Ximena Gómez: La partida
Antón prendió el bombillo de la entrada. Cogió su chaqueta del perchero, y cuando estaba ajustándose las mangas, escuchó la voz cálida de Olga desde la habitación.
-No me digas que te vaaaas…
-Solo un rato mi amor, a donde Pedro… vamos a jugar unas partidas de póker… ya sabes…
-Pero hoy nooo… no quiero quedarme sola.
– No me demoro… te lo aseguro, vuelvo pronto…
Antón le acarició la mejilla, la besuqueó y dio unas zancadas hasta la puerta. Giró el pomo y cerró con cautela, como para que nadie pudiera escucharlo. El viento frio le fustigó la cara, la piel un tanto adormecida se le avivó. El clamor de la ciudad a lo lejos le parecía un poco extraño después de tantos días de encierro. Las ascuas de un gato negro surgieron de la oscuridad, el animal le saltó entre las piernas y lo hizo chillar. Eran los nervios; sentía que irse a jugar en ese momento era una canallada. Olga había tenido un sangrado después de una operación de ovarios, y aunque se había recuperado él debía estar en casa. Pero ya no podía soportar el tufillo de caldos y los huevos hervidos, las quejas de Olga y sus ojos húmedos y ansiosos. Durante el último año de los cuatro que vivía con ella buscaba excusas para escapar, desde que empezó a eyacular como loco sin contenerse y Olga madrugaba a cantar my alto en la ducha; desde que con su cópula enloquecida laceraba a Olga y un día la vio pálida y doblada en el sofá por el dolor en el bajo vientre. Por la rendija de la puerta de su cuarto observó su blancura y languidez y sus caderas arqueadas en el sofá y se excitó aún más; la gozaba una y otra vez, a media noche y al alba, pero de día se volvía irascible, vociferaba y con frecuencia huía de ella por las noches. Los suspiros y risas de Olga entre las sábanas se transformaron en lamentos, las torsiones de deseo en retorcimientos de dolor y tumores ováricos.
Aquella noche el jolgorio se prolongó. En el apartamento de Pedro los amigos jugaron al póker y se fueron a la taberna. Antón bebió bastante coñac; rió hasta que los ojos le lagrimearon y la saliva le escurrió por las comisuras. Pero una y otra vez recordaba la tersura casi aceitosa de la piel de Olga, su sexo que parecía siempre humedecido y le dejaba en las manos un olor exquisito. Hubiera querido correr hacia ella y follarla hasta sentirla como su pequeña cosa inerme. Pero solo le quedaba una Olga herida y pálida que sangraba y teñía hasta las fundas. Bebía entonces otro sorbo de su amado licor. Los amigos se fueron después al parque a respirar el aire cálido y regresaron para echarse otra partida. Antón miraba el reloj, tenía que regresar pronto. Pero reposó antes unos minutos en el sofá de la sala. Pedro lo despertó ya bien entrada la mañana, al parecer todos se habían dormido. Antón corrió a casa sin detenerse.
Cuando estaba abriendo la puerta se desató la lluvia. Pero Antón se quedó un rato en el dintel de la puerta mojándose, como si cavilara algo. Al fin entró. Echó un vistazo. Una bufanda de colores colgaba del respaldo de uno de los asientos del comedor, una mariposa oscura estaba
posada sobre ella. Antón se estremeció. Fue al cuarto y lo comprobó: primero con alivio y luego con pánico. Olga no estaba en la habitación. Dio una ojeada por todos los espacios de la casa, buscó en el baño, entre la tina. Olga era menuda y flexible, podría haberse metido en cualquier recoveco. La buscó en los dos closets, debajo de la cama. Hasta detrás de las estanterías del cuarto de herramientas y del mueble de los libros donde podría caber un niño. Miró afuera, el carro no estaba. Regresó al cuarto y lo inspeccionó. Olga había sacado la mayor parte de la ropa en sus dos maletas. El resto, la que ya no usaba había quedado en el armario. Su cartera, su teléfono, sus llaves habían desparecido con ella. Olga se había ido y no le había dejado siquiera una nota. Unos cuantos insultos en un papel hubieran sido preferibles a ese desamparo total. Sin pensarlo marcó los números de emergencia, dio a la policía la descripción de Olga: Pelo rojizo, estatura mediana, delgada, ojos azules, una voz lindísima con algo de acento ruso. Pero qué sentido tenía llamar a la policía. ¡No! A Olga no le había ocurrido nada, se había marchado. La llamó por teléfono una, diez, quince veces. Le dejó mensajes en los que le decía que la adoraba; le reconocía que era un bellaco; le recordaba que tenían planes juntos; le pedía perdón; sollozaba y repetía su nombre; le leía un poema; fumaba en el teléfono y le susurraba zalamerías; traía una copa de vino y se la entregaba; le servía café hirviendo al amanecer; desojaba una margarita frente al teléfono “me quiere, no me quiere” y hasta le susurraba desnudo obscenidades en el receptor … siguió llamado por dos días y grabando mensajes como un desquiciado. Al tercer día escuchó un pitico detestable y supo que la única forma de contacto con ella se había roto. Esa noche se la pasó mirando por la ventana. Tal vez esperaba secretamente verla llegar.
