Ronaldo Menéndez: Causalidad
A mis Sergios: Cevedo y Dextre
Ya llevo días, muchos días, extrañando El Material. Aunque en honor a la verdad de mi amigo Evaristo no he movido un solo dedo, un solo pie, ni siquiera la punta de mi lengua nerviosa (Gélida Jo una vez me confesó que le gustaba besarme a causa de la dinámica de mi lengua), para obtenerlo. Sí se han movido, en descabellada sinapsis, miles de mis neuronas relampagueantes a causa de la ausencia de El Material, de su recóndito capricho de no estar, de postergarse.
Es gris-pavimento el cielo de la ciudad en esta época del año que suele durar doce meses, al cabo de los cuales el cielo se vuelve, de repente y sin preaviso, tan gris como antes.
Paso las tardes iguales con Evaristo y con Gélida Jo caminando por Barranco, fingiendo no notar la nuca recta y blanquísima de Gélida, la tibieza de las manos de Gélida cuando me oprime el antebrazo por casualidad, sus dedos largos. Doblamos cada esquina como si esperáramos encontrar algo del otro lado, hasta que la sed nos justifica y entramos en La Tasca a tomar unas cervezas.
En La Tasca siempre observamos, a través del ámbar espumoso, el rostro doblado de Dante. Él siempre lee un libro. Una vez me incliné, así, sorbiendo de la jarra, y vi que leía el Anabasis. Ahora observamos, cuando hacemos un brindis desmotivado, que lee Las noches áticas. Le digo a Evaristo: es ese tipo de libros que cuando uno se lo menciona a alguien tiene que nombrar también a su autor. Van juntos, así: Las noches áticas, de Aulo Gélio. Casi se llama como yo, dice Gélida Jo. Casi se llama como tú, corroboramos.
Las noches en el ático, de Gélida Jo, dice Gélida Jo.
Brindamos otra vez, nos hace bien.
Me acerco a Dante. Sé que se llama Dante porque enseña allí mismo, en mi universidad. Cursos de qué sé yo. Teoría del conocimiento y otras cosas, me dice porque se lo pregunto. Siempre lo he visto apurado por los pasillos de la universidad, en el club de cátedra, en la cafetería. Apurado. Dante.
Yo enseño otros cursos.
Lo animo a ir a nuestra mesa. Se anima y viene.
Por Dante, un brindis por Dante, con quien nunca hemos hablado, pero igual lo queremos. Te queremos, Dante. Te queremos porque lees el Anabasis y a Aulo Gelio y a Virgilio casi por fatalismo onomástico. Estamos toda la noche bebiendo. Corrijo, empezamos la noche bebiendo y luego seguimos la noche emborrachándonos. Nos sienta bien tener a Dante delante. Siempre habla de los griegos, del ouzo, de la higuera donde se ahorcó un amigo de Kazantzakis.
Yo hace días no lo hago, pero esta noche digo algunas cosas sobre El Material. Hablamos un poco acerca de esto. Gélida Jo dice que El Material siempre está en nosotros aunque no lo sepamos. Como siempre, Evaristo aprovecha el comentario de Gélida Jo para ponerse a hablar sobre los colores de la muerte. Dice que para ciertas culturas la muerte es blanca. Para los indios Chipivos, según ese Dante a cuya boca parece haberle crecido de apéndice una jarra de cerveza, la muerte tiene el color del humo del tabaco.
Debo viajar, tomar un avión, pasado mañana. En la tarde.
Nos cansamos.
Nos ponemos de pie porque nos aburre estar sentados en el mismo sitio toda la noche. Le pregunto a Dante: ¿quieres moverte, compadre? Dante fluye como un río. Todos fluimos así dejándonos llevar por nuestra corriente.
Tengo una hija de cabellos rubios y finísimos que, a través del sol en esas playas a una hora de la ciudad, se transforman en la urdimbre de un oro de vientos. Ella sonreía siempre todo el día, y ahora también sonríe, pero lejos, porque su madre se la llevó hace cuatro serpenteantes meses. Pero yo las abandoné antes. Meses serpenteantes, eso. Pienso. Camino. Nos sienta bien movernos. Serpenteantes meses, vida serpenteante. Anillos. Veneno. Escamas. Reptar. Lengua. Bífida.
No le hablo a mi hija rubia. Por teléfono a veces no consigo hablarle.
