Amir Valle. Nunca dejes que te vean llorar
“Al crear a Chaplin, Dios estaba en muy buena forma. Necesitará uno o dos siglos para conseguir hacer otro genio de este calibre”.
Billy Wilder
UNO
Suiza, 1978
Wardas destapó el cadáver con un gesto brusco, de asco, y Galtcho se tapó la nariz ante el golpe de hedor que se regó por el cuarto cerrado: La oscuridad sobre ellos; la luz de la lámpara de mano apuntando solo hacia la cara blanca del muerto, hinchada, de cuencas ya hundidas y pómulos pronunciados, el silencio aplastándolo todo. Hasta la respiración. Rob Streicher, la mano enguantada a modo de cuenco tapándose boca y nariz, miró la cara del muerto, asintió levemente, “sí, es Chaplin”, se dijo, y volvió a cubrir el cuerpo con la sábana donde lo habían enredado sus dos ayudantes, un par de horas atrás, después de que lograron arrancarlo al duro abrazo de la tierra, en el cercano cementerio de Vevey.
–¿Seguro que es Chaplin? –masculló Galtcho, la voz enredada, casi un graznido bajo.
–¿Quién más puede ser, hombre?… ¿Jesucristo? – se burló Wardas.
–Es él –confirmó Streicher y señaló a una puerta, al fondo–. Métanlo en ese cuarto. Y cúbranlo bien.
Aunque ya conocía el olor de la carne humana podrida, los años (sí, más de treinta ya) lo habían hecho olvidarse de la fuerza del hedor. Picante hedor. Agresivo hedor. Pegajoso. Más corrosivo y galopante que el óxido. Y aquel choque con un olor tan conocido, detestado con esa fuerza con que se odia lo que alguna vez se amó, además de activarle esa hormona que destapa en el cerebro el viejo cajón de los recuerdos, le clavó en el estómago un estremecimiento que tampoco sentía desde aquellos lejanos años. “Otra vez el miedo, Rob”, se dijo.
–¿Dijo algo, señor? –soltó Galtcho, ya de camino junto a Wardas hacia el cuarto del fondo, y volteó la cabeza hacia donde Streicher esperaba, mirándolos cargar el cadáver.
–Que envuelvan bien el cuerpo con las sábanas que hay en el armario y le tiren encima todos los edredones que encuentren –mintió, aunque pensó que la idea no era nada mala: “Esa maldita peste no nos puede joder la fiesta”, volvió a murmurar, esta vez seguro de que los otros ya no podían escucharlo.
¿Por qué esa bestia neblinosa del miedo lo perseguía de nuevo? Muchos años le había costado alejarla, mantener sus gruñidos rabiosos a raya, irle cortando lentamente las habituales zonas de caza, hasta que un día descubrió que su presencia intimidante se había evaporado. Miró a todas partes. Lo recuerda. Incluso dentro de sus sueños. Pero las noches, inexplicablemente, habían vuelto a ser tan seguras y tranquilas como aquellas lejanas madrugadas de su juventud, cuando tiraba sus huesos sobre el colchón caliente de su cuarto en la casona de los oficiales, allá, en el campo de concentración de Sachsenhausen, en Oranienburg. ¿Qué la hizo regresar? ¿Por qué creyó sentir su gruñido, apagado sí, pero su gruñido, “ese gruñido”, cuando se encontró una noche con aquellos dos mecánicos, refugiados como él en la apacible Suiza? ¿Eran sus pasos los que lo hicieron despertar, varias noches después, con el mismo salto en la boca del estómago que sintió el día en que los rusos lo atraparon, escondido en un granero, en Nassenheide, a pocos kilómetros de Oranienburg? ¿Estaba allí la bestia, entre ellos, colgada de la enramada que tejía el hedor por todas partes?
–¿Quién iba a decir que el famoso Charles Chaplin apestara tanto? –le oyó decir a Galtcho, que salía del cuarto del fondo, oliéndose las manos, la cara casi petrificada en una mueca de asco.
