Froilán Escobar: Encuentro entre los infatigables espejos

 

 

Era su última noche. Junio corría con ansioso júbilo. Y Borges no sabía aún quién era Orula. Nunca lo supo. Estaba demasiado ensimismado con los dioses de Homero para conocer a este orisha negro que, por desconocido para él, no alcanzaba la categoría de Argos, el perro de Ulises, aunque lo sobrepasara en dimensión de misterio, pues Orula era el dueño del Tablero de Ifá, donde se podía adivinar el mundo.

Para Borges, aunque su muerte se abocaba, era inútil abrir todas las ventanas, como había dicho en unos versos. Y aún más inútil acudir a una magia demasiado rupestre para salvarlo de las tinieblas junto con su amarilla luna. Borges desconocía los horrores sufridos por Orula cuando lo enterraron de por vida debajo de una ceiba. Por eso, jamás lo invocó. Jamás acudió a él para salirse de los laberintos y pesadillas.

Se trataba de un dios oculto en la noche africana. Oscuro. Sin lustre. Que solo reflejaba luz cuando sonreía y mostraba los dientes o cuando abría su mirada para que el cielo se reflejara en la parte blanca de sus ojos. Para colmo, carecía del amparo de una escritura fundacional que lo encumbrara. Era pura palabra trasegada de boca en boca. Por tales razones, Borges, nunca se percató de este pequeño dios. Aun cuando él, con su ceguera, podía soñarle a la noche las estrellas, no alcanzaba los destellos de un pobre adivinador. Ni siquiera su propia sombra, acostumbrada a las latitudes soterradas y a lo indescifrable, al igual que sus zapatos, conocía a este insignificante profeta negro atrapado debajo de una ceiba.

Son cosas de los extremos cuando se tocan. Porque en esta noche, con leve movimiento de estatua, Borges alzó lentamente la cabeza con un ojo cerrado y el otro muy abierto, con una mirada que podía ser la última. Intentaba escudriñar, tal vez desesperado, la noche que se abría en la ventana, o detrás de él, en el espejo ovalado del cuarto, por donde asomaba la luna amarilla del ayer, ya sin ningún atisbo de luz.

Dos laberintos enfrentados. Y en los dos, por mucho que hurgó, no pudo apreciar, en el momento en que tanteaba la oscuridad, ningún asomo de la enorme ceiba. Borges, en un principio, se confundió. Con sus pocos pasos no podía caminar hacia la ventana ni tampoco hasta el espejo ovalado del cuarto. Pensó en Homero que, al igual que él, tenía la costumbre de estar ciego.

Ah, susurró. Solo eso. Nada. Devaneos. Como es sabido, este argentino universal soñaba con Ulises, al tiempo que recitaba de memoria unos versos de la Ilíada. Contrapuntos. A veces con la Cábala, a veces con las sagas nórdicas, a veces con Las mil y una noches. No es que estuviera totalmente perdido en la laberíntica tarde de su último día, sino que esas alturas de su vida, sus ojos se habían quedado con una sola mirada para ver.

¿Quién podía decirle entonces que, aquel que estaba allí, enterrado en un frondoso mito, era Orula? ¿A quién se le podía ocurrir tal cosa? Orula, sin embargo, no se inmutó. Estaba habituado al olvido. Incluso al de su padre, Obatalá, quien, en el momento de nacer, al enterarse que era fruto de la traición, ordenó que lo desaparecieran. Entonces, Elegguá, su hermano mayor, para salvarlo, lo enterró al pie de una ceiba, a donde le llevaba ofrendas y comida todos los días. Así estuvo hasta que Obatalá enfermó y, en el momento de curarlo, Elegguá le pidió que le diera el perdón para su hermano. Lo obtuvo, cortó la ceiba y construyó con su madera el Tablero sagrado donde, como en un espejo, podía adivinarse el mundo.

Orula, recién salido de aquel exilio bajo tierra, no tuvo a menos alcanzarle a Borges el bastón para que, en esta última noche de su vida, pudiera llegar sin tropiezo hasta la ventana, donde ya asomaba la luna amarilla que tanto añoraba. Borges no supo. Se confundió. No se dio cuenta de que Orula no era una duplicación de Ulises, y mucho menos de Argos, su mascota.

Borges se apagaba. Tanteaba con su bastón. Como si no encontrara a donde ir. No oyó cuando Orula, para ayudarlo, tiró los caracoles sobre la esfera de su Tablero oracular y le dijo: Cayó ika meji. No tienes por qué preocuparte. Ya estás en el camino de Ifá. No entendió. Borges, finalmente, no entendió. Aunque era su más esperada noche, hizo un mohín con el hombro al voltearse hacia la ventana en busca de la luna amarilla. O tal vez hacia el espejo, pues, como quería encontrarse con su mascota preferida, repitió un verso de la Odisea y, en sorprendente anagnórisis, Argos, el mitológico perro, apareció a su lado. Fue el final. Antes de cerrar los ojos y sonreír, con su temblorosa mano lo acarició. Orula, al pie de la ceiba, satisfecho, repitió el susurró en el aire: Ya estás en el camino de Ifá.

 

 

Froilán Escobar González (San Antonio de los Baños, La Habana, 1944). Escritor, periodista, investigador. Licenciado en Periodismo y Máster en Comunicación Política. Pertenece al grupo de escritores que se da a conocer en la publicación cultural El Caimán Barbudo. Asimismo, formó parte de los poetas que surgieron del Curso Délfico de José Lezama Lima. En Cuba recibió en dos ocasiones el Premio Nacional de la Crítica por sus libros Martí a flor de labios y La vieja que vuela; en Costa Rica el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría y el Premio Áncora por su novela, Ella estaba donde no se sabía.

Entre sus obras publicadas destacan: La vieja que vuela (Cuba, 1993; Argentina, 1997), El año que estuvimos en ninguna parte, con Paco Ignacio Taibo II y Félix Guerra, (1994. ediciones en México, Francia, España, Argentina, Italia, Portugal, Brasil, Alemania, Japón y Turquía); Martí a flor de labios (Cuba, 1991; Costa Rica, 2008), José Martí Diarios de campaña, con Mayra Beatriz Martínez (edición crítica, Cuba,1996); El patio donde quedaba el Mundo (Colombia, 1997), Largo viaje de ceniza (España, 2001; México, 2007); Ella estaba donde no se sabía (Costa Rica, 2006), La última adivinanza del mundo (Costa Rica, 2009), Tres en una taza (Costa Rica, 2016, novela finalista del premio Herralde); Borges, el hombre que no sabe morir, con Andrey Araya y Gabriela Guerra Rey (Argentina, 2021).

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