Jimena Antoniello Ligüera: Noctámbulo





Max tenía el sueño liviano. Le costaba mucho trabajo irse a dormir cada noche, porque su mente no dejaba de imaginar cosas y resolver problemas que no existían, pero que suponía él que podrían tener alguna conexión con su futuro inmediato. Listas infinitas de labores autoimpuestas, recados para los amigos y alguna reunión familiar que era indispensable postergar con el fin de que los invitados asistieran. Enviar flores a su novia, o alguna canción romántica. Repasaba una y mil veces cada idea, moldeándola al detalle. Algunas veces, anotaba a tientas en una libreta sobre su mesilla de noche garabatos o palabras que le ayudasen a recordar al día siguiente todo su brainstorming, por si había algo que rescatar y estudiar más a fondo. Con los años, se habían formado círculos grisáceos alrededor de sus ojos profiriéndole un aire abatido y meditabundo, casi crónico. Por no mencionar el mal humor. También solía bostezar una vez cada dos horas, a veces más. Sus colegas de trabajo le habían recomendado, entre otras cosas, la meditación como forma de relajarse. «Meditar te cambia la vida, Max, hazme caso. Yo ahora soy un hombre satisfecho», repetía el responsable del Departamento de Economía, de la planta principal. Max se había dedicado los últimos veinticinco años a las finanzas en la pequeña empresa. Le gustaba su trabajo porque requería ser meticuloso, y eso a Max le generaba adrenalina. Sentía pasión por el detalle y la atención. Pero al final del día necesitaba desconectar. En su caso, ni la meditación había surtido efecto. Había intentado ejercicios para relajarse y no pensar en nada. También música clásica, alcohol, dibujos animados, leche caliente y hasta Lorazepam. Esto último era lo único que le funcionaba cada vez. Aunque por temor a volverse adicto lo ingería únicamente cuando el insomnio le duraba más de dos noches seguidas, lo que ocurría varias noches al mes. En realidad, lo que realmente le crispaba era la concatenación de pensamientos. Podía estar cavilando hasta tres o cuatro horas después de apagar la luz, y por eso detestaba que algún ruido exterior le despertara a mitad de la noche. Le costaba horrores recuperar el descanso, por su problema del sueño liviano.

Una madrugada, Max despertó abruptamente a causa de unos ruidos en la azotea. Tenía la sensación de que su corazón iba a salir disparado desde su pecho, y sintió un sudor frío por la espalda. Tras varios segundos de parálisis corporal, intentando identificar los sonidos, atinó tembloroso a encender la luz, pero la habitación estaba vacía y en orden. El sonido parecía provenir del techo, justo en el rincón sobre su cama. Un sonido desparejo, carrasposo, como si alguien estuviese rasqueteando el tejado con algún instrumento punzante.

Imaginó todo tipo de escenario: una ardilla afilando los dientes, un ratón sonámbulo, un alienígena intentando desatornillar el conducto de ventilación de los aires acondicionados para entrar y succionarle el cerebro. (Ese último pensamiento, claro, le dio más miedo por inverosímil). Max era consciente de que la oscuridad activaba ciertas partes del intelecto bastante imaginativas. Se levantó con cuidado y, sin hacer ruido, caminó en puntillas de pie hasta el salón, donde tras un vistazo inicial, encendió la luz de golpe para asustar a un posible visitante nocturno. Nada. La casa estaba vacía, como era de esperar. Luego de recorrerla a fondo, y de revisar las ventanas y el baño, regresó a su habitación. Y como el sonido había cesado, se dispuso a dormir.

A la madrugada siguiente, otra vez alrededor de las cuatro de la mañana, Max volvió a desvelarse, ya sin sobresalto, por causa del mismo sonido. Recorrió otra vez la casa con el mismo resultado. Al cobijarse nuevamente, enumeró novedosas posibilidades de roedores nocturnos o ataques alienígenas. Quizás un licántropo con la habilidad de trepar cuatro pisos de un salto impulsivo.

Como la molestia continuaba cada noche, decidió poner una queja en la administración, ahí le prometieron enviar al control de plagas para cerciorarse de que ningún roedor estaba construyendo nido alguno.

—¿Está segura de que no encontraron nada? Cuando sopla el viento, me da la impresión de que giran botellas de vidrio u objetos cilíndricos en la azotea… Quizá suben jóvenes los fines de semana, en la noche, a tomar cerveza y a mirar el cielo. O a fumar. Todos sabemos que no se puede fumar en el edificio, pero como son jóvenes…

—Vecino, le repito que ya hemos puesto veneno por si son roedores, que a juzgar por la descripción que nos ha dado, es lo más probable. No hay tales botellas.

—¿Y si vuelve a ocurrir…? Yo necesito descansar.

—Nos avisa de nuevo.

—Podría subir por mi cuenta a la azotea a investigar.

—Negativo. No puede. Es muy mala idea.

—Entiende usted que el ruido es sobre mi techo, ¿verdad? En mi habitación, ¿verdad?

—Comprendo. No puede subir solo, es peligroso. Va en contra de las normas del edificio.

—Está bien. Gracias, y buenas tardes.

Tras la conversación telefónica con la manager, Max continuó con sus quehaceres de modo paciente y alentado, pero exactamente a los quince días de que le dijesen que no habían encontrado nada, el sonido volvió a despertarle. Esta vez se enfundó en su bata térmica, se calzó botas forradas de corderito falso, y con toda la rabia del mundo subió las escaleras hacia la azotea haciendo caso omiso del cartel de prohibición. Cuando finalmente el frío de la noche le golpeó el rostro, y tras centrar la vista para entender lo que estaba presenciando, Max se encontró a un gigante de color gris tirando a verde, de cuclillas sobre el área del techo correspondiente a su habitación, justo en la esquina oeste de la azotea. La criatura rascaba empecinada, con uñas largas y sucias, la madera recién pulida de los techos flamantes de la vecindad. Después del primer impacto, Max comenzó a reír desmedidamente, desconcertado y furioso, al comprobar que los del servicio de plagas no habían subido jamás a cerciorarse de lo que ocurría. El gigante, queda claro, ni se inmutó.

(Relato incluido en el libro Todo lo que debe morir.)





Jimena Antoniello Ligüera (Uruguay, 1978) estudió Letras en la Universidad de la República y cursó un doctorado en Cristianismo Antiguo en la Universidad Complutense de Madrid. Cuenta también con una maestría en guion de cine (Escuela de Imagen y Sonido CES de Madrid) y una especialización en cinematografía (New York Film Academy). Es autora del poemario Entropía del alma (2012) y del libro de cuentos Todo lo que debe morir (2019), también ha participado en la antología 22 mujeres (2012). Parte de su obra ha sido incluida en revistas de creación como Otro cielo, Specimens, La Conjura de los Libros, Aaduna. A Literary Journal y Forth Magazine. Actualmente radica en la ciudad de Los Ángeles, donde se desempeña como guionista de cine y televisión. www.jimenantoniello.com

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