–¡Todos los muertos apestan, animal! –soltó Wardas, y miró a Streicher mientras movía la cabeza con el gesto típico de quien quiere decir “este no tiene remedio”.
–¿Crees que nos van a soltar el medio millón de francos si se los devolvemos así, tan apestoso? –dijo Galtcho, como si no le importara la recriminación de Wardas.
–Van a pagar, Galtcho, no te preocupes… –respondió Streicher.
–Sí, lo sé –le interrumpió el hombre, frotándose las manos como para arrancar la peste con el calor de la fricción, y su cara se le antojó a Streicher aun más estúpida de lo que normalmente era–. Lo que me preocupa es que dicen que cuando un tipo apesta tanto es que ya está a punto de reventar como un globo, y digo yo que no es lo mismo negociar con un muerto en toda regla y condiciones que negociar con los pedazos de un fiambre, ¿o no?
–Lo que importa es el cuerpo, hombre –le aclaró Wardas, que había ido a sentarse en una de las sillas de patas de hierro, junto a una vieja mesa de madera mala–. En pedazos o enterito, los familiares van a pagar ese dineral que les pedimos, ya verás.
Le enfermaba tanta estupidez, pero debía soportarlos. Al menos, hasta que cumpliera su plan. Desde que se le metió en la cabeza la idea de robar el cuerpo de aquel cabrón de Chaplin, una de esas luces que siempre le cargaban el cerebro de energía y luz le hizo saber que para un empeño así necesitaba dos tipos comunes, fácilmente manipulables. Y tampoco tuvo que pensar mucho para concluir que el camino estaba marcado por un poderoso caballero, dueño y señor de los destinos de todos los hombres que habitaban esa bola perdida en el universo que el bobalicón de Gagarin, el cosmonauta ruso, había llamado “Planeta Azul”, muy equivocadamente, porque a esas alturas de su vida le bastaba mirar la historia de la humanidad para saber que el color perfecto para clasificarla estaba a millones de años luz del idílico azul y tenía el más mimético parecido a la tintura indefinible de la mierda. Una verdad irrefutable. Y en ese mundo de mierda, el único caballero que conservaba su brillo, su poder, y hasta su alcurnia antigua, era el dinero.
–Ustedes buscan lo mismo que yo –les dijo en su primer encuentro, sentados en las mesitas exteriores de un bar de Clarens, villa cercana a Corsier-sur-Vevey, donde la familia Chaplin tenía su residencia–. Pero yo, además, tengo los contactos que pueden facilitar sus planes.
Se jactaba de tener la fórmula exacta para manipular a tipos como aquellos. Venía de una familia así, pobretones, muertos de hambre que no tenían ni siquiera un lugar para morirse de hambre, aunque llevara décadas ocultándolo, negándolo; incluso se sorprendió al reconocer en la rudeza de Wardas algunos gestos de su padre que creía olvidados, enterrados allá en ese pasado lejanísimo que era su niñez. Y esa marca de nacimiento, y todos los años que llevaba observando a gente como Wardas y Galtcho con la única intención de alejarse de ellos, de ser distinto, de elevarse a un sitio donde no pudiera alcanzarlo lo que llamaba “esa suciedad interior”, le permitían ir con pasos firmes hacia donde quería. Además, su conocimiento de la pobreza soterrada de la cual nadie quería hablar en la flamante y supuestamente perfecta Suiza, y su experiencia en materia de reacciones humanas ante situaciones límites, como la miseria y la falta de esperanzas, le hizo estar seguro de que aquella idea: robar el cadáver de uno de los hombres más famosos del mundo en todos los tiempos y canjeárselo a la familia por una buena suma, no podía haber surgido únicamente en su cerebro. Era realmente inconcebible. Sobre todo porque la mentalidad de los nativos de aquel paisito, perteneciente a ese engendro rarísimo y falso que los politólogos llamaban “Estado Moderno de Prosperidad e Igualdad”, se alimentaba a mordidas del morbo que la prensa incubaba cada día, y sería realmente un idiota quien no pensara que algo malo podría salir de toda esa información que se publicó alrededor de la muerte, el 25 de diciembre de 1977, de un hombre que, con respeto morboso, los periodistas catalogaban de “gloria del cine”, “eterno rey del humor” y, aun con más morbosidad, de “padre prolífico creador de ocho vidas con sus distintas esposas”, e incluso, todavía con más morbosa insistencia, de “sir Charles Chaplin, multimillonario”, y hasta de “genio que tuvo la suerte de bañarse por igual en la fama y el dinero”.
