Karla Suárez: Habana año cero (fragmento)

Karla Suárez

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Todo ocurrió en 1993, año cero en Cuba. El año de los apagones interminables, cuando La Habana se llenó de bicicletas y las despensas se quedaron vacías. No había de nada. Cero transporte. Cero carne. Cero esperanza. Yo tenía treinta años y miles de problemas, por eso me fui enredando, aunque al principio ni siquiera sospechaba que para los otros las cosas habían comenzado mucho antes, en abril de 1989, cuando el periódico Granma publicó un artículo titulado “El teléfono se inventó en Cuba” que hablaba del italiano Antonio Meucci. La mayoría de la gente habrá olvidado

poco a poco aquella historia, sin embargo ellos recortaron el artículo y lo guardaron. Yo no lo leí, por eso en 1993 aún no sabía nada del asunto hasta que, casi sin darme cuenta, me convertí en una de ellos. Era inevitable. Soy licenciada en Matemática y a mi profesión le debo el método y el razonamiento lógico. Sé que hay fenómenos que solo pueden ocurrir cuando determinados factores se reúnen y ese año estábamos tan jodidos que fuimos a converger hacia un único punto. Éramos variables de la misma ecuación. Una ecuación que quedaría sin resolver hasta muchos años después, ya sin nosotros, claro.

Para mí todo empezó en casa de un amigo que digamos se llama… Euclides. Sí. Prefiero ocultar los verdaderos nombres de los implicados para no herir sensibilidades. ¿De acuerdo? Euclides es entonces la primera variable de esta maldita ecuación.

Aquella tarde recuerdo que llegamos a su casa y la vieja nos recibió con la noticia de que otra vez se había roto el motor del agua y tocaba cargar cubos para llenar los tanques. Mi amigo hizo un gesto de desgano y yo me ofrecí a ayudar. En eso andábamos cuando me acordé de la conversación que había tenido lugar durante una cena a la que yo había asistido, días atrás, y le pregunté si había oído hablar de un tal Meucci. Euclides apoyó su cubo en el piso y me miró, preguntando: ¿Antonio Meucci? Sí, evidentemente ya había escuchado ese nombre. Agarró mi cubo, echó el agua en el tanque e informó a su madre que luego continuaría porque estaba cansado. La vieja protestó, pero Euclides ni caso le hizo. Me tomó por el brazo para conducirme al cuarto, encendió el radio, como cada vez que no quería ser escuchado, y sintonizó CMBF, la emisora de música clásica. Entonces me pidió que le contara. Le dije lo poco que sabía y agregué que todo había empezado porque el escritor estaba escribiendo un libro sobre Meucci. ¿Un escritor? ¿Qué escritor?, preguntó muy serio y ahí me molesté porque ¿a qué venían todas esas preguntas? Euclides se levantó y fue a

buscar algo en el armario. Regresó con una carpeta para sentarse otra vez junto a mí en la cama. Hace años que estoy interesado en esta historia, dijo.

Entonces empezó a explicarme. Supe que Antonio Meucci era un italiano que había nacido en Florencia, en el siglo XIX, y que había partido rumbo a La Habana en 1835 para trabajar como responsable técnico del Teatro Tacón, el más grande y hermoso teatro de América en la época. Meucci era un científico, un inventor apasionado y, entre otras cosas, comenzó a dedicarse al estudio de los fenómenos de la electricidad, o del galvanismo que era como se le llamaba entonces, y a sus aplicaciones en diferentes campos, sobre todo en la medicina. Con este propósito había desarrollado algunas invenciones y fue justo en uno de sus experimentos de electroterapia cuando afirmaba haber logrado escuchar la voz de otra persona proveniente del aparato por él creado. En eso consiste el teléfono. ¿No? En transmitir la voz por vía eléctrica.

Pues con su criatura, que denominó “telégrafo parlante”, Meucci se fue a Nueva York donde continuó perfeccionando el invento. Tiempo después logró registrar una especie de patente provisional que debía ser renovada cada año. Pero Meucci no tenía dinero, era un pobretón, así que los años pasaron y un buen día de 1876 apareció Alexander Graham Bell registrando la patente del teléfono. Él sí que tenía dinero. Al final, Bell pasó a los libros de historia como el gran inventor y Meucci murió pobre y olvidado, salvo en su país natal donde siempre lo reconocieron.