Me retraso con Dante. Nuestro fluido, nunca nos bañamos dos veces en la misma calle. Tenemos más cervezas para el trayecto. Fumamos hierba. Hecho de menos El Material. Hecho de menos a mi hija alejada.
Con Dante hablo y hablo. Él me cuenta cosas. Sus cursos. Lo mucho que conoce de Barranco. Cada esquina. Allí vivía un coleccionista de cabezas reducidas de esas que fabricaban los indios Jíbaros. Mi cabeza es grande con tanta cerveza. Seguimos doblando bocacacalles. ¿O estaban dobladas cuando llegamos?
Dante me cuenta que él también tiene una hija de cabellos rubios. Y que él se enamoró de una alumna. Y que cuando la alumna empezó a vivir con él, y siguió viviendo con él en calladas tardes de esperar por la garúa incesante, la madre de su hija empezó a hacerle daño. ¿Cómo se hace daño, Dante? ¿Cómo se te hace así de daño? Él me explica, callado para que Evaristo y Gélida Jo no escuchen, que el daño se lo han hecho largo. Pienso en El Material. Quiero pedirle a todos que nos pongamos a buscar El Material. No escucho a Dante.
Luego escucho a Dante. Lo escucho demasiado. Entonces ocurre, nos ocurre, una de esas escenas. Él me cuenta que esa mujer, que ahora es aquella mujer, le ha hecho mucho daño. Un daño alargado, incesante. Compadre, me arruinó económicamente, moralmente, psicológicamente. Dante lo dice callado. Yo lo escucho. Sereno, con calma lo dice, como sin dolor, con una calma de hombre que bucea. Dice que ya él está cansado. Estamos borrachos. Que quiere descansar de su cuerpo. Su cuerpo flaco, un cuerpo hacia arriba. Quiere descansar de tanta cosa, a veces le dolía mucho por la noche, estamos borrachos, por eso me dice que a veces le dolía tanto por las noches y luego se despertaba con ganas de clavarse un cuchillo en la barriga.
Seguimos, y aunque insisto en el tema, ya juntos los cuatro, aún no logramos encontrar El Material.
Bebemos toda la noche sin una de esas escenas, hasta que vamos quedando amanecidos. La luz, brother, la luz y no otra cosa. Vamos quedando solos cada uno. Se va Evaristo. Bebe un emoliente y dice que está lavado y engrasado. Se despide y se va. La ciudad cuando uno amanece en ella es abstracta.
Nos da hambre de desayunar. Quedamos Gélida Jo, Dante y yo. Ella dice que pasar la noche borrachos y luego desayunar juntos tiene algo de divino. Quizá quiso decir mágico. Lo dice abolerada, con voz de estar cantando toda llena de alcohol. Vamos a un autoservicio y nos servimos cosas. Gélida Jo decide que es la hora perfecta para unos brownies y un café con leche. Gélida Jo, cuando hace estas cosas, pasa gran parte de la mañana tirándose pedos hermosos. Yo agarro un pastelillo que sé que no podré tragar, es la resaca en el ecuador de mi cuerpo. Dante sí que se lanza a fondo. Dante sorprende, dice Gélida Jo. Agarra un sándwich enorme de jamón del país y un vaso enorme de jugo de esas frutas selváticas que solo se cultivan en el país.
Ocurre otra de esas escenas. Cuando nos sentamos, veo que no he agarrado cubiertos, estoy en la parte de adentro del banco, viene Dante. Llega Dante, me mira. Me pregunta qué necesito. Le digo: cubiertos, compadre. Él se aleja con esa dulzura suya, como un personaje de Dickens, como una mantis religiosa, atraviesa toda la cafetería y regresa trayendo mis cubiertos. Dante.
Nos despedimos ya con sol. Nos alejamos entre nosotros. Dice Dante que en realidad es como si siguiéramos juntos, solo que ha aumentado el coeficiente de disociación. Tengo que viajar mañana en la tarde a La Habana.
Chao, Dante. Ven Gélida, acompáñame a dormir.
Gélida Jo es de esas personas bien llevadas con el sueño. Con todos los sueños. Sueño de buses, de aviones, de camas amarillas, de arena y sol, sueños imposibles, románticos, sudorosos, de hamacas, de dolor, de ruido. Cuando llegamos se duerme enseguida.