–La mesa está servida, Rob –se había dicho, luego de leer una de esas noticias–. Solo faltan los comensales.
Supo que sus planes habían sido aprobados, en el cielo o quién sabe dónde, por alguno de esos muchos dioses que la gente se inventa, cuando Ianko, uno de los muchachos que acababa de ingresar en su grupo Nación Pura y Libertad vino a la oficina de la empresa de seguros Gainer & Wolf, que dirigía desde hacía más de veinte años (sí, porque detrás del ilustre empresario Marcus Gainer había logrado encubrir la oscura y siniestra historia de Rob Streicher), para decirle que la casualidad “y la vejiga que se me reventaba ya de tanta cerveza” lo había hecho entrar al baño de un bar en las afueras de Vevey, donde pudo escuchar a dos hombres, un búlgaro llamado Galtcho Ganev y un polaco, Roman Wardas, que cuchicheaban algo: “Si no me equivoco, creo que tienen la idea de robarse el cadáver de un famoso que acaba de morir”, le dijo el muchacho, “y como usted nos dijo que tuviéramos el oído alerta por si aparecía algo así…”.
–¿Dónde dices que encontraste a ese par de idiotas? –preguntó después, cuando ya había desviado el rumbo del diálogo, con toda intención, hacia otras tareas del grupo.
–De dónde son, no puedo decirle –contestó el muchacho–. Pero si sé que caen habitualmente por ese bar. Cuando salí del baño ya ellos estaban de vuelta en su mesa y mientras estuve allí con mis amigos, el dueño los llamó un par de veces por sus nombres. ¿Quiere que los busque?
–No –respondió rápidamente y sonrió: necesitaba que el muchacho olvidara aquel asunto, y creyó que lo mejor era demostrar agradecimiento –. Has hecho muy bien tu labor, Ianko. De esto me encargaré yo mismo.
***
París, 1942
Si alguna vez tuvieras que escribir una novela sobre París, escribirías sobre una ciudad arquitectónicamente asombrosa habitada por mariposas y ratas. Una ciudad en la cual, cada paso, es un gesto de asombro ante la majestuosidad, o la perfecta conjunción de las líneas, o las voluptuosas fachadas, o los sorpresivos estilos, variados y agresivos en algunos sitios, monótonos pero también agresivos, y hasta alocados pero igual de agresivos en otros, esa marca de distinción que convierte a esta especie de ínsula en un sitio especial de ese mundo que, afuera, parece latir con un ritmo menos luminoso.
–A las mariposas les gusta de mostrar sus bellos colores, querido Emil –te había dicho, ¿cuándo?, no recuerdas ahora, esa rata de Henri Lafont, a quien alguno de tus jefes en Alemania había designado como jefe de la Carlingue, algo así como la Gestapo en la Francia ocupada; y aunque era uno de los que creían muy útiles sus servicios para controlar la resistencia francesa, nadie podría negarte que un tipejo como aquel, que se pavoneaba frente a ti en tus visitas a la sede de la Carlingue, en el 93 de la Rue Lauriston, pertenecía al peor grupo de gente que, según él mismo decía, pululaba en París–. Las ratas, se lo aseguro, son lo peor que le ha sucedido en siglos a esta ciudad.