Pero ellos mienten, los libros de historia mienten, dijo Euclides abriendo la carpeta para mostrarme su contenido. Tenía la fotocopia de un artículo publicado en 1941 por el antropólogo cubano Fernando Ortiz, donde hablaba de Meucci y de la posibilidad de que el teléfono hubiera sido inventado en La Habana. Tenía varios folios con anotaciones, unos artículos viejos de Bohemia y Juventud Rebelde y, lo más reciente, un ejemplar del

periódico Granma de 1989 donde salía el artículo titulado “El teléfono se inventó en Cuba”.

Yo me quedé fascinada. A pesar de que, tanto tiempo después de lo que contaban los papeles, seguía sin poder gozar en casa de las ventajas que el teléfono reportaba, me sentí orgullosa con tan solo saber que existía una remota posibilidad de que tal invento hubiera nacido en mi país. Increíble. ¿No? Que el teléfono haya sido inventado en esta ciudad donde los teléfonos casi nunca funcionaban. Es como si aquí hubieran inventado la luz eléctrica, las antenas parabólicas o Internet. Ironías de la ciencia y de la circunstancia. Una mala jugada, como la de Meucci, quien más de un siglo después de su muerte aún continuaba en el olvido, porque nadie había logrado demostrar la prioridad de su invento sobre el de Bell.

Tremenda injusticia histórica, algo más o menos así exclamé cuando Euclides terminó su exposición. Fue entonces cuando supe lo otro. Euclides se levantó, dio unos pasos y me miró para decir: una injusticia, sí, pero reparable. Yo no entendí su respuesta y él volvió a sentarse, agarró mis manos y bajando el tono de la voz dijo: no existe lo que no puede ser demostrado, querida, pero la prueba y, por tanto, la demostración de la prioridad de Meucci existe, y si lo sé es porque la he visto. No imagino qué cara puse, solo recuerdo que me quedé callada. Él liberó mis manos sin dejar de mirarme. Sospecho que esperaba otra reacción, un salto quizá o un grito, no sé, pero yo lo único que sentía era curiosidad, por eso al fin solo dije: ¿la prueba?

Mi amigo suspiró, se puso de pie y comenzó a caminar. Tiempo atrás, dijo, había conocido a una mujer maravillosa cuya familia antaño había sido próspera, razón por la cual ella conservaba objetos que los ignorantes podían considerar como trastos viejos, pero que los inteligentes sabían apreciar por su valor artístico e histórico. Además de los objetos, muchos de ellos verdaderas reliquias, la mujer tenía viejos papeles, antiguos

certificados de nacimiento y escrituras de propiedad que podían hacerle la boca agua a cualquier historiador o coleccionista y, entre ese legajo de folios, Euclides descubrió un día un documento original, escrito de puño y letra por Antonio Meucci.

Pensé que aquello era una broma, pero tendría usted que haberle visto la cara a Euclides, estaba eufórico. Algún antepasado de la familia de ella había coincidido con Meucci, aquí en La Habana, y había conservado un documento con diseños que mostraban el experimento del italiano. A mí todo me seguía pareciendo un poco raro, y además demasiado casual, pero Euclides juró que había tenido el documento en sus manos y que sabía que era auténtico. ¿Te imaginas un documento científico original?, así dijo, abriendo los ojos. Intenté imaginármelo. Para un científico descubrir al público algo semejante, daría sin duda prestigio. Y claro que él había hecho todo lo posible para que la mujer se lo cediera, pero ella no aceptó. Según sus palabras, no le interesaba el contenido del papel sino su valor sentimental.

Eso, en principio, Euclides podía hasta entenderlo, ella quería conservar objetos y papeles que habían sido tocados por su familia y que, en cierto modo, aún guardaban sus huellas. Tanto era así que algunos de los documentos, incluido el de Meucci, los había pegado meticulosamente sobre papeles blancos para que no se arrugaran, ni se rompieran, ni perdieran las esquinitas, ni se disolvieran de pura vejez. Lo que empezó a torturar a Euclides fue que, por muy celosa que fuera ella de todas sus pertenencias, se había visto obligada a deshacerse de algunos objetos, una vajilla de plata, un crucifijo de oro, cosas así, en los tiempos en que el gobierno se lanzó a la recuperación de materiales preciosos que cambiaba a los ciudadanos por el derecho a comprar un televisor en colores o alguna ropa de marca en las llamadas “Casas del oro y la plata”. Euclides comprendía el sufrimiento de esa mujer que no tenía más remedio que usar la herencia familiar para sobrevivir. Pero no entendía que fuera capaz de cambiar un cenicero de

