Magali Alabau: las palabras en aquellas postales amarillas
Dos mujeres
Una está muy débil,
la otra la arrastra como puede.
Una está vestida con una túnica,
a la otra le han tirado
un pedazo de colcha para el frío.
Tropiezan con espinas y con ramas.
Las dos están descalzas.
Se sientan en los troncos de algún árbol
desplazando las estrellas
para auscultar el cielo.
Mientras una camina lentamente
con el peso de la otra en sus espaldas,
la otra le recuerda la cara del Buda que pintaba,
las palabras en aquellas postales ya amarillas,
los tiernos animales que atendieron las dos,
la jaula de los pájaros,
las canciones cantadas a la luz que escapaba.
Las dos saben
que una tendrá que ser abandonada
en la intemperie más tarde o más temprano.
Pero todavía no, no todavía.
Cruzan el monte estéril del invierno
y descubren los huesos
entre tantos entierros de las piedras.
Una está muy débil.
Dos asnos, dos mulas,
dos entidades cada vez más cerca.
Las calladas siluetas han puesto anuncios
en los postes de la ciudad fantasma.
Han pintado de rojo las esquinas
con flechas que indican
por este lado no, el otro.
Los animales del establo, abandonados,
miran con la condescendencia de la resignación.
Las mulas siguen sin hacer mucho caso.
No hay angustia
sólo la condición de espera inalterable y firme
que nunca fue elegida.
No obstante, hay que comer,
hay que tomar agua
y aire para el peregrinaje.
Allá lejos se ve el humo de ofrendas
para apaciguar desconocidos dioses.
Sin piedad las aves han dejado las nubes
robándoles el miedo.
Todo tan fácil era,
todo lo que fue posible
se torna delicado y frágil.
Mordazas
Tus pisadas han quedado ahí plasmadas
en la cal para el ojo invisible,
para el corazón abierto.
Donde caminaste,
también entran y salen
las hormigas y los escarabajos.
En 1943, en Montdevergues
fue enterrada Camille Claudel
en una fosa para indigentes.
El cuerpo envuelto en una sábana blanca
fue lanzado en un hueco.
Solo los enterradores fueron testigos.
No sé por qué
a 75 años de tu muerte,
necesito leer tus cartas,
contemplar fotos de tus esculturas,
leer libros que recrean tu historia.
Aparece su rostro demacrado
entre fantasmas,
en un hospital para dementes.
No hace preguntas.
No hay respuestas.
Y si las hay no son las que espera.
La consideran perdida
en el espacio, el globo,
en la foresta,
buscando algún castillo
que no existe.
¿Cuántas texturas
de la piedra guarda tu cabeza?
Mi imaginación esculpe.
¿Perecerá mi memoria
en los anaqueles del tiempo?
Cojeo y no me cambio de ropa
hace 10 días.
¿Y quién puede obligarme?
¿Las monjas?
Sí, estoy enferma, no me puedo bañar.
Todo escasea, hasta el jabón
Qué importa estar limpia o sucia.
Los tanques de guerra avanzan.
Sueño con ir a la playa
donde el puente de madera y musgo
es el límite. si supiera nadar,
nadar mientras llueve.
Pudiera huir.
¿A qué una se reduce
cuándo piensa?
La ansiedad me consume.
Me tienen que sostener,
me caigo.
Y ahí donde cae solloza
repitiendo quiero irme.
¿Por qué no puedo irme?
¿Por qué no me dejan ir?
Se entrega a la vigilia.
Se pierde entre las habitaciones
y los baños.
No hay mar.
La locura es la muerte en cámara lenta.
Lentísima y sin que pueda cobrar
cierta indemnización que la vida le debe.
Aparece con traje de derrota.
Vea, ya no funciona.
¿Qué es funcionar?
¿Dar los buenos días
y las buenas noches?
¿Sonreír, hablar?
Siente pánico al sarcasmo de las monjas,
a la crítica lastimera.
