Cristián Gómez Olivares: esta llovizna que no cae encima
MUSÉE DES BEAUX ARTS
(otra versión libre)
Por qué no se le puede dedicar un poema al cansancio.
Cuando alguien se muere siempre es el hijo de alguien.
Todo lo que no sea autobiografía es plagio. Y aunque no
hemos asesinado a nadie en la iglesia, aun así se nos acusa
de ampararnos en la belleza del verano para recorrer con
desvergüenza el litoral central, confundiéndolo con las
playas de una normandía que hasta entonces sólo
nos sonaba como un desembarco. Así y todo,
los concesionarios abren desde mediados de
diciembre hasta que el sol nos acompañe:
las bondades del modelo han pasado desapercibidas
para los que insisten en encontrar el santo grial
ya sea en los restaurantes de cartagena, ya
sea entre los que hablan un francés con el
acento indescriptible de la Alianza: el exilio,
a fin de cuentas, era este cansancio después
de sacar la nieve de la puerta de tu casa,
los ojos irritados por leer los diarios en la
gastada pantalla de tu computador, donde
se comenta la muerte de un niño que siempre
fue el hijo de alguien, las alas quemadas por
haber volado tan alto son la copia que
ennoblece el original: la piel de esos bañistas
que tirados encima de la arena y de la playa
atestiguan con desdén al sol y su autoría.
La insoportable avaricia estival de los insectos
ha contagiado a mi mujer. Suele pasearse por la pieza
exhibiendo con desdén un portaligas, relamiéndose
en la erección de sus pezones. Apenas si puedo estudiar.
Las niñas juegan arriba, en el comedor, donde la abuela
las reprende porque no la dejan escuchar su teleserie.
Los pájaros siguen con su habitual estruendo dentro de
la jaula y el calor le sirve de excusa a Damaris para quitarse
además las medias como última prenda. Cierro un libro
que habla sobre la peste negra que asolara Europa durante
el medioevo, en el cual se detallan algunos de los tratamientos
a que eran sometidos los pacientes, en cuanto se les detectaba la
enfermedad: aislamiento, amputaciones, sangramientos que
solían llevarlos a la muerte de manera mucho más rápida e
involuntaria. Aquellos que lograban sobrevivir durante más
de una semana, solían ser abandonados a su propia suerte en
medio del campo, con la absoluta prohibición de acercarse a las
ciudades. Se les veía vagar como encarnaciones de la muerte,
pidiendo cualquier cosa para comer, los ojos salidos de sus córneas
producto de la fiebre y la desnutrición, acosados asimismo por el
verano, insaciable como la avaricia de los insectos
que pululan entre las llagas de sus heridas.
LEÑO
No quiero de vuelta esos días de verano
cuando la temperatura llama la atención
sobre sí misma. Denme estas nubes
que no tapan el cielo pero tampoco lo olvidan,
denme esta llovizna que no cae encima
de nosotros, el calor que ni siquiera nos dejaba
respirar era un preámbulo para que a la hora
del almuerzo nos preguntáramos por el futuro
y ahora que la piscina se encuentra llena
tal vez podamos limpiar aquellos utensilios
que domésticos esperan todavía a su señor.
No quiero de vuelta esas caminatas que sólo podíamos
terminar arrojándonos a la línea del tren, una idea acariciada
incluso por muchachas de provincias. Denme unas cuantas
palabras que me permitan perder el equilibrio sin caer a tierra,
eso sería suficiente para que el agua acumulada en la piscina
se mantenga con tranquilidad en su interior. Denme cualquiera
de estos días para devolverles los que me han dado.
Que el sol ilumine a los que lo quieran. A los que
danzan desnudos a su alrededor como si el árbol
que tienen por delante pudiera reemplazarlo.
La noche es para ellos un tronco chamuscándose.
Una máquina del tiempo inventada por un sacerdote
que ha perdido la fe sin atreverse a confesarlo.