Yo lo intento a su lado.
Doy vueltas dos horas.
No me atrevo a tomar pastillas. Ya tengo demasiada química dentro. Despierto. Mareado. Taquicardias. No pienso en mi hija que es dorada como un pez. No ahora. Pienso en Dante.
Ocurre otra de esas escenas. Pienso en Dante. En su manera de andar por ahí. En lo que me ha dicho. Me pongo tan triste. Soy una estatua de plomo triste. Por él. Lloro un poco, levemente, así en silencio.
Paso casi todo el día cargando su carga de piedras. De aquí para allá.
En La Habana no está Evaristo. Ni Dante. Ni Gélida Jo.
La Habana es gente. Esto no es nuevo. Es calor y gente que habla alto. Y buses horrorosos.
Están ellos. Los llamo. Les digo que aquí estoy. Que los quiero. Que he llegado. Ellos se alegran.
Salimos los tres, luego somos cuatro y hasta cinco, a caminar por ahí. A la izquierda queda el malecón, a la derecha los edificios lindos que lucen feos. Despintados. Carcomidos. Accidentados. Siempre pienso en El Material. Ellos también piensan en El Material. Por eso son mis amigos. Nos hace bien juntarnos. Uno de ellos se llama Dante. También.
Dante tiene el VIH. Pero no está tan triste, o acaso yo no asisto a sus tristezas. Le hablo a Dante de Dante. Le digo que tengo un amigo que quiere descansar de su cuerpo. Traen una guitarra y nos ponemos a cantar las canciones de siempre. Yo siempre canto pensando en la finísima rareza que posee el acto de cantar las canciones de siempre.
También pienso en una de esas escenas que me ocurrió hace mucho tiempo. Cantábamos en la sala de alguien. Yo entré al baño a orinar, y mientras lo hacía mirando el chorro taladrando el agua callada del váter, los escuchaba a ellos cantando las canciones de siempre, entonces por unos segundos toqué algo impalpable y muy alegre.
El Material. La madre de mi hija nunca supo de El Material. Decidió ignorarlo.
Canto con ellos y pienso en El Material.
¿Qué sentirá el hombre que quita la luz? Nos reímos sobre el muro del malecón. Además de gente y buses horrorosos, La Habana son los alumbrones. Siempre está apagado y a veces se alumbra, un flash de lucidez electrónica, un hongo blanco posee los hogares, los penetra alegrándolos. Ventiladores aplauden con sus hélices.
El hombre que quita la luz no siente nada, esta es una posibilidad. Disertamos. Se gana la vida honradamente, asiste sin menoscabo de su integridad moral a ese sitio virtual, mítico, techado, traspuesto, lleno de controles e interruptores. Un enorme mapa en la pared. Un mapa tan grande que abarca todo el territorio nacional. El hombre que quita la luz se alza como cualquier bípedo implume y según un nutrido cuadro de tareas va bajando y subiendo los interruptores durante las ocho horas de su luminotécnica jornada. En las casas, tras los muros, en zonas temblorosas de tantas pieles, se apaga la luz. ¿Siente algo ese que quita la luz? Nos reímos, nos hace bien reírnos de ese. O de esto. De seguro ese no conoce El Material.
Extraño la luz. Es de noche. La luz de la ciudad donde quedó mi otro Dante y mi única Gélida Jo y Evaristo.
Esta ciudad es oscura. Vivimos un rato en ella como si la ciudad nos vomitara hacia dentro.
La otra posibilidad es que aquel que quita la luz viva una existencia atormentada, una existencia de hacedor de manchas, de penumbroso. Con el giro de cada interruptor el hombre que quita la luz siente que está matando a alguien. Escucha en la tapa cerrada de su cerebro los gritos de horror al eclipse. Tiene las manos peludas.
Llevamos varios días sin luz. Cantamos. Nadie sabe por qué cantamos. En el malecón muchos cantan.
Me ocurre en un instante.
Estoy en un hueco oscuro.
De lo más oscuro que he visto en mi vida.