No quiere presenciar
la desproporción humana,
la falta de dientes,
los gestos disparatados,
los gritos que no cesan.
Miedo al vacío
que navega en una balsa
por los pasillos.
Me ahogo.
Su interior confuso
ha roto el contrato con el mundo.
Dentro de ella
está formándose la muerte.
Tiene miedo a levantarse.
Pasa el rato esperando noticias.
Una carta de Paul
que hace años no llega.
No hay café,
hierve dos papas
que luego regala
a los que no comen.
Siente calor y frío, frío y fiebre.
Adentrarse en la locura de otros
es adentrarse en un calabozo.
Qué difícil es salir.
En mi mente no hay labores diarias,
no hay limpiezas, ni arte.
Se me caen los vasos de las manos.
No encuentro los zapatos.
Nadie se da cuenta que mi cabeza
es un racimo de uvas rotas
derramando recuerdos.
No puedo ya con ellos.
Me hundo en el sofá.
Somos ruinas,
edificios cayendo.
Podría pintarlos,
repellarlos con un poco de yeso,
sobreponerlos para que sigan
ofreciendo un servicio.
Que cesen las reparaciones.
Cuántos cuentos dentro,
cuánta desesperación.
En las ruinas todavía quedan retazos.
No quieren atenderme
no valgo nada.
Soy un desmedro.
Cuesta mantener esta jaula.
Pero yo me siento a tus pies, Paul.
Camille ha perdido los dientes
dándose golpes en el muro.
Dice que los dientes le han crecido
en la corteza frontal.
La locura la ha quemado
y anda con la piel carcomida
con un dolor intenso.
Del día no me acuerdo.
¿Qué es el día?
Por la noche no duermo.
Vaga por las calles de París
buscando al Mago
pero no sabe hablar el lenguaje
de los magos.
Puedo decir con certeza
que no hay un rayo de luz
que me ilumine.
En el asilo no hay madera ni carbón.
Los cuartos están fríos
y todos los pacientes
en las camas
entre colchas malolientes.
La comida, papas hervidas sin aceite.
El frío penetra
por las hendijas del castillo.
Son tantos los agujeros.
Hay escasez de agua.
Paul Claudel, diplomático
y poeta católico,
a la sombra de su madre,
envió estrictas instrucciones al asilo
donde ingresó a Camille de por vida.
Si los directores de Montdevergues
no acatan las órdenes
el poderoso Paul hará que despidan
a los detractores.
Su mandato es preciso:
Camille no puede esculpir nunca más.
No puede mantener correspondencia
Solamente con miembros de la familia,
su madre y yo.
Las visitas no serán permitidas.
Solo Paul la visitará.
Su madre se niega
a presenciar el espectáculo.
El amor escapa
El amor escapa,
las palabras se vuelven callejeras
y cansadas,
se distribuyen en otros hallazgos,
en el día ocupado,
en trincheras diarias.
Sientes cómo huye aburrido,
te deja abandonada.
No atiendas la intención
ni la bocanada de aire que se va
con él hacia otro lado.
Flotar, imaginar el lado de algún río,
el principio de la noche,
no tener que volver
a ningún sitio.
Yacer ensimismada en ese espacio
donde la luna abierta
dejará sus pedazos en el agua.
No pensar nada
solo en ese sitio puro
de luz aguardándote.
Es hora de irse,
de apagar las luces,
pensar, aunque no quieras,
en lo que has de usar,
en lo que tendrás que llevar
aunque no quieras,
en las fotografías que puedan juntar
la historia de tu vida.
Antes de irte
escoge un libro o quémalos todos,
no querrán el maltrato
de otro dueño
ni ser rehenes de estaciones,
del frío invernal, de la humedad
del abandono.
Mira la estancia
por primera vez vacía,
te velarán como a los muertos
y en algún instante
el aire entrará por la ventana que inventaste
donde viste trenes y trenes,
donde fuiste un pasajero
caminando con lentitud
las calles de algún pueblo.
