Rodrigo Arriagada-Zubieta: como nenúfares en el charco
COSTANERA TOWER
We built a tower…
I mean,
construimos una torre.
Nos rompimos la cara
para falsificar un ídolo de piedra
que recordara el triunfo
ante las tribus vecinas.
No usamos mezcla
de cal y barro
ni fue necesario
verter cráneos sobre un altar.
Apenas el semen rancio
de una raza
de hombres mal constituida.
Esos que sentaron la belleza en sus rodillas
y dijeron
cada chileno será exitoso
cada exitoso será chileno.
Ahora miramos al cielo
sin ninguna creencia,
hablamos distintas lenguas
que cambian de frecuencia
los mensajes de la resaca
y por las noches la sed malsana
oscurece las venas.
No recordamos pasión litúrgica,
adoramos el orgasmo
la fiesta.
Desde Wall Street la mañana se filtra
por las vigas
hasta las grandes avenidas
y vemos caer desde lo alto de la torre
hogueras pálidas,
el hombre libre
revolviéndose en charcos membranosos
a plena luz del vidrio.
Se suponía que debíamos quebrar
el cuello de los enemigos
a la vista del Dios Sol
que fortalecería la musculatura,
pero el ascensor más alto
del fin del mundo
deja caer hombres debilitados
como el zumbido tenue
de las moscas sucias.
Así logramos todo, Señor
inmolamos nuestra estirpe
a fuerza de azotar la cabeza contra el piso.
Era más fácil de lo que decías,
y este es sólo el comienzo de las obras.
El sacrificio de los anestesiados suicidas
garantiza el orden
con mayor seguridad que un despertador.
¡Créenos!
apenas manchas de sangre sobre el asfalto
y ninguno de nosotros
se dispersará sobre otra tierra.
PUNCTUM (FUERA DE PLANO)
No se confunda el exceso de presencia con un yo:
Yo es una palabra que avanza contra el movimiento.
Su brevedad es incapaz de sostener al ser.
¿Somos? la mañana intermitente de las playas sin visitas
un amargo sorbo de café que dios bebe distraído
mientras asesina otro muerto que gritaba ya no existo.
Hermosos son los siglos que vendrán.
Todo se expande arrastrado por un barco ebrio
para iluminar este monstruoso agujero
que hasta ahora hemos muerto:
vientres de mujeres encintas
como relojes llenos de arena
nueve meses de secreta paciencia
cápsulas de aire
repletas
del temor a lo desconocido.
Se avecina una nueva estación.
Es necesario mirar por la ventana
en el momento exacto en que el tren está en marcha
ahora que nadie dice “póngase en su lugar”
nos separamos de nuestra imagen frente al estanque
como nenúfares en el charco.
Nos brota vida en lo que queda fuera de nosotros
a los treinta y tantos somos lo deforme
sin previa constatación en el espejo
de lo imposible que en él se deja mirar:
éxtasis de la luz en el soplo que quiebra el obturador,
máscara que el flash descorre al maquillaje
su inquebrantable identidad.
JAPONESA
Esta playa la he escogido no para vivir,
sino para soñar que no me encuentro en ella.
Asomo la cabeza a la ventana de mi hotel
lleno de libros chilenos,
-de Lihn, de Kay, de Rojas-
y así no quedar tan huérfano de la tierra
por obra y eco de una lengua casi extinta,
como si sus viajeros no acabaran de navegar
mientras alguien confusamente los lee.
Siguen lejos, muy lejos, de la Isla de los Muertos
que Böcklin les hizo imaginar en sus ataúdes
con la esperanza de llegar a su infierno a la hora.
Lo que pudo ser sólo el olvido
es la aparición de un cuerpo en su lago,
la multiplicación del vacío en el poema
sus reencarnaciones que hojear distraído,
literariamente fraudulentas,
difuntos que hablan, en tono ausente,
mejor que los vivos.
Nada sabe de eso y de mi mirada
la japonesa más bella del siglo
que posa frente al mar de Sitges
con toda la luz del sol a su favor
bajo el foco fotográfico, celosamente de pie
en el que resplandece una y otra vez
la sustitución de su cuerpo
como si aquello le fuese a valer la eternidad:
pensar que su sonrisa no se extenderá
más allá de una orilla lejana del mundo
donde otro espíritu recita este poema
después
ahora
arrancando aullidos de lo invisible,
escarbando en mi fantasma
como si este sitio realmente hubiese
existido.
Y ella también,
si no fuera por mí.
El CIERVO QUE SE FUGÓ DE LA SELVA
Se quema el viejo Santiago
y de las cenizas rezuma un licor más fuerte que el veneno
cuando todo lo oteas desde un balcón
que bien podría ser un precipicio
si las memorias del agua no desaparecen
y te hunden como una roca
que arrastra marineros
pescadores
arenas
despojos
lastimosos derrotados,
golondrinas de plata de pronto acabadas
en el tardío oficio de la lluvia
que se abren a la desaparecida caricia del espacio.
