Eleonora Finkelstein: esa manía de la reconstrucción




CAMA ADENTRO
—no podía terminar bien o tardes exóticas en el fondo de mi casa—


Rosemary (Rosmarí, decía), la que coleccionaba muñecas,
andaba con un policía y trabajaba en nuestra casa con su amigo gay.
Fueron las tardes más exóticas de mi infancia.
Yo la amaba como solo se puede amar a los 10 años,
desde abajo y con los ojos bien abiertos:
Porque la vida es así, nena, cada uno ocupa su lugar.
Y me contaba cosas del Tucumán,
del Tucumán y de Santiago del Estero.

Un día llegó una carta con su verdadero nombre.
Era horrible, daba risa
pero no lo voy a decir acá, Rosmarí, por respeto a tu memoria.
Soy yo, dijo, y antes de que alguien la mirara dos veces
se la metió en el bolsillo.

De algo hay que vivir, nena, de algo hay que vivir.
¿Te hago un rodete como el de tu Barbie Princesa?
¿Querés una corona, unas alas? ¿Te hago la leche?
Y dibujaba vestidos de novia de otro mundo.
Tan brillantes, tan livianos que iban como flotando hacia el altar.
¿Qué podía salir mal entre tanta maravilla?
Yo quería ser como vos, grande y linda,
apenas mayor de edad, con toda la moda encima,
“el último grito de la temporada”, decías, para que yo riera.
Tan suave, tan perfumada, con los ojos tan negros
y esa sombra de bigote sobre una boca así.

¿Qué estás haciendo acá, pendeja?,
con tu uniforme de colegio inglés,
en la vida de esta empleada de provincia
a la que ahora doblás en edad,
que podría ser tu hija. Pero no.
La que jugaba a la mamá con vos a los 10 años.
Que te quede claro:
no tenés derecho a recordarla
y menos derecho a cambiar su historia.

¿Qué estás haciendo acá, digo, con tus pequitas,
en su habitación con baño privado,
en su balconcito a la calle Entre Ríos,
entre sus macetas y su silla plegable, la pava, el mate dulce?
Dejá de revolver sus cosas, su cartera, sus cajones,
su sangre, sus cintas, sus coloretes,
su ojo morado, sus costillas rotas, su perfume barato.
su olor delicioso, su amigo maricón que hacía corte y tintura,
su novio policía, cinturón negro, su cuerpo, el agua oxigenada,
las puntas florecidas, la otra, su futura esposa, la buena
posición, tu mala dentadura, la yuta, el té de jazmín,
la novia rubia de la secundaria, su futura esposa,
tu futuro esposo, sus mentiras, tu cédula de identidad.

Ahora que lo veo desde otra perspectiva,
creo que fuimos culpables. Unos más que otros.
Cada cual a su manera.
Eran las tardes más exóticas
de la infancia pero las cosas siempre
vuelven a su centro y de algún modo
la pobre Nemesia Algañaraz tenía razón:
todos somos un poco traidores. Ya ven,
acabo de decir su nombre pero no se rían, por favor.

La vida es así, nena, cada uno ocupa su lugar.
En el fondo, ella sabía lo que iba a pasar y no es tan raro,
ni tan difícil de entender, ni tiene nada de sobrenatural.
Hay finales felices, sí, pero no son para cualquiera.
Por ejemplo, a Rosmarí, los cuentos de hadas
terminaron por partirle la cabeza.




GRAN MAESTRO

Entre los 6 y los 8 años
mi padre me enseñó el ajedrez.
Jugué a diario hasta los 14. Entonces,
dio por terminada la lección. Había perdido
interés en mí, y yo en el ajedrez.
Me abandonó, lo abandoné.
Hasta ahí, solo el contexto.
Lo bueno viene ahora:
esta es la historia de una duda.

Un día hice una buena jugada.
Era en verdad buena y sonreí con satisfacción
(recuerden que tenía pocos años).
Entonces, levantó una ceja y preguntó:
¿Hija, qué es más importante para ganar,
la inteligencia propia o la estupidez ajena?
Creo que me habló de Sócrates,
de Hegel y de la fenomenología, de ahí
llegamos sin escalas al viejo Marx,
que por aquellos años le quitaba el sueño.

En 3 jugadas me dio jaque mate.
Había logrado distraerme.
Nunca pude ganarle una partida.
Pero es porque tuvimos poco tiempo.
Solo hice tablas una vez,
el día que mi madre le pidió el divorcio
Había logrado distraerlo.