Después de su trabajo de diseñador, Antón volvía a casa y se asomaba a la ventana a fumar. Desde la cocina resonaba otra vez la voz de Olga, cantando el aria de Carmen o canciones de Nina Simone.
-¿Dónde estás?
-Aquiiií
-Ven amor, hice mermelada de fresa.
Pero la mermelada en frascos que dejó Olga se le agotó muy rápido. En el refrigerador quedaron las latas de cerveza vacía y trozos incomibles de queso. Antón deambulaba por la casa y reconocía cada rincón. De los cajones sacó objetos que ella había dejado: medias de seda, tijeras, labiales, un cepillo del pelo, una camisa de dormir. Adquirió la costumbre de olfatear los más íntimos y encontraba cada vez olores diferentes que le que evocaban a Olga: a talco, a sudor, a polvos faciales. A veces creía sentir un levísimo olor a vulva húmeda y a orines, que olfateaba para recordarla. Después de olerlos con fruición por días, sólo sintió el olor a madera y moho de las cosas olvidadas en cajones. Un día encontró una mancha diminuta en la etiqueta de las medias y estuvo olisqueándola por media hora; compró una lupa para mirarla y tratar de esclarecer si era colorete o sangre. Cuando dejó de encontrar olores se fijó en la forma de los objetos y su textura. Colgaba la camisa en una percha y la mimaba recorriendo las ondulaciones imaginarias del cuerpo de Olga; ponía las medias de seda en la cama y les pasaba la mano; sentía la seda tibia y ligeramente húmeda, como quedaba cuando ella se las quitaba. Poco a poco fue adquiriendo extraños hábitos. Colocaba la camisa cerca de él en la cama y se adormecía manoseándola. Otras veces la recogía hasta formar un rollo y la apretaba contra su cuerpo. En ocasiones soñaba un poco y se sacudía asustado al tocarse húmedo y pegajoso en la entrepierna. Al pasar el tiempo empezó a cubrirse con la camisa, sobre todo en las noches frías.
Un día hurgaba en una gaveta de su oficina buscando un lapicero y un sobre le cayó en los pies. Le dio una ojeada. En el ángulo del remitente, escrita a mano con letras azules, estaba la dirección de la madre de Olga en Rusia. Al abrirlo reconoció la tarjeta que ella les había enviado en la navidad que Olga y él se mudaron juntos a la casa. La puso en su mesita de noche. Había encontrado algo que lo conectaba de nuevo con Olga. Le escribió a la madre una carta breve en castellano, que era su segunda lengua, preguntándole por Olga. Esperó varios días la respuesta. Espiaba la venida del correo, iba hasta el buzón dos veces al día. Al fin un lunes tuvo noticias. La carta regresó con una nota sellada: no vivía ahí el destinatario. Ese día tuvo la certeza de que no volvería a verla.
Han pasado dos años desde su partida. Antón ya no la espera. A veces, no obstante, encuentra huellas de sus dedos en las paredes, basuritas, cáscaras de cebolla, cosas inservibles que cayeron bajo la nevera cuando ella cocinaba. En ocasiones sueña con una meretriz de pelo rojizo que le recuerda a Olga, a la que manosea en un paseo en bote, la lleva a un hotelito y siente luego en las manos ese olor peculiar a Olga. Y de noche en noche, incluso cuando llovizna, Antón coge la chaqueta del perchero para ir a jugar con los amigos… enciende la luz de la entrada, abre la puerta con sigilo como para que nadie se dé cuenta de que escapa… con frecuencia se detiene porque le parece escuchar la voz dulcísima de Olga desde la habitación.
-¿Otra vez te vas?
-Solo un momento, a donde Pedro mi amor, a jugar póker… susurra Antón, como quien habla para sí mismo.
-Ahora no, espera… no me dejes sola…
Antón trata de contestar pero se le atora algo en la garganta. Se pasa el puño de la manga por los ojos para secarse un cosquilleo que le resbala. Cierra la puerta con cuidado y sale a la calle silbando, como para quitarse la tristeza de encima.
(Este cuento fue publicado en Nueva Poesía y Narrativa Hispanoamericana del Siglo XXI, Lord Byron Ediciones (Madrid 2017), compilación a cargo de Leo Zelada).
Ximena Gómez es psicóloga, poeta y traductora. Es colombiana y vive en Miami. Sus poemas han aparecido en varias revistas en español, como Nagari, Conexos, Círculo de Poesía, Carátula, Raíz Invertida, Ligeia y Espacio poético 4… entre otros. Poemas suyos se han publicado en versión bilingüe (inglés-español) en Sheila-Na-Gig, Cigar City Journal, Cagibi, donde fue finalista para el premio: lo mejor de la red del 2018 (The Best of the Net) y aparecerá en una próxima edición de The Laurel Review. Su poemario “Habitación con moscas” fue publicado por la Editorial Torremozas (Madrid 2016) y cuentos suyos en la antología “Nueva poesía y narrativa hispanoamericana del siglo XXI, Lord Byron Ediciones (Madrid 2017). Ximena es la traductora del poemario bilingüe de George Franklin Among the Ruins / Entre las ruinas editado por Katakana Editores (Miami 2018).