Camino al lado de ellos, en uno de los extremos, por la acera ancha del malecón que tanto nos gusta. No hay luz. Nuestras pieles son mantos apagados cubriéndonos el cuerpo. Hablamos de esto y de lo otro. Y a mitad de una frase desaparezco en un hueco. Comprendo, en ese instante, lo que me está ocurriendo. Estoy cayendo en un hueco. Dos, tres metros. Caigo. Un hueco en la acera, en medio de la acera. Lo comprendo. Me pongo muy triste en ese instante. ¿Qué siente el que se cae en un hueco en medio de la acera?
Mi rodilla izquierda son tres rodillas. Es un dolor de vacío, de inmovilidad. Observo varios puntos de dolor en distintos puntos.
Gritan, ellos gritan.
Ellos creen que me he caído en un hueco oscuro en la acera del malecón de La Habana.
Creen que me iré hasta el agua.
Él entra.
Trae luz. Encendedor. Mi rodilla son tres rodillas. Explico: viejo, que se calmen, que detengan un taxi, tengo una fractura en el pie izquierdo.
La luz alumbra cucarachas, a mi izquierda. Quedamos él y yo así, sin El Material, aquí abajo.
Taxi. Me sacan. Le digo a él que cuide de mi pierna que es un colgajo. Mientras me remolcan.
En el hospital quieren saber si soy extranjero para mandarme a otro hospital. Emigrante que regresa. Que pasa. Hoja que se mece. Me mecen. Rayos X. Dos fracturas, una en cada pie, intervención quirúrgica. Me van a intervenir la rodilla un día de estos. Mi hija vive en el fondo del mar.
He aquí los pasillos del hospital: gris lapidario. ¿O verde? Cáscaras que cuelgan, estalactitas, rumores, neones parpadeantes. Me muevo bajo la consabida imagen de las luces viajeras, aviones de neón sobre mi cuerpo, violáceos. Ese olor. Este olor. Todo huele a un perfume que carece de colores, como si se tratara de algún metal hecho perfume. Metal muy sucio.
Aquí, menos que en ningún sitio, uno podría hallar El Material. ¿O sí? Dante pasa la noche cuidándome, hablándome de esto y de lo otro. Es raro hablar enyesado, a través de este dolor, lanzando las palabras para que se abran paso entre los olores metálicos. No quiero orinar. No quiero orinar para que él no tenga que cargar con eso. A mi izquierda un hombre cuyo pie está atravesado por un clavo metálico y colgado de poleas y sacos, orina. Orina dentro de un pomo plástico de gaseosa al que le han recortado el cuello. Pomo lisiado. Pomo sin hombros, mutilado desde los hombros.
En la mañana le digo a Dante: viejo, necesito orinar. Y él me dice: ya me tenías preocupado.
La luz me deja ver que a mi derecha hay una mesita de noche. Es una mesa de metal oxidado, verde, de noche. Debió de haberse quedado dentro de la noche, como un bulto animal. Les dicen cucarachas americanas, me dice Dante. Se mueven por la mesita, se esconden, andan así, diminutas, entre grietas. Estoy sin mi hija y sin Gélida Jo. Me tendí una trampa a través de la oscuridad. Quiero que Gélida Jo me llame, me alcance, se ocupe de mí en el momento de defecar. Quiero que mi hija de cuatro años se ocupe de mí de la misma manera en que podría ocuparse un ejército dormido, un delfín, una cuerda con nudos tirada al borde. Mi hija. La vida trafica con la voz de mi hija, le digo a Dante. Me la vende. Me la subasta. Me la cambia por números, por cifras, por depósitos. Y ahora no puedo pagar, le digo a Dante, desde aquí no puedo depositar. ¿Crees que me llame? ¿Crees que me llame Gélida Jo?
Un enfermero, antes de entrar al salón, me aprieta el brazo con una liga buscando mi vena. Mi vena es un río enigmático. Primero coloca la aguja sobre la superficie de mi vena, la va empujando, la siento abrirse paso como una basura que se me va metiendo dentro. La conecta a una manguera transparente. La manguera se conecta a un pomo de cristal lleno de un líquido que casi no se ve. Pero no me duermo, entro despierto al salón.
Dejo atrás a una vieja sucia esperando en su camilla.
Me jalan para sentarme. La anestesista se pone detrás y un hombre de piel negra me agarra de las manos para mantenerme sentado-encorvado mientras la anestesista va haciendo lo suyo. Siento cómo la aguja fina avanza entre mis vértebras. Es un insecto gigante la aguja. Nada más. Luego un dolor profundo anda a través de mi médula espinal, me contraigo. La anestesista dice que me relaje.
