Alberto Garrandés: bandadas de pájaros azules

 

Veintisiete

Me fui a la Pirámide del Sol un día grisáceo, pero sin amenazas de lluvia.

En el hotel todos me miraban con admiración contenida, resueltos a ayudarme.

Me habían dicho que la excursión a Teotihuacán saldría a media tarde, desde el Zócalo.

Y aquí estoy, rumbo a mi destino, observando bandadas de pájaros azules.

En una feria a un costado del Zócalo compré una bufanda nueva y una máscara de cartón policromado.

Con discreción, y sin mirarme, una anciana me vendió una baraja pornográfica que desenvolví de inmediato para comprobar si era de buena calidad.

Ya en el ómnibus un guía que se asemejaba a una pieza de terracota me felicitó por mi elección y me dio la noticia de que hoy se podía subir a la cima, donde se posa la mirada centelleante de los dioses.

En la Pirámide del Sol mis fantasías culebreaban excitándome.

¿Te he hablado de ellas, te he contado lo que anhelo hacer?

Éramos siete excursionistas: dos matrimonios, un estudiante de arquitectura, una mujer joven con gafas y yo.

Me senté al lado de la mujer, aun cuando no podía verle los ojos.

Me reveló, al cabo de un largo silencio, que era cubana y que estudiaba técnicas periodísticas de avanzada.

No quise preguntarle qué diablos era aquello y me consolé admirando sus muslos.

Parecía haber visitado el mar ayer.

Usaba una blusa anaranjada y un cómodo short verde primavera.

En los muslos de una mujer de piel muy blanca puede concentrarse el aliento de una ménade de Tracia. Las ménades desvarían a causa del semen de Dionisos, que les inflige la locura.

Y yo ahí, en un ómnibus del Distrito Federal, rumbo a la Pirámide del Sol, en compañía de una mujer cifrada.

¿Acaso no irradiaba el cielo mate un lustre como de mercurio batido?

La Pirámide del Sol se dejó ver a la derecha y la mujer suspiró con emoción.

Se quitó las gafas y pude verle los ojos: marrón oscuro casi negro.

El ómnibus se detuvo, nos bajamos y al cabo de unos minutos empezamos a caminar por la Calzada de los Muertos.

Respiré el aroma de algunas lamentaciones antiguas.

Oí el rumor de los huesos que se movían en el interior de la tierra.

La mujer de las gafas pegó su cuerpo al mío y se estremeció.

Pensé que era una gata confianzuda, pero en verdad tenía miedo.

Oye a los difuntos, dijo.

No les prestes atención, dije.

Y así llegamos a la Pirámide del Sol y comenzamos la ascensión, cogidos de las manos.

El aire se había convertido en una masa traslúcida y fría.

Abajo, los demás excursionistas daban vueltas por entre las ruinas.

Cuando llegamos a la cima la mujer cifrada me miró y alzó, risueña, las cejas.

Ya no escucho a los muertos, dijo.

Era cierto: ni clamores ni gemidos podían oírse ya.

Te conozco, eres la amante de mi fantasma, dije para mí.

Sentado en la piedra toqué sus muslos y los besé sin detenerme a pensar en la gravedad de mis actos.

El cielo estaba cerrándose otra vez y abajo nadie merodeaba ya por las ruinas.

Una finísima lluvia empezó a caer y la mujer se acomodó a mi lado.

Se quitó el short y lo puso debajo de su precioso culo.

Tenías nalgas como para callar ante ellas y no decir estupideces.

Palpé su vulva, que se había humedecido, y le dije que el imperio de mis ancestros me incitaba a beber de allí, de su fuente, sus humores, su lava, sus fluidos, su savia, sus orines.

No te exaltes, cálmate, ven y hazlo, dijo maternal y se tendió mirando al cielo.

Su frase era tan poética como la mía: ven, mámame el bollo.

Yo me cuidaba de las obscenidades y ella, con una gracia irresistible, diciéndome aquellas palabras.

Mámame el bollo, mámame el bollo, mámame el bollo.

La lluvia seguía cubriéndonos con suavidad.

Agua devota y cálida, que olía a miel recién derramada.

A nuestro alrededor se alzó una nube de espectros felices.

Poséeme ahora, dijo la mujer y abrió su blusa.

Métemela ya, qué estás esperando.

En su vientre anidaba un escorpión de azúcar cande.

Un escorpión como el que sostenía en su mano Hernán Cortés en la Noche Triste.

Me puse la máscara de cartón policromado.

Cuando mi macana se abrió paso y llegó al final, levanté la mirada y comprendí que estaba anocheciendo.

Teotihuacán volvía a germinar en su vagina anegada.

Estoy menstruando, confío en que no te importe, dijo la mujer con una altivez insondable.

Su sangre lo manchaba todo. Mi semen era rojo, o escarlata, o púrpura.

No me importa, dije.

Abajo el ómnibus ya no estaba.

Tampoco los excursionistas.

Nos habíamos quedado solos durante el sacrificio, con los muertos y los dioses.

(Este es el poema 27 perteneciente al libro Impromptu)






Alberto Garrandés (La Habana, 1960) es narrador y ensayista. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Ediciones ICAIC, 2012, Premio de la Crítica en 2013), Body Art (cuentos, Editorial Letras Cubanas, 2014), El ojo absorto (ensayos, Ediciones ICAIC, 2014), El sueño de Endymion (ensayos, Ediciones Matanzas, 2015), Una vuelta de tuerca (ensayos, Ediciones ICAIC, 2015), Capricho habanero – Corte del director (novela, Editorial Ácana, 2015) y Fake (novela, Hypermedia Ediciones, 2016). En Ediciones Holguín apareció su relato La reina sobrecogida (2016). Las editoriales Letras Cubanas y Arte y Literatura dieron a conocer Demonios (Premio Alejo Carpentier de novela en 2016) y Diálogos con los muertos y otros ensayos, respectivamente. Acaban de aparecer su autoantología de cuentos Mar de invierno y otros delirios (Ediciones La Luz, 2018) y su ensayo Señores de la oscuridad – El gótico en el cine (Ediciones ICAIC, 2018) y Antes de amancebarme con la enana zíngara contorsionista (Editorial Primigenios, 2019).

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