Una clasificación curiosa, para qué negarlo. Y una prueba más del atinado olfato de tu querido amigo Goebbels, quien una tarde de lluvia en Berlín, unos meses antes de designarte esta misión en París, mientras tomaban un vino recién traído de España – “es un regalo de nuestro Embajador allá”, había dicho–, te comentó su teoría sobre la indigencia mental de esa rama menor de la especie humana que poblaba las naciones de Europa: “Gente que necesita mentir, inventarse un retablo personal de embustes para creerse superior; Emil, los he estudiado bien”, y hasta se había empeñado en escribir algunos artículos en los que demostraba la petulancia estúpida de los franceses, los italianos, los griegos, “para solo hablarte de los más enfermos de esa estupidez, que siguen teniendo la mente anclada en los tiempos en que significaron algo para el mundo y no alcanzan a comprender que este mundo moderno estará en manos de quienes sepan borrar esas arcaicas fronteras de la geografía y la mente”. Por esa razón, creía Goebbels, los planes de expansión y conquista del Führer habían sido tan exitosos: “Cuando colocas a esos estúpidos en el lugar en el que realmente viven, cuando los sacas de ese sueño de grandeza irreal y les plantas los pies en el presente, descubres que son una especie mentalmente inferior, una especie enferma de pasado, lo cual los hace fácilmente manipulables”.
Para la rata de Henri Lafont, el resto de los franceses eran seres inferiores, y aunque te asquea reconocerlo, el grado de inteligencia superior de ese tipejo de nariz larga y grandes orejas que muchas veces has tenido frente a ti este año consiste en haber descubierto que ganaría un poder verdadero, ilimitado, que dejaría de ser una rata parisina más de esas de las que él mismo hablaba, si ponía su larga carrera de delincuente al servicio de Alemania, lo cual, como para demostrar la teoría de Goebbels, lo hacía aun más manipulable. “Una rata casi blanca, de laboratorio”, has pensado alguna que otra vez, especialmente cuando lo has visitado en su residencia y disfrutas burlándote para tus adentros de su gusto por las ropas blancas, a pesar de que le has oído reconocer que “París es una ciudad tan sucia que vestir así es casi masoquismo”.
–Las mariposas parisinas jamás molestan –te ha dicho–. Son, digamos, como esas mariposas del campo que suelen ser difíciles de atrapar pero que, finalmente, quedan allí, clavadas sobre el muestrario con un alfiler que les atraviesa el vientre; muertas y resecas, pero con algo que las hace distintas: hasta de ese modo, secas y muertas, mantienen el orgullo de su belleza.
–Animalitos domesticables… –dijiste, siguiendo la corriente de aquella lógica de la estupidez típica de Lafont.
–¡Exacto! –le oíste decir–. De esas, lo hemos comprobado, no tenemos que preocuparnos. Suelen estar ocupadas por ahí, en las calles, en los bares, en los teatros, pavoneándose de ser parisinas, de vivir como parisinas, de comer y cagar como el mundo asegura que comen y cagan los parisinos, sin pensar para nada en meterse en los líos de la guerra contra nosotros. Lo que les importa es sobrevivir, como a cualquier otro animal de la naturaleza.
–Pero eso facilita nuestro trabajo en París –¿querías ponerlo en un callejón sin salida limitando su tesis?
–Ese tipo de mariposas, querido amigo Emil –contestó, sin inmutarse, como si solo siguiera el curso obstinado de las palabras que llegaban a su cerebrito–; esos animalitos domesticables, como usted los llama, son el mayor renglón exportable de este país.
–Quiere decir que toda Francia está llena de “esas”… mariposas –y recalcaste la palabra “esas”, dejando también un silencio, brevísimo pero sabías que efectivo, después.