No tengo piernas. Solo existo de la cintura para arriba. Me ponen un trapo verde para que no vea, aunque de vez en cuando observo cómo levantan y trastean una pierna que no es mía. Una pierna de puerco. De muerto. No duele. Tiemblo.
Ha salido bien, dice el doctor. Mira. Yo quería reconstruirla, pasarle clavitos, extraer solo los fragmentos. Me enseña mi rótula. Dice que se hizo añicos. Con un martillo. Imagina que alguien golpea algo de frente con un martillo, me dice.
No tengo rótula. Voy a recuperarme. Fisioterapia. No sé cómo voy a recuperarme.
Gélida Jo ha tomado un avión. Gélida Jo ha volado. Está cerca, está viniendo.
Quiero dormir pero no puedo. Me inyectan cosas para el dolor. Es un dolor que aumenta. Un tornillo de banco. Mi pie ha ido engordando como un jamón y se aprieta contra el yeso como si me prensara un tornillo de banco. Me abren el yeso. Demoran en abrirme el yeso y cuando lo hacen al cabo de media hora es como si hubiera parido una pierna.
Cuando observo a Gélida Jo, dentro de un pantalón negro a media pierna, con un pulóver de listas rojas y unas zapatillas increíbles, lloro levemente. Nadie nos ve. Por eso lo hacemos. Queremos conservar El Material.
Mi hija está entre las algas. Mi hija debe cuidarse de las algas babosas. De las anémonas. De las medusas a rienda suelta.
Durante la noche, antes de que apaguen la luz, Gélida Jo y yo observamos cómo muere la paciente de la cama de enfrente. Es una vieja. Le dan dos cucharadas de sopa. Traga. Tose. Le vuelven a dar. Empieza a toser y pasan otras cosas. Las enfermeras traen con calma un aparato despintado. Quieren medir algo pero la vieja va quedando como dormida. La tapan. Se llevan el aparato. Traen una camilla.
Durante la noche, en algún momento de la noche, ocurre una de esas escenas. Gélida Jo me trae una especie de nave espacial decapitada para que yo defeque. Lo hago con dolor. Le exijo que se aleje. Obedece. Huele mal. Luego con la única sonrisa del mundo se lleva aquello para limpiarlo.
Durante la noche sueño que estoy en un supermercado sin saber por qué estoy allí. Doy vueltas, leo las etiquetas refulgentes y me cruzo con todos los rostros del mundo. Sé que allí se revuelven todos los rostros como si se hubieran escapado de sus almas. Como si todos buscaran El Material en el lugar equivocado. En algún momento fuera de mis pasos mis pasos me llevan a mi hija. Está desorientada, totalmente perdida, pero no llora. Nos besamos mucho sin mirarnos. Los ojos, los labios. Cuando me mira, me dice que se aburre en la iglesia cada domingo.
Ronaldo Menéndez. Fundador de la escuela de escritura Billar de Letras, en Madrid. Su obra más reciente incluye los libros de técnicas de narrativas: Contar las huellas, claves para narrar tu viaje, y Cinco golpes de genio, técnicas fundamentales en el arte de escribir cuentos. Además, el libro de viajes: Rojo aceituna, viaje a la sombra del comunismo. Ha publicado más de una decena de libros, entre ellos, las novelas: La piel de Inesa, Las bestias, y Río Quibú. La novela juvenil: El agujero de Walpurgis. Y los libros de relatos: El derecho al pataleo de los ahorcados, De modo que esto es la muerte, Covers, en soledad y compañía. Formó parte del grupo Bogotá 39, que reunió a los 39 escritores hispanoamericanos menores de cuarenta años cuya trayectoria se presenta como más destacada. Algunas de sus obras han sido traducidas al italiano, portugués y francés. Ha colaborado con diversos medios periodísticos, revistas de viaje, crónicas y perfiles en Europa, Estados Unidos e Hispanoamérica, entre ellas: Squire, Etiqueta Negra, SoHo, Nouvelle Revue Francaise, Letras libres, Osamayor, Quimera, Cuadernos Hispanoamericanos, Eñe, Zoetrope, y colabora regularmente con el diario El País. Su más reciente novela La casa y la isla (publicada por Alianza), ha tenido un gran éxito de crítica y público