Un reloj encima de la chimenea.
Pero absolutamente fuera de control.
DIVE BAR
Los rifles de caza del medio oeste
descansan en el piso de una camioneta.
Los cazadores vienen a bailar
después de haberle disparado a los tornados
que amenazaban sus cosechas. Es difícil de creer
pero es así: salieron a meterle bala al viento porque
eran incapaces de quedarse con los brazos cruzados,
sus peores pesadillas encarnadas en ese remolino
llevándose en un par de guerras mundiales lo que había
costado unos segundos: son las cuatro de la mañana
pero los sindicatos ya no existen, mi hija crece a paso
acelerado y el sistema de seguridad social habrá
de extinguirse porque no supimos salir a defenderlo, los cazadores
contemplan la realidad a través de una mira telescópica
mientras el complejo militar-industrial decide sobre
el número de hijos que pueden tener las mujeres:
las ojivas nucleares están ocultas en los silos,
el número de médicos dirigiendo compañías
podría ser un tema de conversación si estuvieras
sentado en la misma mesa con tus suegros;
los escapularios, por suerte, ya pasaron
de moda, la devoción es un tema tabú
cuando se tiene en la mano una cerveza
y la pista de baile es un resumen
de un tema que preferiríamos olvidar.
Las minifaldas abundan en diciembre.
Este es uno de los casos en que hemos
elevado una plegaria sin prometer nada
a cambio: el barman acaba de avisar
que es hora de pedir la última ronda.
Es hora de pagar la cuenta.
Pero no de arrepentirnos.
GUY MONTAG
Leo los libros que no ha terminado mi hija.
Farenheit 451, El segundo sexo, La otra historia
de los Estados Unidos. Busco hasta qué página
llegó, me detengo en las frases subrayadas.
Me pregunto a cada instante por qué no los habrá
terminado. Y de ahí me largo: qué va a hacer cuando
salga del colegio, de qué va a vivir, con quién va
a vivir, voy a ser abuelo algún día, tendré
que pagarle el arriendo de una casa
cuando sea ya una mujer adulta (como
lo han hecho, más de alguna vez
mis padres conmigo. Doy vuelta la página
y veo que Ray Bradbury dice que hay un tiempo
de echar abajo y un tiempo de construir.
Un tiempo de guardar silencio. Un tiempo de hablar.
Vuelvo a colocar los libros en su repisa. Salió
con su madre a comprarse ropa para una fiesta.
Hace poco mis padres nos visitaron después
de catorce horas de vuelo. Mi viejo me regaló
una chaqueta y un pantalón porque –según dijo–
lo primero en que se fijan los alumnos, etc.
Este es un tiempo de guardar silencio.
De sacudir el polvo del lomo de esos libros.
Echar abajo es lo mismo que construir.
Una novela de ciencia ficción.
Convertida en un libro de historia.
Cristián Gómez O. (Stgo. de Chile, 1971): es autor, entre otros títulos, de Inessa Armand (2003), Alfabeto para nadie (2007) y La nieve es nuestra (2012, 2016). Recientemente publicó su libro de ensayos La poesía al poder. De Casa de Las Américas a McNally Jackson (Cuarto Propio, 2019). En coautoría con Mónica de La Torre, editó la antología Malditos latinos, malditos sudacas. Poesía hispanoamericana made in USA, publicada en el 2009 por El Billar de Lucrecia. Ha traducido, de Donna Stonecipher, Model City/Ciudad modelo (Liliputienses, 2018) y Cosmopolitan/Cosmopolita (Liliputienses, 2014). De Mónica de La Torre, compiló y tradujo la antología Feliz Año Nuevo (Luces de Gálibo, 2017). Fue miembro del IWP (International Writing Program) de la Universidad de Iowa, y Writer in Residence at The Banff Center for the Arts. Actualmente es profesor de literatura en Case Western Reserve University.