plata del abuelo por una casetera estéreo y, sin embargo, no se diera cuenta de que aquel papel era un documento que pertenecía a la ciencia mundial. Por eso, en un ataque de desesperación, hasta llegó a ofrecerle dinero a cambio del papel. Pero no, ella se mantuvo firme, el cenicero del abuelo que se fuera al carajo, pero el documento de Meucci, no. Lo que acabó de matar a Euclides fue que, después de tanto insistir sobre el dichoso papel, ella había resuelto dárselo a otra persona, a pesar de saber que a él le interesaba. Pero él no se había dado por vencido y, aunque aquello había ocurrido hacía ya un tiempo, seguía tras su rastro. Por eso, cuando en 1989 vio el artículo en Granma sobre la invención del teléfono en Cuba empezó a inquietarse, eso iba a remover las aguas o a encender una luz de alerta. Y ahora que yo le había dicho que otros estaban hablando sobre Meucci, él había sentido que la luz de alerta se agrandaba. Si la persona que tenía el documento llegaba a darse cuenta de su importancia, a Euclides le sería muy difícil hacerse con él. Pero el mayor problema era que aún no sabía quién era esa persona.

Mientras lo observaba dando vueltas por el cuarto, me fui contagiando de su excitación y pensé que era necesario hacer algo. Teníamos que hacer algo. Había llegado el momento de volver a trabajar juntos y hacernos valer, que buena falta nos hacía a ambos.

Euclides, como yo, era licenciado en Matemática. Nuestra amistad se basaba en la pasión por la ciencia y en el gran cariño que crece al compartir muchas cosas a lo largo de los años. Nos habíamos conocido en los ochenta cuando yo estaba en la universidad. Primero lo tuve de profesor y luego como tutor de tesis. En aquel tiempo era un tipo que fascinaba a las alumnas, porque hablaba despacio, bajito y con tal dulzura que provocaba un efecto de atracción irremediable. Yo no escapé a tal efecto. No lo puedo evitar: me encantan los tipos mayores que yo. Nuestro romance empezó en la cátedra un día que llovía mucho. Estábamos solos. Era tarde. Mi tesis era muy difícil y afuera diluviaba. La solución de ese problema la encontramos encima de una mesa. Y ése fue el inicio de algo que duró el resto del año. Él

estaba casado y tenía tres hijos, pero de eso no hablábamos. ¿Para qué? Éramos amantes y mi tesis avanzaba. Las cosas marchaban bien hasta que, como dicta la teoría de errores, él cometió uno de esos que podrían llamarse “errores accidentales”. Una tarde anunció que cumplía cincuenta años y quería brindar conmigo en Las Cañitas, el bar del hotel Habana Libre. Tremenda sorpresa. Me emocioné, acepté y la noche fue maravillosa. El problema vino luego. Las siguientes semanas no pude verlo y cuando finalmente di con él estaba en plena crisis familiar. Alguien nos había visto y se lo había contado a su mujer. Un desastre. Decidimos limitar nuestros encuentros a citas profesionales. Yo discutí la tesis en julio y no supe más de él hasta que regresé a la universidad en septiembre. Ya para ese entonces nuestro romance se había enfriado pero, gracias al magnífico resultado de mi tesis, yo tenía trabajo en la cátedra de Matemática. Nos convertimos en colegas y entonces empezamos a hacernos amigos.

Trabajar con Euclides fue una gran suerte. Él estaba en la cumbre de su carrera, era ciencia, pasión y método. Yo era la aprendiz. Fue un período muy intenso. Pena que una vez terminados mis dos años del servicio social, no hubiera plazas fijas vacantes. Tuve que decir adiós a mi cátedra. A partir de ese momento comenzó nuestro declive.

Empecé a trabajar como profesora en la CUJAE, el Instituto Superior Politécnico, pero tomé por costumbre visitar a mi amigo en la universidad. Un día lo noté rarísimo. Dijo que necesitaba tomar aire. Fuimos al Malecón y ya sentados en el muro me explicó que su mujer quería el divorcio y él no sabía qué hacer, se sentía viejo, temía por la reacción de sus hijos, estaba desesperado. Al mes siguiente no le quedó más remedio que aceptar la separación e irse a vivir a casa de su madre. ¿Qué iba a hacer? Aquí siempre han existido problemas con la vivienda, uno no puede cambiarse de casa así como así. Euclides no tenía opciones. De los motivos del divorcio no habló mucho y yo preferí no preguntar. Temí que, de algún modo, aquella crisis provocada por nuestro antiguo romance hubiera influido en la decisión de su

mujer y, cuando las razones son turbias, es casi mejor no indagar demasiado. Digo yo. En cuanto a los hijos, los mayores se aliaron con la madre en contra de él. Según Euclides, se trataba de impulsos iniciales que el tiempo limaría, pero la verdad fue que, transcurridos unos meses, solo el más pequeño se preocupaba por él, los otros ni siquiera lo llamaban.

