Frank Báez: no dejar que el olvido tache su voz
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La primera vez fue cuando mi papá
vino de Nueva York con la maleta llena de Milky Ways
y yo probé uno y me sentí
como en esa escena de Charlie y la fábrica de chocolates
en que el protagonista se esconde para ver si su chocolate está premiado
aunque yo me escondía más bien para que mi mamá
no me quitara los chocolates
y les llevé a Pascual y al Seba quienes se engancharon tanto
al punto que cada vez que me veían acercarme
con los bolsillos llenos de Milky Way
babeaban como el perro de Pavlov
y después que probé los Milky Way
los Rocky Kid llenos de almendra no me sabían a nada
los Crachi los Más Más los chocolates Embajador
todos habían perdido su magia
y recuerdo que cuando en la clase de religión
el cura hablaba del éxodo de los judíos por el desierto
y del maná que Dios lanzaba desde el cielo
para que se alimentaran y no se murieran de hambre
antes de llegar a la tierra prometida
yo imaginaba que el maná eran pedacitos de Milky Way
que caían sobre la arena y sobre las piedras
y la analogía cobró más fuerza
cuando supe que Milky Way significaba Vía Láctea
así que piensen en esos publicistas buscándole nombre
a ese producto e imaginando que no hay nada más sublime
que comerse una estrella
y bueno ya han pasado dos décadas
tenía años que no probaba un Milky Way
la verdad hoy en día prefiero los Snickers
Pascual y el Seba se fueron al norte
no sé bien en que ciudad vive Pascual
pero sé que el Seba vive en Nueva York
específicamente en el Bronx
la semana pasada nos vimos y paseamos por Manhattan
en un momento Seba entró a un Seven Eleven
para usar el baño y yo compré un Milky Way
y le pregunté al Seba
si le apetecía recordar los viejos tiempos
pero el Seba me dijo que ya no comía dulces
que era propenso a la diabetes
así que yo me comí el Milky Way solo
andando con el Seba por las calles de Manhattan
mirando de vez en cuando hacia arriba
donde había tanta niebla y tantas luces
que no se alcanzaban a ver las estrellas
y mucho menos la vía láctea
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La ola toca una
a una las piedras como
si las contara.
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En el 2050 voy a tener 72 años.
Mi sobrino tendrá más o menos
la edad que tengo ahora
y yo tendré 72 años.
No me imagino con 72 años
y ya que estamos en eso
tampoco me imagino
cómo será el mundo.
Espero que sea menos duro.
Pero será lo que será.
Yo espero estar vivo.
Porque no quiero morir
antes del 2050.
O en el 2050.
Quiero morir en el 2070.
Aunque eso ya es demasiado.
¿Qué tal el 2065?
O mejor aún, el 2068.
Para entonces tendría noventa años.
No alcanzo a verme con noventa años.
Con cincuenta o con sesenta puedo verme,
quizá con más arrugas y con más canas,
aunque eso sí, con los mismos dientes.
Si tan solo pudiera pausar la vida
o al menos ralentizar la vida.
Pero lo único que detiene
el tiempo es la poesía,
lo único que congela el tiempo
son las bajas temperaturas de la poesía
y habitaremos los versos
como dentro de un útero
y nunca naceremos
y nunca envejeceremos.
Esta noche mis palabras
vienen del pleistoceno
y entran y salen
de los pulmones de mis lectores.
Buenas noches, lectora.
Buenas noches, lector.
Mañana me miraré en el espejo
y tal vez el tiempo ponga
otra cana en mi barba,
la admiraré un rato,
luego buscaré una tijera
y la cortaré.
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Aguardaron a que se vaciaran las casas
para luego recogerlas y meterlas en sus maletas.
Descolgaron las nubes, la luna, las estrellas,
el tendido eléctrico con sus palomas,
los tinacos, los pájaros y las antenas.
Envolvieron el paisaje tropical
como si fuese un lienzo y lo empacaron todo
como si se tratase de un circo que se mueve a otra ciudad
esperanzados en volver a inflarlo,
levantarlo y clavarlo a martillazos
en algún descampado
de Nueva York o Barcelona.
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No dejar que el tiempo borre su cara,
su barba, sus ojos verdes, sus lentes.
Si falta espacio en la memoria
he de suprimir nombres de calles,
de efemérides o borrar de mi mente
datos históricos, ecuaciones, poemas,
claves, direcciones, números de teléfono,
pasajes de novelas, películas completas.
No dejar que el olvido tache su voz,
su pronunciación, sus palabras favoritas.
Que siempre pueda convocar sus
ambiciones, su olor, sus rituales, su elegancia.
Que no se hunda nunca en la memoria
y que siempre se mantenga a flote
como esa vez que me enseñó a nadar
y yo tenía miedo y él me repetía
que nunca me soltaría, que siempre
me sostendría, y yo me agarraba
de su cuerpo y juntos flotábamos
en las cálidas aguas de la piscina.
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Antes de ir al hospital acompañé a mi padre
a recortarse el pelo y el barbero de brazos tatuados
limpió el sillón con un trapo como si se tratara de un trono
y mi padre con su barba y sus lentes dudó en sentarse,
porque él odiaba cualquier privilegio
y si iba a esa barbería donde los decibeles
del reggaetón y de las salsas
rompían los tímpanos de los clientes
era porque se sentía como en casa
y las tijeras del barbero eran un pájaro
que aleteaba sobre la cabeza de mi padre
y entonaban una canción
que era imperceptible para los mortales.
Era una canción sobre la muerte
y ese era el último corte que se haría mi padre
y eso no lo sabía el barbero,
no lo sabía yo,
no lo sabía nadie.
Afuera brillaba el sol,
avanzaba el viernes
y los otros barberos trasquilaban
con sus maquinitas las cabezas
de sus clientes.
A veces he pensado en ir a la barbería
y contarle al barbero de brazos tatuados
que mi padre ha muerto.
O quizá no decirle nada
y sentarme a que me recorte
con esas tijeras que aletearon como un pájaro
sobre la cabeza de mi padre.
Entonces sabría el significado
de la lúgubre canción que las tijeras entonaron,
comprendería y sería como siempre
demasiado tarde.
(Los seis poemas anteriores fueron seleccionados del libro Llegó el fin del mundo a mi barrio).
Frank Báez (Santo Domingo, 1978) es un poeta dominicano, autor de cinco poemarios, entre los que destacan Postales, que ha sido editado en siete países y que fue galardonado con el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña en 2009, Anoche soñé que era un DJ y Este es el futuro que estabas esperando. Ha publicado el volumen de cuentos Págales tú a los psicoanalistas, tres libros de crónicas de viajes que han sido reunidos en el volumen La trilogía de los festivales y un libro de no ficción titulado Lo que trajo el mar. Es uno de los fundadores del colectivo El Hombrecito. Fue escogido por el Hay Festival Cartagena como uno de los autores que conforman Bogotá39-2017.