Dejaste la puerta entreabierta
y el radio puesto,
aún engañabas a los que dejabas,
a lo que quedaba,
lo que ya no dispones.
Entre la puerta y la salida a la calle
está esa escalera estrecha y sucia
en que alguna vez sentada
esperabas por las llaves,
por un vecino que dijera la palabra adecuada.
Ahora tus pasos son firmes.
Todo es fácil porque nadie espera.
Ya ni siquiera el perro pequeño y negro
que te acompañaba.
Un amigo como dicen siempre
se lo llevó al campo.
Nadie te espera,
pero como has decidido
no montar el tren equivocado,
has inventado personajes que te recibirán
en ese improvisado lugar.
Has evitado despedidas,
ese círculo de piel y sangre
que es tuyo y de los otros.
Les has dado un beso escurridizo
como esos que se dan cuando corres
y no quieres ver el horror en los rostros.
Pero están en la sala, en la gran comitiva
de tus alianzas, mirándote, están serios
como en las funerarias.
Nada miro, nada puedo, esas miradas
son golpes en el vientre,
cierro las mandíbulas, algunos adioses
me sorprenden.
No a las lágrimas,
brotan de tantos ojos.
Corro a las calles,
que el viento me atragante,
áspero viento que rompe las páginas
que rompa el recuerdo de esos rostros.
Parto en un tren que va despacio
desbaratando postales,
las viñetas,
cada paso en el pueblo.
Las puertas se cerraron,
el olor a esa tranquilidad del día,
ese tiempo sin fin, eternidad de infancia
cerró aldabas, el féretro, la caja de pino.
Y en qué transporte
indagas los rostros que quieres encontrar,
que aún no existen,
pero que inventarás
porque necesitas un suelo,
una llave que abra el corazón,
que haga olvidar esos recuerdos.
Eres el cero, la nada, un hotel
deshabitado con luces de neón.
¿Cómo te llamas?
Lo único que tienes es este rostro.
Este hotel te ampara,
esta cama manchada de tantas suciedades
es la nube que te duerme, que da paz.
No hay pasado ni futuro,
el presente mudo
donde el alma duele
me ha dolido siempre.
¿A cuál hospital puedo ir a que me operen,
a que me saquen el corazón?
Yo quiero otro,
otro perfumado
que pueda trasnochar
ante las luces del hotel de Dios.
Este hotel de gratis
que debo olvidar en cuanto pueda,
que no debo recordar ni las horas,
ni los movimientos extraños del pasillo
donde creí que moría,
que no estoy viva, con los nervios veraces,
con los ojos tan abiertos recibiendo
lo que siempre he buscado,
esta verdad que no puede contarse,
que nadie contaría,
este hielo tan frágil
entre la muerte y la muerte,
este tramo que hay que sobrepasar
porque de no hacerlo
te encontrarás mañana como el hielo
en esta cama sin identidad.
Y sí, buscar un árbol,
volver a la raíz,
a la simiente,
unirte a todos lo que como tú
se preguntan,
disipar con ellos las astucias,
con ellos ser total
porque en sus desolaciones
está la vida, alguna fuerza
unida a la esperanza.
No te necesita,
se esfuma,
crece sin ti,
desaparece.
Se hunde en el hueco,
en la cueva,
la caricia que
nunca pudiste tocar
se escapa entre los dedos.
(Poemas de Ir y venir, Bokeh (Leiden, Holanda)
MAGALI ALABAU, nació en Cuba y reside en Nueva York desde 1968. Hasta mediados de los años 80’s desarrolló una amplia carrera teatral como actriz. Tras retirarse del teatro, comenzó a escribir poesía. Ha publicado entre 1986 y 2016 nueve poemarios. En 2017, la Editorial Bokeh (Leiden, Holanda) publicó Ir y venir (Poesía reunida 1986-2016).