Estoy mirando abajo
muy lejos
una urbe llena de terror,
fuera unos hombres de traje se chocan
en ritmos regulares
semejante a un invierno
que no se recobra nunca, nunca
en los delgados hilos
que simulan los pasos de las marionetas.
Pero ¡escucha! Soy el ciervo que se fugó de la selva
y una imagen me asalta:
no andes el camino con desconocidos,
aparta tus pies de las calles,
quédate en las alturas
y observa la ciudad por entero:
hospital
asfalto
prostíbulos
las hormigas deben registrarse eternamente
ahora que colonizaron la totalidad del espacio.
Tus lugares ya no son las plazas y los cines,
los escarnecedores crujieron sus dientes frente a ti
y alguien prepara azotes en las espaldas
para los necios.
No pidas un hijo ni plantar un árbol,
pide que el color del día sea puesto en duda,
examinarlo a la luz de la inmovilidad
amenazado por el silencio
que restablece el perfecto caos,
pide dejar de cargar por las calles
ese abismo portátil que eres
en cada lunes que te falta el aire.
Tu generación no es la que desapareció
como se arrumban bultos indeseables,
son seis millones de habitantes
a los que los usureros dieron la espalda,
les ofrecieron edificios,
puntos de fuga al infinito como distracción
ante la ausencia de hierba
que era lo único que debía volver a enderezar,
crecer sobre los restos de los cuerpos salvajes
que algunas madres -Príamo sin corona-
no alcanzaron a gemir,
besar las manos terribles de los hijos
sin dejar de escupir un incienso con aroma a sangre.
¡Escucha! Soy el ciervo que se fugó de la selva
y una imagen me asalta:
debe haber otras estrellas además de las del cielo
con olor a sótano,
debe haber otro lugar
donde la hormiga se convierta en zarabanda
ignorando el sol
que alguien preparó mezquinamente para nosotros,
una forma menos resignada
de esperar para siempre.
Yo comencé
por coger la luz del pescuezo,
poner candado al cielo borracho y desvelado,
beber café hasta el cansancio,
orinar en vez de eyacular.
Ya no deseo que algo recomience,
aquí el mundo es un charco que tiembla detrás
del Santa Lucía,
cenagoso nada en micciones
y se ahoga de un espasmo nocturno.
DESAPARECIMOS AÑOS ATRÁS
Siempre que hemos participado
ha sido sólo en apariencia,
mucho antes que ese pensamiento de muerte
velara los cuartos
como un atmósfera de sol en un teatro.
Y toda esa luz incierta decía
amarás lo que se parezca al contacto.
el lugar donde no estás,
la mirada de los otros
como a una vitrina o un acuario,
las liturgias en las que nadie precisa
estar iniciado en las palabras
y sobre todo
los espejos
el momento feliz,
esa desatención de la materia
en que todo se empieza a tratar de ti.
Ahora que tu reflejo
comienza a morder su fantasma
y el de todos los vivos ya desaparecidos,
tu corazón es un rojo coágulo
que odia la nada inmensa
como un ahogado que muere en la orilla
y se pregunta para qué girar en la abismal
espiral de nosotros mismos
si puedes dejar atrás
al hombre traspasado,
la hermosura blanqueada por fuera
llena de osamentas sumergidas en el sol,
comer pan y beber agua,
juntar piedras en las playas sin visitas,
profundizando el tiempo de placer triste y oscuro
hasta que alguien te diga de un soplo
¿de dónde vienes, bebedor, sucio
sin rostro y con las manos quemadas?
Nunca encontrarás rastro de tu imagen
creyendo que el día se levanta contigo.
Mi insomnio lo atestigua.
Por eso llena tu cama de recuerdos venenosos
siguiendo el arte de los perfumistas
y ocupa tus días en tallar tu nombre
con sangre sobre una lápida,
realiza las cosas que la noche deja sin hacer
y simplemente piensa
¿quién removerá la piedra del sepulcro?
PLAZA DE ARMAS
Olvidado de primer orden,
cesante embalsamado
en tu camisa de fuerza,
funcionario que debiste
hace tiempo enrollar
una corbata de hierro
alrededor de tu garganta,
poeta seducido
por el resplandor de lo desaparecido:
has comido sin hambre,
bebido sin sed en las plazas
y en venganza los negociantes
se echarán por tu camino
sin que nadie te salve.
Es la hora negra de los comercios de lujo,
de la circulación de un orden posterior a la sangre,
del jardín del norte aplastando todas tus flores
sin consentimiento
ORINES DEL GRINGO
sueños de la mañana de un forajido
en el asfixiante viento del sur
destapando aromas de abismo y de lechos clínicos,
el prohibido frasco que esparce el sabor
de lo descompuesto
como si el mundo revelase
el perfume de su muerte
en una fuga de la oscuridad ligera
que susurra “sigues siendo acá,
a nuestro pesar, entre los vivos”
Es cierto.
He aquí una sombra,
pero nuca tuviste luz propia
descascarado, pálido, liso
el cadáver y la carne terminal
sustraídos a la curiosidad humana,
el abatimiento de cada hora
que no trasluce desesperación alguna
y como tal nadie se atrevería a demolerte
como a un monumento arquitectónico
en el centro mismo del poder
que ya no precisa la horca
para romper a sus muertos.