–Todos los franceses son iguales, se lo aseguro –confirmó, alzando las cejas en un gesto suyo semejante a la petulancia, aunque más burdo, nada que ver con el mismo gesto en un hombre de alcurnia real.
–Animalitos domesticables –volviste a decir.
–¡Anjá! –asintió–. El verdadero problema, quizás el único problema real que tenemos viene de los otros, de las ratas. Ya sabe, ésas pertenecen a lo que los comunistas llaman clases explotadas, unos tontos manipulables por cualquiera que quiera arrebatarle el poder a quien lo tiene.
–Como en la insurrección de 1789, cuando la toma de La Bastilla…
Quedó en silencio. ¿Sabría de lo que estabas hablando o era uno más de esos millones de franceses para quienes La Bastilla era solo un castillo viejo que fue atacado alguna vez, sin ser capaces de dar detalles de quiénes, por qué y cuándo lo hicieron? En el caso de Henri Lafont podía ser comprensible, sobre todo si seguías a pie juntillas esa lacrimosa historia de niño crecido en los barrios humildes de París, abandonado por su madre a muy corta edad y abrazado horas enteras al cadáver de su padre años después; un niño que, por un tristísimo destino, se hundió sin remedio, y según muchos por lógica natural de supervivencia, en el mundo de la delincuencia.
–Cuando la toma de La Bastilla –le aclaraste–, los burgueses que idearon el alzamiento popular manipularon maravillosamente a los pobres, a esos que usted llama muy bien tontos útiles y que, al final, cuando los ricos se pusieron de acuerdo entre ellos, en lo único en que pudieron entretenerse fue en contar sus muertos, porque fueron ellos, los pobres de siempre, los que más muertos pusieron.
–¡Ah! –fue su respuesta, una confirmación de lo que sospechabas: para aquel tipejo La Bastilla y La Comuna tendrían más valor si fueran los nombres de algunas de esas putas que frecuentaba, luego de secuestrarlas de los barrios pobres y obligarlas a esclavizarse, lo que permitía que los soldados alemanes asentados en París tuvieran un sitio más rentable donde acudir para calmar la falta de buenas hembras.
–¿Cómo dice que se llama ese… el que el Führer quiere… el actorcito…? –te acaba de preguntar.
Es tan estúpido que no se ha dado cuenta de que lo has fulminado con la mirada: ¿cómo es posible que alguien que viva en este mundo no haya al menos escuchado hablar de ese hombre al que ha llamado “actorcito”? Todas las emisoras, menos las alemanas, claro; casi todas las portadas de revistas, especializadas en cultura o de noticias generales; y hasta la mayoría de las empresas publicitarias anunciadoras de cuanta cosa puede ser anunciable, habían sacado buen dinero con el rostro de ese actor inglés a quien aquella rata llamaba “actorcito”. E incluso alguien como tú, que en materia de principios y por simple fidelidad debías detestarlo por haber atacado en su más conocida película a tu Partido y a tu Jefe Supremo, no podías negar que el resto de su obra hasta ese momento era un hito en la historia del cine: “Al César lo que es del César, Emil”, te habías dicho en alguna que otra reflexión sobre el equilibrio que necesitabas mantener entre tu condición de artista y la fidelidad que le debías a tu país y a las ideas del Führer.
–Charles Chaplin –aclaras.
–¡Ah! –suelta Lafont, y te queda claro, pues ya conoces esa expresión, que ese “ah” es para hacerte creer que sabe de quién se trata. Optas por dejarle pasar la burrada; ya tendrás tiempo de recordarle ante quién está y que no te gusta que te quieran hacer pasar por tonto.
