Pedro Marqués de Armas: La vida trunca del Coronel Felino
Chapelgorris
(Fragmento de la novela La vida trunca del Coronel Felino)
Mientras repasaba una y otra vez las anotaciones y añadidos con que Modesto había sepultado mi incompleta versión, me vinieron a la mente mis inolvidables tías, y casi como si las desenterrara, el rumor de lo que cierto día dijeran al pie de la cama, Fina ya desperezándose y Emma siempre horizontal y como un eco. Un rumor lejano que llevaba a un más lejano, lejanísimo escenario, a través de unas voces ahora recordadas, o más bien de unos recuerdos revisitados, cuando se pusieron a hablar de la guerra en el pasadizo que comunicaba las casas de Colón, y Fina dijo, Felino, y acto seguido, Clotilde, mascullando sus nombres, y añadiendo: tan joven uno como el otro, su querido amigo de Macagua. Clotilde, dijeron a dúo, fue su jefe, para discrepar en cuanto a sus superiores, pues si para Fina habían combatido bajo las órdenes de Lacret, para Emma, y eso motivó disputa, bajo el mando de Periquito Pérez. Ahora podía corregir a Emma, pues Piloto aclaró que se trataba, no de Periquito, sino Panchito, y darle razón a Fina. Pero fuera de ese desacuerdo acertaron en que Felino condujo a Maceo a lo largo de la sabana matancera y combatió junto a Gómez “hombro con hombro”. Había trascendido a la familia, aun en plena guerra, la estimación de Maceo hacia Felino, como también el trato más áspero de Gómez, pero de momento no lo podía corroborar. Incluí esa última aseveración en una lista de dudas que prepararé para enviarle a Piloto y me detuve en ese pomposo pasaje que el estenógrafo Álvarez califica de “fausto suceso” y que mi colega no se dignó a corregir, sino que dejó intacto, aunque añadiéndole: “huelgan comentarios”. Me detuve, digo, en esas líneas del estenógrafo Álvarez cuando tras hablar de recelo y traición se embelesa en un así descrito “cariñoso y sentido abrazo de dos corazones”, agregando a seguidas las palabras que pronunció el capitán español, y entonces me vino a la mente aquella tarde habanera en que leí a mi padre, sentado el uno frente al otro, y después de hacerme con esa única semblanza biográfica de Felino en la Biblioteca Nacional, ese mismo pomposo pasaje que, tanto a él como a mí, que lo analizábamos todo con lupa, nos confundió. Mi padre, si bien reconoció el carácter contradictorio de esa pueril y, desde luego, amañada escena, creyó en ese momento, como yo, que la demasiado estrecha amistad con el capitán español de San José, según la descripción del estenógrafo Álvarez, podía perfectamente remitir a cierto pasado chapelgorrista de Felino. Podía tratarse no solamente, dijo mi padre esgrimiendo su lupa imaginaria, de un padrino Chapelgorris sino de un Felino él mismo Chapelgorris, al menos en su adolescencia. Eso recordé que dijo mi padre entonces, sentado uno frente al otro con Grandes Hombres de Cuba abierto sobre la mesa, antes de obsesionarse con ese otro dilema, no de un Felino probable chapelgorrista, sino de un abuelo suyo Chapelgorris y, por tanto, criminal, obsesión que se apoderó de él de modo tenaz ya antes de mi partida de Cuba y que terminaría de dominarlo por completo.