Te has conformado con tomar asiento
en una partida de cartas,
con ser saludado apenas con un gesto,
sueñas con ser parte de la historia
y es tan difícil recordar el mundo
¿No estuviste ahí?
En apariencia, quizás.
Entre reminiscencias
de artefactos rotos en el solar de una fábrica,
entre ruidos de sirenas
y pálidos silbidos de un tren extraviado,
polvos en grietas
y olores a vino barato
en el barrio de los marineros.
¿Por qué no dejar esta plaza hundida
a su espectro?
Si los españoles supieron desaparecer
a tiempo,
volar como pájaros del árbol
del que fueron hojas finitas
estremecidas al contacto de la derrota.
Entonces llévate lejos esa especie de abismo,
muerde una manzana con olor acre,
dile a la mujer que nunca tocarás
¡qué bella te ves hoy!
sube a los autobuses y contempla el paisaje muerto,
la multitud de cosas retorcidas,
la humedad que se añade a la forma
en que ruedan las colillas.
La atmósfera se restituirá sin ti
mezquina y portátil
como una bocanada de Dios
si éste nos hubiese dado alguna vez el soplo,
pero sólo hay barro en todas partes,
mugre en el fin del orbe
y ahora un imperio de autómatas
que eternizan la sagrada robótica del Padre
de hacer personas y luego borrarlas,
la íntima mecánica del cielo industrial
huesos de acero dispersos en el aire.
NO
NO
SEÑOR
No queremos más este vacío.
Esta ausencia residual.
Hemos sido los últimos en vernos
a través de tu espejo
y despreciamos tu semejanza.
SEÑALES DE VIDA
De vez en cuando soy tu visita inesperada
en nuestra tierra abandonada por todos
el viejo cantinero reconoce el desolado recuerdo
de dos sombras entrecortadas por el tiempo
y nos sirve los últimos tragos de cerveza
para tediosos borrachos de provincia
que lloran a las 6 a.m.
con los ojos clavados en las playas sin arena.
Nosotros sabemos que el mundo
desaparecerá mucho más pronto que lo que imaginan
los amantes de ciudad.
¿Sabías, Madeleine,
que ellos encienden la luz a medianoche,
se ponen trajes de otra época futura
y se excitan con algunos retorcimientos del cuerpo
entrevistos en la velocidad?
Tú, en cambio, insistes en arrancarle su alrededor
a las lámparas obscenas
para que en la anciana oscuridad
encontremos el camino que extraviamos juntos
en la sumergida espesura
de tu habitación preñada por la lentitud.
“¿Qué esperas para entrar en la cama?”
mientras se oye un disco de Bryan Ferry
afuera tiene lugar un holocausto de sardinas
que vuelan de noche
y se desploman asfixiadas por la sal.
Los años pasan,
te sorprende que yo siga con vida
cada vez más lleno de este ser que me es ajeno,
tan lejos de las olas de aguas verdes,
de tu desnudo imperfectamente femenino
como un retrato de Courbet:
confuso, obsceno, angelical.
“¿Por qué no das señales de vida?”
me preguntas a mí que apenas puedo
dejarme caer muerto sobre tu cuerpo,
hacer el amor a medias
sintiéndome exterior y frío por dentro,
escribir diez poemas al año
en estaciones sin trenes
a la orilla de los rieles oxidados
donde fumo
me arrugo
voy muriendo
a años sombra de mí mismo
en medio de resacas- flujos-latidos
que se parecen a la vida
y su espantosa discontinuidad,
idéntica al amor que te profeso
como mi último sacramento
antes de que vuelva a desaparecer
y vivas otro año recordando
el momento en que amanezco
junto a las gaviotas
Yo soy el reflujo donde comienza a envenenarse el océano.
No te dejo flores ni un poema, Madeleine,
te dejo llena de un aire totalmente nuevo
mi destino es- donde vaya- dejar de estar.
[Poemas seleccionados por el autor de Zubieta (2019) y Hotel Sitges (2018) ]
Rodrigo Arriagada-Zubieta (Viña del Mar, Chile, 1982) es un poeta, crítico literario y académico chileno. Ha cursado estudios de letras en las universidades Adolfo Ibáñez (CL), Del Desarrollo (CL), De Barcelona (ESP) y Complutense (ESP). Su actividad artística se centra en temáticas propias de la modernidad estética: la ciudad, el extrañamiento y la crisis de la experiencia. Es miembro del Comité Editorial de la revista y editorial Buenos Aires Poetry (ARG) donde ejerce crítica literaria. Como poeta ha publicado Extrañeza (Buenos Aires Poetry, ARG, 2017)), Hotel Sitges (Buenos Aires Poetry, ARG, 2018), Zubieta (Buenos Aires Poetry, ARG, 2019) y Una temporada en la cabeza (Santiago Inédito, CL, 2020). Sus poemas han sido traducidos al italiano y al inglés, y publicados en medios de Chile, Argentina, Venezuela, Colombia, Perú, México, Estados Unidos, Italia y España.