–Le he dejado abajo, a su ayudante, una copia de la película que ha provocado la furia del Führer –y crees descubrir fastidio en el fondo de su mirada sumisa y desconfiada a la vez: si le hubieses dicho que tiene que matar a cien de esas mujeres que ha convertido a la fuerza en prostitutas, seguro que su reacción habría sido distinta: más clara y hasta gozosa. Por eso te regodeas en el placer de su mortificación cuando lo pones ante lo que, bien sabes, es un reto, un castigo sádico para una raquítica mente de rata como aquella–. Me han pedido desde Berlín que le ordene que vea esa película. Lo creemos necesario para que comprenda perfectamente, para que interiorice a fondo, como si fueran suyas, las razones por las cuales el mismísimo Hitler se ha tomado el trabajo de dedicar un poco de su pensamiento y de su escaso tiempo a tan repugnante asunto.
–¿Seguro que es Chaplin? –masculló Galtcho, la voz enredada, casi un graznido bajo.
–¿Quién más puede ser, hombre?… ¿Jesucristo? – se burló Wardas.
–Es él –confirmó Streicher y señaló a una puerta, al fondo–. Métanlo en ese cuarto. Y cúbranlo bien.
Aunque ya conocía el olor de la carne humana podrida, los años (sí, más de treinta ya) lo habían hecho olvidarse de la fuerza del hedor. Picante hedor. Agresivo hedor. Pegajoso. Más corrosivo y galopante que el óxido. Y aquel choque con un olor tan conocido, detestado con esa fuerza con que se odia lo que alguna vez se amó, además de activarle esa hormona que destapa en el cerebro el viejo cajón de los recuerdos, le clavó en el estómago un estremecimiento que tampoco sentía desde aquellos lejanos años. “Otra vez el miedo, Rob”, se dijo.
–¿Dijo algo, señor? –soltó Galtcho, ya de camino junto a Wardas hacia el cuarto del fondo, y volteó la cabeza hacia donde Streicher esperaba, mirándolos cargar el cadáver.
–Que envuelvan bien el cuerpo con las sábanas que hay en el armario y le tiren encima todos los edredones que encuentren –mintió, aunque pensó que la idea no era nada mala: “Esa maldita peste no nos puede joder la fiesta”, volvió a murmurar, esta vez seguro de que los otros ya no podían escucharlo.
¿Por qué esa bestia neblinosa del miedo lo perseguía de nuevo? Muchos años le había costado alejarla, mantener sus gruñidos rabiosos a raya, irle cortando lentamente las habituales zonas de caza, hasta que un día descubrió que su presencia intimidante se había evaporado. Miró a todas partes. Lo recuerda. Incluso dentro de sus sueños. Pero las noches, inexplicablemente, habían vuelto a ser tan seguras y tranquilas como aquellas lejanas madrugadas de su juventud, cuando tiraba sus huesos sobre el colchón caliente de su cuarto en la casona de los oficiales, allá, en el campo de concentración de Sachsenhausen, en Oranienburg. ¿Qué la hizo regresar? ¿Por qué creyó sentir su gruñido, apagado sí, pero su gruñido, “ese gruñido”, cuando se encontró una noche con aquellos dos mecánicos, refugiados como él en la apacible Suiza? ¿Eran sus pasos los que lo hicieron despertar, varias noches después, con el mismo salto en la boca del estómago que sintió el día en que los rusos lo atraparon, escondido en un granero, en Nassenheide, a pocos kilómetros de Oranienburg? ¿Estaba allí la bestia, entre ellos, colgada de la enramada que tejía el hedor por todas partes?
–¿Quién iba a decir que el famoso Charles Chaplin apestara tanto? –le oyó decir a Galtcho, que salía del cuarto del fondo, oliéndose las manos, la cara casi petrificada en una mueca de asco.
–¡Todos los muertos apestan, animal! –soltó Wardas, y miró a Streicher mientras movía la cabeza con el gesto típico de quien quiere decir “este no tiene remedio”.
–¿Crees que nos van a soltar el medio millón de francos si se los devolvemos así, tan apestoso? –dijo Galtcho, como si no le importara la recriminación de Wardas.