Pero ahora, tras leer la relación de Piloto, releer el pasaje del estenógrafo Álvarez, y recordar aquella intuitiva duda de mi padre, caí una vez más en la cuenta de que tuvo razón y no había sino esgrimido magistralmente su lupa imaginaria, toda vez que el campesino devenido comunista Sánchez no por gusto afirmó, ante el etnógrafo Dumpierre, quien en este caso no parece retocar nada, que Felino no solo había sido un joven empleado del tal comercio sino que él mismo fue chapelgorrista, tal y como se desprende no solo de la frase “un empleado del comercio que pertenecía a los Chapelgorris”, sino de lo que añade Sánchez a continuación: “De estos, algunos se integraban a las tropas mambisas porque pensaban como cubanos”. Muchas vueltas di desde entonces alrededor de esa aseveración, y muchas más podría dar a partir de ahora, y en efecto, empezaba a hacerlo, al recordar esa más que plausible sospecha que tuvo mi padre, por lo que decidí apuntar semejante aseveración y lo que podía quedar de duda acerca de la misma, en la lista que debía enviar cuanto antes al colega Modesto Piloto. No andaba en definitiva muy lejos el que a mi padre lo asaltara esa sospecha, tras leerle yo aquel pasaje, de esa tentativa intelección mía acerca de la formación del carácter de Felino durante los años en que trabajó en El Entronque, bajo la tutela de Don Modesto Flores. Pero aun así era necesario que consultase a Piloto, no solo en cuanto a ese particular sino también en cuanto al hecho de que mi padre dudase y se sintiese acosado desde entonces, y ya hasta su muerte, por un pasado chapelgorrista y, por tanto, criminal.
A mi padre le había dado por emplear de un modo cada vez más iterativo, en sus últimos años, la frase “flor de la criminalidad”. Siguiendo ese método suyo, intuitivamente intrahistórico, aunque a mi juicio en extremo deductivo, había llegado, mi crédulo padre, a sospechar primero y convencerse después, sin que pudiera sugerirlo ningún recuerdo o demostrarlo documento alguno, que su abuelo asturiano José Marqués (¿y Mariño?), habría en fin cooperado fehacientemente con el crimen, y encarnado, en consecuencia, esa flor de la criminalidad. Según mis indagaciones, efectuadas ya al término de su vida, Marqués había arribado a Cuba una primera vez en el invierno de 1861 procedente de Infiesto y desde el puerto de Gijón, con número de pasajero A05-071, aunque sin mujer ni hijos, en un barco atestado de paisanos procedentes casi todos de Infiesto, y de apellidos, casi todos, Mariño. Y aunque aquella información no coincidía con la versión de Fina, única nieta que lo recordaba ya en su vejez, y quien aseguraba que arribó casado con Delfina Martínez Marino (o Mariño, según dijo, revelando que los primos solían variar ligeramente sus apellidos) y con dos hijos a cuestas, era muy probable que se tratara del mismo hombre. Después de pasar algunos años sabe dios dónde y de hacer, sin dudas, algún dinero, le aseguraba ahora yo a mi padre en una extensa carta, habría hecho un segundo viaje en fecha aún por determinar. Habría recalado entonces, le decía desde Coímbra a mi padre en el verano de 2006, entre Motembo y Guamutas, donde reclamaría junto a un tal Matías Marqués, presunto sobrino, y tal como pude indagar, una concesión para explotar de inmediato las minas de petróleo de Motembo, absolutamente inexplotadas y, prácticamente desconocidas, en 1885. No tuve otra que considerar como plausible esa enconada sospecha suya, si bien albergando tantísimas vacilaciones, y hasta recordé la expresión pesarosa de su rostro cuando expresó semejante posibilidad, explicándome quiénes habían sido esos terribles Chapelgorris de Guamutas, célebres por sus crímenes durante la guerra del 68 y cuyo eco se mantendría vivo en la memoria de los suyos, dando mi padre por supuesto, a partir de ese instante en que el rostro le mudó, que el mero hecho de ser español y escribiente, o tenedor de libros, como dijo también que era, implicaba una elevada dosis probabilística de que su abuelo, cuyo retrato heredado de mis inolvidables tías y realizado en 1903 en el conocido estudio Díaz y Pierra de Guanabacoa asimismo conservo, unas facciones cuyo innegable parecido con las de Fina me ha sorprendido más de una vez, a salvo tras unos espesísimos bigotes y una mirada apacible, habría en fin cooperado, fehacientemente, con el crimen. Así que para quitarme ese peso de encima, pues corría el riesgo que se volviese mi propia obsesión, la obsesión de un bisabuelo voluntario y presuntamente criminal de semblante demasiado seguro sobre el fondo a toda luz criminal de la historia de Cuba, añadí semejante dilema a la lista que debía enviar a Modesto: ¿Pudieras localizarme algún José Marqués (¿y Mariño?) efectivamente chapelgorrista?