Ah, las breves enseñanzas de mi padre.
Todavía no sé qué contestar a esa pregunta.
Titubeo. Por eso sigue resonando en mi cabeza,
por eso la guardo hasta hoy debajo de la almohada.
¿Qué es más importante…
qué es más importante para ganar?
Esa duda me ha salvado muchas veces.
Pero me hace temblar la mano
cada vez que voy a mover una pieza.
No sea que en pocas jugadas, finalmente
la estupidez se me dé por añadidura.




LA FUNDICIÓN

Era lo que quedaba de una antigua industria
que se recortaba bien negra
contra un cielo negro de menor intensidad.
Ya estábamos en México: había que ver
a la muerte de cerca, metérsela en la boca.
Dulces calaveritas y te lo digo todo.
Salvo por eso, podría haber sido
cualquier sitio después de los 90.

Ahí estábamos nosotros, uno por uno,
descorazonados, un poco cínicos,
especialistas en toda clase de vestigios.
Parecía terrible, pero no era del todo real.
El eterno desaliento de los trabajadores
ennegrecía los muros y la silicosis
hacía rato que había consumido los pulmones.

La historia sorda y engrasada, la enfermedad
se acodaba entre nosotros y bebía.
Extrañamente, eso nos ponía más felices:
comadres y compadres, densos y desencarnados,
de a ratos melancólicos, de a ratos
lanzando risotadas de borracho.

Sí, era la vieja esperanza de fondo para todos:
fantasmas de carne, fantasmas a secas.
Cada quien de su lado, en el mismo lugar.
Porque el paisaje había cambiado pero el paraíso
era la misma idea recurrente.

Andábamos casi en el aire, inestables
por unas escaleras de fierro, unos andamios.
Mirábamos la fiesta desde arriba,
algo cultural, lo de costumbre: muchas caras
y música y alcohol y algunas drogas.
Solo se trataba de pisar con cuidado
sobre los peligros de siempre.
Pero nos seguían unas mujeres, unos niños,
unos hombres demacrados.
No éramos tan diferentes de ellos,
excepto por lo inestables.
—Aquí tienes algo para equilibrarte, güera
—me ofreció uno—, por si das un paso en falso.
Acepté, nadie quiere ser un chingado aguafiestas:
—¿Crees que de verdad pueda equilibrarme
entre los vivos y los muertos,
entre lo que fueron y lo que somos ahora?
—No, claro que no —dijo—.
Está mal formulada la pregunta.

Ah, mis amigos de corazón implacable,
y todo ese rollo de la eternidad perdida.




NIÑOS

1.
Igual que Ginsberg, Patti Smith,
yo también pensé que eras un chico.
Fue la primera vez que te vimos:
Allen en el Chelsea Hotel, en los 70, creo.
Yo, en una foto, en la década siguiente.

Soñé que dormíamos juntas.
Me pegaba a tu espalda
y era la noche, como siempre,
algo parecido a una cabalgata.

Entonces, me despertaba para dibujar
un retrato tuyo con un lápiz negro.
Un lápiz como una rienda, que cuando quería
se volvía blanco para iluminarte el cuello.
Era un camino largo donde pasaban los caballos
galopando hacia tu cabeza sin salida:
en uno iba montada yo.

En ese mismo sueño me salía del cuerpo
y miraba de lejos mi nuca rubia con el pelo revuelto.
Estaba dormida sobre un papel que tenía tu cara de chico.

Al otro día y al otro, repetía tus gestos y tus actos.
Por ejemplo, me corté el pelo frente al espejo
con una tijera desafilada y un cuchillo de cocina.
El efecto fue grandioso: escribí poemas.


2.
Por aquel tiempo besé a dos mujeres
las únicas de toda mi vida
(éramos solo niñas),
Blanca e Inmaculada se llamaban.
—Una de las dos afirmaciones anteriores es falsa—

También, para andar a tu ritmo,
tuve un novio gay tan guapo.
Un artista trágico, el más guapo.
Sus ojos eran igual de verdes
y abiertos como lagos.
Bautista se llamaba (vaya nombre)
y andaba traficando agua bendita.
—Una de las dos afirmaciones anteriores es verdadera—

Me adoraron, pero nunca fue suficiente.
Ellas lloraron por mí. Pidieron
por la salvación de mi cuerpo (¿o de mi alma?).
Él, como prueba de su amor, pasó una noche entera
acariciándome los brazos destrozados.
—Todo lo que afirmo es verdadero y falso al mismo tiempo—

3.
Estas son de las buenas historias de mi vida
y digo sus nombres para que me crean a pesar de todo.
Porque no era fácil seguir aquellos pasos.
El arte nos fregó, dijo Bautista en su lecho de muerte.
Blanca asintió: triste pero cierto. Inmaculada
se volvió negra, así, frente a nuestros propios ojos.
—Es verdad, lo juro, es falso—.