–Van a pagar, Galtcho, no te preocupes… –respondió Streicher.
–Sí, lo sé –le interrumpió el hombre, frotándose las manos como para arrancar la peste con el calor de la fricción, y su cara se le antojó a Streicher aun más estúpida de lo que normalmente era–. Lo que me preocupa es que dicen que cuando un tipo apesta tanto es que ya está a punto de reventar como un globo, y digo yo que no es lo mismo negociar con un muerto en toda regla y condiciones que negociar con los pedazos de un fiambre, ¿o no?
–Lo que importa es el cuerpo, hombre –le aclaró Wardas, que había ido a sentarse en una de las sillas de patas de hierro, junto a una vieja mesa de madera mala–. En pedazos o enterito, los familiares van a pagar ese dineral que les pedimos, ya verás.
Le enfermaba tanta estupidez, pero debía soportarlos. Al menos, hasta que cumpliera su plan. Desde que se le metió en la cabeza la idea de robar el cuerpo de aquel cabrón de Chaplin, una de esas luces que siempre le cargaban el cerebro de energía y luz le hizo saber que para un empeño así necesitaba dos tipos comunes, fácilmente manipulables. Y tampoco tuvo que pensar mucho para concluir que el camino estaba marcado por un poderoso caballero, dueño y señor de los destinos de todos los hombres que habitaban esa bola perdida en el universo que el bobalicón de Gagarin, el cosmonauta ruso, había llamado “Planeta Azul”, muy equivocadamente, porque a esas alturas de su vida le bastaba mirar la historia de la humanidad para saber que el color perfecto para clasificarla estaba a millones de años luz del idílico azul y tenía el más mimético parecido a la tintura indefinible de la mierda. Una verdad irrefutable. Y en ese mundo de mierda, el único caballero que conservaba su brillo, su poder, y hasta su alcurnia antigua, era el dinero.
–Ustedes buscan lo mismo que yo –les dijo en su primer encuentro, sentados en las mesitas exteriores de un bar de Clarens, villa cercana a Corsier-sur-Vevey, donde la familia Chaplin tenía su residencia–. Pero yo, además, tengo los contactos que pueden facilitar sus planes.
Se jactaba de tener la fórmula exacta para manipular a tipos como aquellos. Venía de una familia así, pobretones, muertos de hambre que no tenían ni siquiera un lugar para morirse de hambre, aunque llevara décadas ocultándolo, negándolo; incluso se sorprendió al reconocer en la rudeza de Wardas algunos gestos de su padre que creía olvidados, enterrados allá en ese pasado lejanísimo que era su niñez. Y esa marca de nacimiento, y todos los años que llevaba observando a gente como Wardas y Galtcho con la única intención de alejarse de ellos, de ser distinto, de elevarse a un sitio donde no pudiera alcanzarlo lo que llamaba “esa suciedad interior”, le permitían ir con pasos firmes hacia donde quería. Además, su conocimiento de la pobreza soterrada de la cual nadie quería hablar en la flamante y supuestamente perfecta Suiza, y su experiencia en materia de reacciones humanas ante situaciones límites, como la miseria y la falta de esperanzas, le hizo estar seguro de que aquella idea: robar el cadáver de uno de los hombres más famosos del mundo en todos los tiempos y canjeárselo a la familia por una buena suma, no podía haber surgido únicamente en su cerebro. Era realmente inconcebible. Sobre todo porque la mentalidad de los nativos de aquel paisito, perteneciente a ese engendro rarísimo y falso que los politólogos llamaban “Estado Moderno de Prosperidad e Igualdad”, se alimentaba a mordidas del morbo que la prensa incubaba cada día, y sería realmente un idiota quien no pensara que algo malo podría salir de toda esa información que se publicó alrededor de la muerte, el 25 de diciembre de 1977, de un hombre que, con respeto morboso, los periodistas catalogaban de “gloria del cine”, “eterno rey del humor” y, aun con más morbosidad, de “padre prolífico creador de ocho vidas con sus distintas esposas”, e incluso, todavía con más morbosa insistencia, de “sir Charles Chaplin, multimillonario”, y hasta de “genio que tuvo la suerte de bañarse por igual en la fama y el dinero”.
