Manuel Calero Vázquez: Tocando fondo





Voy a echar el resto, me propuse ese sábado invernal, mis momentos, de todos los tipos, sentimental, económico, yo diría que hasta los astrales, se habían vuelto malditos, poco que decir, para este tipo de ratos necesitas saltar al vacío, y lo hice una noche como aquella, fría, poco convincente, avisadora de males mayores. Me costó trabajo salir de mi adorado hogar, tuve que tirar la puerta y echarme a patadas, tan pocas ganas, tan mala hora y tan mal lo veía. Ya en la calle, me convertí en un transeúnte más de esta ciudad, somos hormigas noctámbulas buscando alimento con que nutrir nuestros deseos más impuros. Vamos a ser francos, la noche no es nada saludable, es tóxica, traicionera, alberga los más bajos instintos, por eso me gusta. Paseo por sus calles, inconscientemente me llevan a otras más estrechas, transitadas por esa fauna que no conoce el día, sus ocupantes pasean, te ignoran, bueno es que te ignoren, no son barrios de estrechas amistades. En una de esas esquinas meadas por los perros me encuentro a una puta que en muy mal sitio ha ido a poner su oficina. Su atuendo va de acuerdo con el oficio, pero poco abrigado para un temporal como éste, le hago un comentario, con todo el respeto del mundo: – Mala sucursal tienes esta noche amiga, no es paseo éste de gente rentable, más bien de miserias y de sinvergüenzas.

– Ya me he tocado con media docena, de ti no sé qué decir. – No te voy a dar razones, pero si le das descanso a tu faena te invito a lo que quieras, ese cuerpo helado lo agradecerá. – Estoy contigo amigo, necesito calentarme, esta mala noche y esta mala esquina… a la mierda con ellas. Ya no era un solo diablo, éramos dos en muy malas condiciones, nunca he sido putero, pero siempre he sentido admiración por estas luchadoras, ningún mortal está a su altura.

Nos cobijamos en una pequeña taberna cerca de aquel asqueroso lugar, poco ambiente había y el que estaba, muy poco aconsejable, nuestra apariencia tampoco lo era. Un par de cervezas de a tercio y dos bocadillos de calamares le pedimos a un tabernero sumiso, cansado ya de aguantar desgraciados durante cuarenta años, me imagino, por su aspecto y por la tristeza de las arrugas que surcaban su rostro, seguro que ya cuenta los días que le quedan para jubilarse. Salimos de aquel lugar reconfortados, fueron generosos los bocadillos y las cervezas, supieron a gloria bendita, para gente de infierno como nosotros eran latigazos de placer. Comenzó a caer una lluvia fina, helada, me da que a la calle no le apetecía nuestro paseo, se tuvo que joder porque mi amiga decidió dejar el trabajo, su oficina tenía goteras por todos lados.

Nos fuimos de portal en portal, un cigarro y una historia, que a medida que avanzábamos se hacía cada vez más patética, todo un cuadro.

Buscamos una salida honrosa a tanto llanto en una pequeña tienda, de esas que se dedican a los perritos calientes y las hamburguesas, vampiros de la noche que aguantan hasta que la primera luz del alba empieza a incomodarles, gastamos nuestros cuartos en varias botellas de diferentes alcoholes. Allá por la segunda o tercera, no recuerdo la cantidad porque ya se me nublaba la vista, la mente y el corazón, las miserias buscaron huéspedes más a su altura, con nosotros ya no podían, nos convertimos en dos pájaros con muchas ganas de olvidar y más de volar.

Canalla y bendita noche, qué llevas en tu sangre que acabas embriagándonos y obligándonos a olvidar lo poco que valemos, lo mucho que nos despreciamos y nos llevas a tu paraíso de fantasías alocadas, la lluvia olvidó su helada temperatura y los portales se transformaron en exclusivos locales. Así, despacito, dos tocando fondo que no se conocían se hicieron íntimos desesperados, nos abrazamos, nos besamos y en un último momento de deseo desenfrenado echamos el polvo de nuestras tristes vidas en un callejón a la vista de media docena de gatos, recostados a un contenedor de basura encontramos nuestra felicidad, ella olvidó a qué se dedicaba y a mí me voló de la cabeza mi triste historia y mis temerarias pretensiones.

Una vida desahuciada perfectamente planificada, en mi defensa diré que a veces las circunstancias agravan lo que ya pensabas que no iba a ir a peor.




Manuel Calero Vázquez, nacido en un pequeño pueblo de la Campiña Sur Extremeña (España), llamado Malcocinado, de la generación del 62, lector desde que era infante, de profesiones varias, veinte años ya de librero y editor a menor escala. Amante de Conrad, London, Tolkien, Hemingway, Fitzgerald,… muy diverso digamos, pero sobre todo muy influenciado por Bukowski, Mendoza y un tal Alvite, mis relatos no son más que momentos de desenfreno y desahogo, literatura de calle, personajes solitarios sobreviviendo como malamente pueden. No tengo más que contar.

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