Éramos niños, querida, claro
y todavía no ha cambiado nada.
Seguimos creyendo en los milagros y somos
inestables como sueños. Hipersensibles:
estamos hablando de caballos.




EL LUGAR MÁS PELIGROSO DE LA CASA


Dying
Is an art, like everything else.
I do it exceptionally well.

Silvia Plath


Es muy temprano y ya
dejé listo el desayuno.
Tengo un cuchillo enorme en una mano
y no recuerdo qué tenía que cortar.
En la otra, sostengo una taza.
¿Quién de los dos soy ahora? ¿Soy ella, soy él?

El agua hierve y sobre un estante alto
hay una fila de productos de limpieza
(fuera del alcance de los niños).
Mejor detenerse ante el peligro:
pensar en el orden, la secuencia lógica.
Sí, esa manía de la reconstrucción.
Siempre tuviste esa manía:
¿cómo, cuándo, dónde fue que todo comenzó,
quién era yo, quiénes éramos, quién era ella, él?
 
Pero ahora hay que pensar en la inminencia.
Porque, en este exacto momento y lugar
todo está a punto de pasar y para siempre. 
¿Ya lo mencioné?
Hay una fila de tóxicos listos para ganar la guerra.
Pero algo no encaja en este asunto: soy un hombre
(porque es imperioso hablar genéricamente)
que tiene un dedo ensangrentado
(ya sabes cómo sangran los pulgares)
y me quemé el brazo
tratando de sacar algo del fuego. 
Cosas que pasan. Accidentes,
¿quién puede hablar del destino en estos casos?

Tengo que hacer memoria, ¿qué tenía que cortar?
A veces creo que si despertara de pronto,
a pesar de este aire tan viciado, quizás
todo seguiría ahí como el primer día.
Lo dudo, siempre me equivoco.
¿Y si tomo valor, pego un portazo
y salgo a esos lugares abiertos?
¿Por qué no? Seguir adelante sin pensar:
“les pido mil disculpas, mil sinceras disculpas
por tantas molestias y adiós”.
¿Quedará todavía alguien vivo en esta casa?
Pero debo intentar ser razonable, recordar, qué, qué,
qué tenía que cortar y si la llave del gas quedó cerrada.




No entiendo por qué asoman esos animales
embalsamados entre los azulejos y toda esa sangre de mi dedo
que ya está formando un charco. ¿Eres el león decapitado,
la leona decapitada o algún otro animal que terminó en esta selva? 
No entiendo qué hacen aquí estas cabezas como trofeos,
con sus melenas, sus ojos de vidrio humano y mostrando los colmillos,
si nunca preferimos ese tipo de decoración
como castillo medieval de medio pelo.
Cerrojos cofres rejas herrajes negros barrotes.
Esas cosas de clase media.
¿Por qué siempre estás con la mente en cualquier parte.
¿Verdad que este vacío podría ser una gran broma
o crees que el asunto alguna vez quedará claro?
 
Qué manía con eso de los significados.
Siempre tuviste esa manía
¿Quién podría cargar a pulso esos baúles?
Tú menos que nadie con esos huesitos de pájaro.
Amor, ¿sigues allí o te extinguiste?
¿Me recuerdas qué tenía que cortar, si cerré la llave del gas,
si nos queda veneno? Es que tengo tan mala memoria.
Y creo que el sueño puede llegar en cualquier momento.
¿Quién podría culpar al destino en estos casos?