Y llegó el año 1989. Granma publicó el artículo sobre Meucci que yo no leí, ya se lo he dicho, y Euclides tampoco me habló entonces del tema. La verdad es que teníamos problemas mucho más concretos que la invención del teléfono. ¿Se acuerda de cuando tumbaron el Muro de Berlín? Pues hasta aquí llegó el polvo y así nos quedamos: hechos polvo. A partir de ahí, la economía nacional, que se mantenía gracias a la ayuda del bloque socialista, empezó a caer en picada, arrasando con todo. Lo último que le faltaba a Euclides para su crisis interior era una buena crisis exterior y ésa el país se la garantizaba. Pasamos un tiempo sin vernos y cuando volví a la cátedra, mi amigo parecía otra persona, estaba flaquísimo. Como el transporte se había puesto muy difícil no le quedaba más remedio que ir y venir a pie de la universidad a casa de su madre, que era por el túnel de Malecón. Aquel día decidí acompañarlo. Al poco rato de camino me abrazó y empezó a llorar. Así, en medio de la calle. Yo no supe qué hacer hasta que, finalmente, agarré su mano y fuimos a un parque donde me contó que, en poco menos de tres meses, sus hijos mayores se habían ido del país. La razón no era él, lógicamente, sino el país que comenzaba a derrumbarse, la profunda crisis económica que se anunciaba y la generalizada falta de esperanzas. A pesar de que el más pequeño de los hijos se había quedado en Cuba, la partida de los otros fue como una bomba cuyas consecuencias Euclides se negaba a aceptar. Tan devastadora, que cuando terminó el curso tuvo que pedir la baja de la universidad por depresión. Pasó mucho tiempo bajo tratamiento y pastillas. Y así se fue perdiendo mi maestro.

Cuando en 1993 Euclides me habló de Meucci ya su profunda depresión había pasado, pero le juro que hacía muchísimo que no veía tal

brillo en sus ojos. Quizá también por eso me dejé arrastrar por su entusiasmo.

En cuanto a mí, tampoco le diré mi verdadero nombre, así que digamos que me llamo Julia, como el matemático francés Gastón Julia. Mi caída fue más simple. Ya desde las primeras semanas de trabajo en la CUJAE supe que algo no funcionaba. Estaba incómoda. Mi sueño siempre había sido dedicarme a la investigación. Verme convertida en profesora fue algo que me costó aceptar, porque detestaba dar clases. ¿Comprende? Es que yo tenía que haber sido una gran científica, ser invitada a congresos internacionales, publicar mis descubrimientos en prestigiosas revistas, sin embargo lo único que he podido hacer es repetir y repetir las mismas fórmulas hasta el cansancio. Sé que al principio puse todas mis energías en función de hacer algo grande, pero esas energías poco a poco se fueron transformando en un malestar que me negaba a definir. Fue Euclides quien puso las palabras justas. Lo que pasa es que te sientes frustrada, me dijo un día. Y tenía razón.

No sabe la cantidad de veces que pensé dejar la CUJAE. Estaba harta de los alumnos, de la falta de comida, de las malas condiciones de trabajo, del viaje de casa al trabajo, piense que si atravesamos la ciudad con una línea recta, Alamar, mi barrio, queda en un extremo y la CUJAE justo en el extremo contrario. Quizá en otras partes del mundo eso es simplemente un trayecto largo, pero en La Habana de entonces era casi una expedición.

Me decidí una mañana de 1991. Acababa de terminar una clase y fui al baño pero, antes de abrir la puerta para salir, escuché las voces de dos alumnas que entraban pronunciando mi nombre. Me quedé quieta para poder escuchar. No podían saber que estaba allí. Una afirmó que era cierto que yo tenía mal carácter y casi me caigo cuando la otra replicó que, como se comentaba en el grupo, seguro que era porque yo estaba mal templá. O sea que, según mis alumnos, yo no solo tenía mal carácter sino que andaba

falta de sexo. En aquel momento era amante de un profesor de Física, pero mis estúpidos alumnos querían convertirme en su hazmerreír. Quizá no fuera para tanto, pensará usted, pero es que estaba harta, era como si la vida entera se estuviera burlando de mí. Fue la gota que colmó al vaso. Qué va. Esa gente no merecía mis esfuerzos. Aquel día tomé la decisión de abandonar el Instituto y al terminar el curso me fui. ¿Y dónde iba a encontrar trabajo? Dígame usted. ¿Qué diablos hace un matemático en un país en crisis? Nada. Joderse. No me quedó otro remedio que optar por cualquier cosa que al menos acortara la distancia entre el trabajo y mi casa. Gracias a un colega encontré un puesto en un Instituto Tecnológico de El Vedado, pleno centro. Después de haber sido profesora universitaria pasar a la enseñanza media es un trago amargo, pero los tiempos no ofrecían demasiadas opciones. Asumí mi nuevo puesto como algo transitorio, ya cambiaría la situación, me dije, y lograría revalorizarme.

