebrería azteca sobreviviría. Pues la orden es fundir las piezas, reducirlas a metal, borrar el arte en repetidos y homogéneos lingotes. Así desaparecieron las maravillas que asombraron a Durero. Así también se quemarían los códices, enmudecerían los areítos y se extenuarían las tradiciones. Borrar, tergiversar, vaciar la memoria de los vencidos era la manera de pulverizarlos para que aceptaran como nuevo mundo su mundo milenario. Tendrían el futuro por delante pero sería el futuro como ruina, como fantasma. En este sentido Ciudad de México sigue siendo la ruina de Tenochtitlan. Como tantos habaneros y guantanameros, todos los americanos vivimos en ruinas. Construimos ruinas.  Somos ruinas, ¿no crees?


– Luego de haber cumplido las demandas de la vocación, ¿cómo ve el poeta el camino recorrido?

 
A un poeta le resulta sumamente riesgoso volver la mirada. Perdería a Eurídice, si la tuviera, y saldría solo del Hades para ser despedazado. Pero voy a volver la mirada, como el pobre hombre, órfico y culpable, que vuelve los ojos en Los heraldos negros. ¿El camino recorrido, preguntas? ¿Y así, en pasado? La vocación cumplida es la tortuga. El poeta solo es Aquiles. La vocación en ciernes es una apuesta creciente. Hay que mantenerla viva sin titubeos hasta que nos viren la última baraja. No importa si gana el que pierde y pierde el que gana. Importa el juego, apostar, como importa el tercer lado al triángulo y el arco al círculo o a la flecha. Mientras tanto se hace el camino, y no solo al andar, como dijo Machado, sino al dar tumbos, hasta al caerse, pues a veces se va un tanto a ciegas, revoloteando en zigzagueos como el cocuyo en la noche o la mariposa en el día.


Para reconocer el camino recorrido, el poeta, como un baqueano, debe seguir sus propias huellas, cuestión, esta de seguir lo que ha quedado atrás, tan eleática y difícil como pisar sombras. Pero sigo. No estoy muy seguro de lo que veo. ¿Son huellas mías o de la tortuga? ¿Qué tal me quedan esas huellas? ¿Me veo en ellas? ¿Me devuelven alguna imagen reconocible? No sé. Quizá queden huellas visibles del camino recorrido en el camino recorrido. Unas cuantas sílabas, alguna prosa, acaso un poema. Otras huellas, muchas más, invisibles y como borrosas, o borradas, habrá que buscarlas en el centro de la Tierra. Algo cóncavo dejan los pasos, algo que resuena en lo profundo pisado, aunque ni se oiga ni se vea. Si alguien me sigue para perderse conmigo, recomiendo que se fije sobre todo en las huellas invisibles.


– ¿Qué sentido gana la vida frente a la muerte de los padres?


Pregunto en paradoja: ¿gana en orfandad? Lezama decía que uno no dejaba de ser niño hasta la muerte de los padres. Tenía razón. Su propio caso resulta conmovedor. La madre, que cada noche le colocaba la almohada al asmático a la altura conveniente, se angustiaba en el lecho de muerte por el desamparo en que iba a dejar al hijo. «¿Y ahora,» preguntaba, «ahora quién va a saber la altura de la almohada de Joseíto?». Formulada a una amiga de la familia, María Luisa, esa pregunta le proporcionaría a Lezama una perdurable y fiel compañera. Un matrimonio sin afán copulativo ni propósito genético, pero sí de esmero piramidal en cuanto a las almohadas. En el caso de Lezama la muerte de la madre significó también una mayor libertad. Viva la madre, Paradiso permanecía inédita. Y seguramente así hubiera permanecido, entre otras cosas por ese Capítulo VIII que celebraba carambolas eróticas lejos de la atalaya materna y lectora. A cambio de esa lectora única, insustituible, la orfandad le proporcionó un creciente puñado de lectores. Al margen de la sangre se consagró. Pasó del anonimato al canon/imato.  


– ¿Qué impresión le generó el encuentro con Roland Barthes?


Una sola vez me reuní con Roland Barthes. Fue en el Cafe de Flore, encuentro propiciado por Severo Sarduy. Estuvimos juntos poco más de una hora. La conversación fue básicamente a dúo cubanísimo en francés, entre Severo y yo, con ocasionales monosílabos de Barthes, quien atravesaba un momento muy difícil por la muerte reciente de su madre. Acabo de referirme a Rosa Lima, la madre de Lezama. El poeta quedó devastado por su ausencia pero también más libre. La orfandad le permitió arriesgar zonas de su intimidad antes muy sometidas a frenos y riendas. Por lo menos en Paradiso, su novela. 


No sé si Barthes también sintió algo de esa terrible libertad, pues al final de su vida se mostraba deseoso de la novela. Había ido asumiendo más y más su propia subjetividad, como en Roland Barthes par lui-même, por ejemplo. Al implacable rigor de un Foucault, obsesionado por la temática del poder y sus causalismos en muy diversos ámbitos, opuso el placer del texto. Padeció una metamorfosis. En su caso la pasión disecadora y como de remota tercera persona terminó en un vuelo de mariposa. En un frágil yo lepidóptero. Ese fue el Roland Barthes que yo conocí durante una hora y pico en el Cafe de Flore. Un hombre sumido en el colmo de la subjetividad tras la muerte de su madre, que siempre tuvo sobre la mesa su frasco de aspirina Bayer, del cual, cada cinco o diez minutos, tomaba un puñado de tres o cuatro pastillas. Creo que quería meterse en el frasco y desaparecer. Como un djinn al revés.

Johan Gotera (Maracaibo, 1974) . Investigador y ensayista, ha publicado Severo Sarduy: alcances de una novelística y otros ensayos (2005), Octavio Armand contra sí mismo (2012) y Deslindes del barroco.Erosión y archivo en Octavio Armand y Severo Sarduy (2016).

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