AYLAN KURDI
 
¿Recuerdan a Aylan Kurdi?
¿Les dice algo ese nombre?
El niño sirio.
Boca abajo,
ahogado en la orilla
de una playa turca.
¿Ahora sí?
Ya sé que ha pasado mucho tiempo,
y que las tragedias giran rápido,
como expulsadas
desde una gran máquina centrífuga
instalada en nuestros cerebros
Es natural que no podamos retenerlas.
Bueno, si no recuerdan,
imaginen:
sus sandalias y las medias blancas
dobladas con prolijidad
sobre sus tobillos.
Pero no, un momento,
ese es otro niño que vi mucho después
y estaba vivo
caminando de la mano de alguien
en la misma playa u otra parecida.
El niño muerto llevaba ropa cómoda para el viaje:
camiseta roja, pantalones cortos…
Ahora, si no recuerdan, imaginen:
a su madre que lo viste,
lo calza, lo peina sin saber.
Alguien hoy hace lo mismo y tampoco sabe.
Pero ese es otro niño.
Un niño vivo, por ahora.
Recuerden o imaginen:
a su padre haciéndole promesas
¿Recuerdo o imagino
cómo se abrazaron y se desearon suerte
“y que Alá nos acompañe”?
De nuevo la imagen segura:
boca abajo, sobre la arena.
Sus zapatillas o las del otro niño
no puedo sacármelas de la cabeza.
Así de punta, semienterradas en la arena.
Y todos pensamos que parecía dormido.
La humanidad entera
pensó a coro la misma estupidez:
“pero si parece dormido”.
Como si alguien le hubiera contado un lindo cuento.
(Puede que en eso hayamos tenido razón).
Pero no se trata de angelitos. La sola idea
de angelitos me da náuseas.
El asunto es que hay niños vivos ahora mismo
y niños muertos ahora mismo, también.
Lejos de todo eso están ustedes
y estoy yo –mi película favorita-
No sé qué estarán haciendo.
Por mi parte, escribo este poema.
Que no sé la verdad si es un poema
-tengo buenos amigos que me dirían que no lo es.
Por el asunto aquel del ritmo, las imágenes
los ripios, las metáforas, etcétera-. Todas esas cosas
de las que deberíamos ocuparnos los poetas.
Puede que en eso tengan razón,
porque algunas veces yo también
parezco dormida y un poco estúpida.
Pero, para aclarar el punto:
este no es un poema en absoluto
o es un poema realista. Eso quiero.
Veamos, entonces:
Descartando el asunto de Dios,
¿quién nos ha abandonado así, de esta manera?
A él, a ellos, a ustedes,
al vivo, al muerto, al de la foto,
al que no sale en la foto,
a tantos más muertos y a mí.
En un estado intermedio
entre la piedad y la autorreferencia.
Entre la idea del otro y la realidad física de nuestro ombligo.
Mi vida, sin dudas, es bastante buena.
Y si bien, lo juro, no escribo esto para complacer a nadie,
(estamos claros que el bienestar
no es algo de lo que jactarse ahora)
lo escribo porque me siento confundida
y un poco avergonzada.
No tanto por los niños muertos
(¿quién no morirá tarde o temprano?)
sino por nosotros, los que lloramos,
teletransportados por una imagen.
Lejos bien lejos de los cuerpos, los olores
y los nombres propios,
tomando cerveza, comiendo papas fritas.
Llevando una vida normal. O lo que sea.
Con toda la mierda al alcance de la mano,
pero cada vez más difícil,
más difícil de masticar y de tragar.




Eleonora Finkelstein es poeta y editora. Nació en Mar del Plata, Argentina, en 1960. Estudió Literatura en la Universidad Nacional de Mar del Plata y Teatro en el Conservatorio de Arte Dramático de esa ciudad. Trabajó como actriz y profesora de teatro durante 10 años. Es autora de los libros Hamlet y otros poemas / Hamlet and other poems (1997 y 1999. Edición bilingüe, Fairfield University, Estados Unidos), Las naves (Las dos Fridas, Chile, 2000), Delitos menores (Melusina, Argentina, 2004 y 2016), Todo se transforma (Valparaíso México, 2017), Grandes inventos (Buenos Aires Poetry, Argentina, 2018) y Partes del juego (Editorial Lilliputienses, España, 2018) y Ne l’oublie pas: je mens / No lo olvides: miento (2019. Edición bilingüe, Al Manar Éditions). Es autora, además, de numerosos artículos y traducciones. Actualmente se encuentran en preparación las ediciones bilingües de Delitos Menores y Todo se transforma, en inglés e italiano respectivamente. Desde 1991 reside en Santiago de Chile, donde se desempeña como editora y directora de publicaciones de RIL editores. Es co-fundadora y directora de Ærea. Revista Hispanoamericana de Poesía, y de sus colecciones de poesía y traducción.

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