–La mesa está servida, Rob –se había dicho, luego de leer una de esas noticias–. Solo faltan los comensales.
Supo que sus planes habían sido aprobados, en el cielo o quién sabe dónde, por alguno de esos muchos dioses que la gente se inventa, cuando Ianko, uno de los muchachos que acababa de ingresar en su grupo Nación Pura y Libertad vino a la oficina de la empresa de seguros Gainer & Wolf, que dirigía desde hacía más de veinte años (sí, porque detrás del ilustre empresario Marcus Gainer había logrado encubrir la oscura y siniestra historia de Rob Streicher), para decirle que la casualidad “y la vejiga que se me reventaba ya de tanta cerveza” lo había hecho entrar al baño de un bar en las afueras de Vevey, donde pudo escuchar a dos hombres, un búlgaro llamado Galtcho Ganev y un polaco, Roman Wardas, que cuchicheaban algo: “Si no me equivoco, creo que tienen la idea de robarse el cadáver de un famoso que acaba de morir”, le dijo el muchacho, “y como usted nos dijo que tuviéramos el oído alerta por si aparecía algo así…”.
–¿Dónde dices que encontraste a ese par de idiotas? –preguntó después, cuando ya había desviado el rumbo del diálogo, con toda intención, hacia otras tareas del grupo.
–De dónde son, no puedo decirle –contestó el muchacho–. Pero si sé que caen habitualmente por ese bar. Cuando salí del baño ya ellos estaban de vuelta en su mesa y mientras estuve allí con mis amigos, el dueño los llamó un par de veces por sus nombres. ¿Quiere que los busque?
–No –respondió rápidamente y sonrió: necesitaba que el muchacho olvidara aquel asunto, y creyó que lo mejor era demostrar agradecimiento –. Haz hecho muy bien tu labor, Ianko. De esto me encargaré yo mismo.
Amir Valle (Cuba, 1967). Escritor, Ensayista, Crítico Literario y Periodista. Su obra narrativa ha sido elogiada, entre otros, por escritores como Augusto Roa Bastos, Manuel Vázquez Montalbán, y los premios Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, Herta Müller y Mario Vargas Llosa. Saltó al reconocimiento internacional por el éxito en Europa de su serie de novela negra “El descenso a los infiernos”, sobre la vida actual en Centro Habana, integrada por Las puertas de la noche (2001), Si Cristo te desnuda (2002), Entre el miedo y las sombras (2003), Últimas noticias del infierno (2004), Santuario de sombras (2006) y Largas noches con Flavia (2008). Su libro Jineteras, publicado por Planeta obtuvo el Premio Internacional Rodolfo Walsh 2007, a la mejor obra de no ficción publicada en lengua española durante el 2006. Santuario de sombras se alzó con el premio NOVELPOL de los lectores españoles a la mejor novela negra publicada en el 2006 en España. También en el 2006 resultó ganador del Premio Internacional de Novela Mario Vargas Llosa con su novela histórica Las palabras y los muertos, publicada poco después por Seix Barral y en el 2008 obtuvo el Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona, de España, con su obra Largas noches con Flavia. Sus libros más recientes son una historia novelada sobre la capital cubana: La Habana. Puerta de las Américas (alMED Ediciones, España, 2009), la novela Las raíces del odio (El barco ebrio, España, 2012) y Bajo la piel del hombre (Alfaguara, 2013). Actualmente dirige OtroLunes. Revista Hispanoamericana de Cultura (www.otrolunes.com) y la editorial Ilíada Ediciones (www.iliadaediciones.com).
Más información en su sitio web: www.amirvalle.com