Y la situación cambió, es cierto, pero a peor. Por eso en 1993 yo continuaba en el Tecnológico recomiéndome el hígado, tratando de explicar fórmulas elementales a muchachos que no se interesaban en nada.

También por eso, cuando Euclides me habló de Meucci y del documento inédito que él quería encontrar, yo sentí que de repente el mundo se abría. Mi antiguo maestro daba vueltas por su habitación contando la historia mientras yo lo miraba fascinada. Un documento científico original. Eso era algo a lo que agarrarse, la palanca que podía mover nuestro pequeño mundo, como diría Arquímedes. Estaba que no sabía ni qué decir y entonces recuerdo que me levanté y empecé a pensar en voz alta. No se podía dejar algo así en manos de cualquiera, ese documento pertenecía al patrimonio científico de la Humanidad. Pero ¿tú estás seguro de que es auténtico, Euclides? Él dijo que sí, que estaba firmado y que aquella mujer tenía pruebas de que algún miembro de su familia había coincidido con el mismísimo Meucci en el Teatro Tacón. Es auténtico, Julia, te lo juro por mi madre. En mi vida había visto yo un docum

parecía tenerlo delante de mis ojos. Te imaginas, Julia, lo que eso significa, dijo Euclides, y yo empecé a imaginar. Aquel documento era concreto, podía tocarse, era un pedazo de papel que tenía un significado preciso. Con él se podría demostrar una verdad traspapelada en la historia y hacer justicia a un gran inventor. Pero además, se podía pasar a la historia como la persona que reveló una verdad oculta. Se podía escribir un artículo en alguna prestigiosa publicación científica, o dar entrevistas a la televisión extranjera, o participar en congresos internacionales y adquirir prestigio en el gremio. Ese simple papelito podía tener el poder de sacarnos de nuestro anonimato y darle un sentido a los días de aquel año cero.

Hay que hacer algo, Euclides, dije finalmente. Y él sonrió afirmando que sí, había que hacer algo, ese papel en manos de cualquier imbécil podía correr la peor suerte, sobre todo en aquellos tiempos de tantas carencias. Aquí si te descuidas, Julia, la gente vende hasta a su madre. Llevaba razón, solo que yo no imaginaba por dónde empezar la búsqueda. Él dijo tener algunas vagas ideas, aún debía reflexionar, pero lo más importante por el momento era no hablar de aquella historia con nadie. Mientras menos personas la conocieran mejor suerte podía tener el documento. Euclides puso el dedo índice en vertical sobre su boca y yo hice lo mismo. Sonreímos. Nuevamente nos tocaba compartir un secreto. Ya luego veríamos qué hacer, pero esa tarde me quedó bien claro que había que hacer algo, era nuestro deber como científicos.





Karla Suárez (La Habana, 1969). Escritora. Ha publicado las novelas El hijo del héroe, Habana año cero (Premio Carbet del Caribe y Gran Premio del Libro Insular, Francia, 2012), La viajera y Silencios (Premio Lengua de Trapo, España, 1999), así como los libros de cuentos Carroza para actores y Espuma. Además, ha publicado los libros Rome, par-delà les chemins y Cuba, les chemins du hasard en colaboración con el fotógrafo Francesco Gattoni y Grietas en las paredes con el también fotógrafo Yvon Lambert. Sus novelas han sido traducidas a varios idiomas. Muchos de sus relatos han aparecido en antologías y revistas publicadas en todo el mundo y han sido adaptados a la televisión y al teatro. En Francia su novela Silencios fue llevada al teatro y adaptada a un espectáculo musical. En 2007 fue seleccionada entre los 39 escritores jóvenes más representativos de América Latina. Ha recibido varias becas de creación entre ellas la que otorga el Centro Nacional del Libro de Francia. Ha impartido talleres de escritura y colaborado en varios diarios. Actualmente coordina el club de Lectura del Instituto Cervantes de Lisboa, donde reside, y es profesora de la Escuela de Escritores de Madrid. (Sitio web: www.karlasuarez.com).

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