Una semana más tarde recordé con mayor propiedad, y acaso mientras observaba una vez más aquel rostro apacible, sino ya apaciguado, el día en que esa idea se alojó en la mente de mi padre, así, como un zumbido. Mi madre lo había obligado a devolver la carne, se apareció de lo más orondo con su cuota envuelta en papel cartucho y ella la inspeccionó desde su sillón de enferma, le echó un vistazo a esa cuota de carne verdinegra que calificó de humillante y le hizo volver a la carnicería. Me lo imagino enfrentando al ladrón de marras, alzando el dedito, y señalando a la carne sin despegar los labios, parapetado en esa dignidad suya de ascendencia calvinista. Al regresar de la carnicería mi padre ya no era el mismo. No volvería a serlo, aunque en principio no lo advertimos. Dejó en la cocina aquel producto mejorado que mi madre seguía calificando de carne de tercera, y ya no salió toda la tarde de su cuarto ni se sentó a comer luego cuando le sirvieron carne estofada con papas. Fue entonces, casi seguro, que se alojó en su cabeza con tenacidad esa idea que yo pretendí rebatir siempre con argumentos lógicos, como que su abuelo era asturiano y no vasco, y los Chapelgorris eran vascos y vestían a la usanza vasca, a lo que respondió otra vez con una de esas demostraciones que obedecían más a la memoria y la intuición que al estudio. Según mi padre, chapelgorrista era cualquiera, y cómo no iban a existir asturianos chapelgorristas, y toda laya de voluntarios, si aquel territorio estaba cundido de asturianos, si había más asturianos al norte y centro de Matanzas, más que en ninguna parte, más que en cualquier parte de Cuba, casi tantos o más que cubanos, mientras los vascos eran minoría. Quién me dice a mí, dijo mi padre, que puede existir algo así como una cuadratura chapelgorrista, cuando lo que realmente existe (y lo dijo en presente) es un sentimiento español enfrentado a un sentimiento cubano, y cómo no iba a juzgar por mero hecho lo que fue siempre rumor de esos lares, aunque no pudiese aportar pruebas y lo carcomiese por dentro la duda, atenazante, dijo, de un abuelo suyo al servicio de esos criminales. Fue entonces que soltó esa frase: “la flor de la criminalidad”, y comenzó a describirla como una flor conocida, propicia, dijo, una flor híbrida que se da a montones, una flor sin época… para acto seguido continuar con su idea de las vacas y de un poder basado en la rotación de los suelos y en la multiplicación genética de las vacas.
Fragmento de la novela La vida trunca del Coronel Felino, Aduana Vieja, 2016.
Pedro Marqués de Armas (La Habana en 1965). Ha publicado, entre otros, los cuadernos de poesía Cabezas (Ediciones Unión, 2002), Cabeças e outros poemas (Hedra, São Paulo, 2008) y Óbitos (Bokeh, 2015). Es autor de los ensayos Fascículos sobre Lezama (1994), Ciencia y poder en Cuba. Racismo, homofobia, nación (2014), y Prosa de la nación. Ensayos de literatura cubana (2017); y de la novela La vida trunca del Coronel Felino (Aduana Vieja, 2016). Fue miembro del proyecto de escritura alternativa Diáspora(s). Reside en Barcelona desde 2007, donde codirige la publicación electrónica de literatura Potemkin ediciones.