Carlos Lechuga: Tato Quiñones en su luz
Por Carlos Lechuga
Tato Quiñones murió. Nuestro último encuentro se alargó. Culpa mía. Debí haber estado más cerca, más ahí. Unas horas antes de su partida estuve en el hospital. En el Calixto, con Anamelys. No dejaron entrar a mucha gente. La familia. Ana. Le mandé un mensajito.
Hace años que lo conocía. Visitaba mi casa. A veces con bastón, a veces con las manos libres. Siempre con su boina, sus espejuelos y con su elegancia constante.
Tato Quiñones era un caballero. De los de antes.
Un día llegó a la casa con una amiga. Una mujer alta, bonita, vistosa. Eran como las seis o las siete de la tarde y estábamos a punto de comer. Tato no había avisado, pasaba a saludar, andaba cerca. De mil maneras tratamos de que se quedara a comer pero se negó. Para que no insistiéramos nos inventó una mentirilla blanca. Dijo que él y su amiga venían de comerse una paella exquisita, una paella con todo, con pollo, con langosta. Estaban llenos. Por la cara de la amiga me di cuenta que todo era una fantasía.
Su buena educación no le iba a permitir aceptar un plato de comida sin haber avisado antes. A punto de partir le preguntamos en que se iban, si cogerían un carro o una guagua y Tato, con una convicción tremenda, a pesar de vivir lejos, nos dijo que se iban caminando. Después de una buena paella lo mejor era caminar bastante. Además, la noche estaba hermosa.
No me queda claro si en ese momento estaba corto de plata o si realmente quería caminar con esa señora bajo la noche y las estrellas. Pero Tato tenía ese misterio, esa manera de jugar con las palabras, decir una cosa y al mismo tiempo entrar en mil capas más importantes.
Lamento mucho no haber estado más cerca. Más para él. Como dice el dicho, solo me acordaba de Changó cuando tronaba. En los momentos más malos de mi vida, en los huecos más oscuros, ahí iba corriendo a verlo.
Me acuerdo de varias de las consultas que me realizó. Ya estaba mayor. No atendía a cualquiera. Se mareaba un poco y las piernas no lo acompañaban, pero así y todo me dedicaba par de horas. Era así. Dispuesto a ayudar.
Me hizo una rogación de cabeza hermosa. Me habló de las diferencias entre un arma blanca y un arma de bambú para el momento del sacrificio. Una paloma blanca. Una cruz color rojo. No te asustes, me dijo. Mentira. Tranquilo, fue lo que me dijo antes de tocarme con la sangre del animal.
El respeto que emanaba hacia los misterios. Sus movimientos, la cadencia…
Cuando mi divorcio me llené de una pena tremenda y no tuve el coraje de ir a verlo. El defendía mucho mi matrimonio. Debí dejarme de temores y boberías. Debí haber ido a verle.
En el medio de una situación con la policía me dio un consejo tremendo. Me aclaró la cabeza y gracias a él el camino fue menos rocoso.
En una misa en la iglesia de Reina dedicada a los independientes de color, lo vi llegar solito, con su bastón, erguido como un palo de monte. En la proyección del documental de Natalia Bolívar lo vi con su discípulo Mario. Tato me dijo que lo tenía abandonado, que no iba a verlo. No sé porque solté una estupidez: Es que no tengo dinero para el taxi. Me miró con una cara tremenda.
Lo recuerdo caminando por el parque de H y 21. Preguntando por su amigo Juan Carlos Tabío. Reuniéndose con los jóvenes. Nunca hablamos de eso, pero creo que en Nueva York logró ver mi segunda película Santa y Andrés… una amiga en común me dijo que le había gustado el uso del IREME. Le parecía respetuoso.
Este texto se lo debía. Lo he retrasado mucho. Pero este inicio de año me ha traído una energía de tranquilidad, como si estuviera cerca. Como si guiara mis pies todavía.
Aún conservo una estera y un gorro blanco que me pongo para la edición de mis películas.
El día que lo velaron en la funeraria fue duro. Llegué temprano y mucha gente estaba aún en la ceremonia espiritual que tiene lugar en la casa de un babalawo como él. Vi pasar su cuerpo con su cabeza coronada. Su cabeza prodigiosa. Al verlo pasar me quite la gorra y en esa milésima de segundo le deseé toda la luz del mundo. Estoy seguro que él también me mandó tremendo iré.
Es un lujo conocer a un señor con tantos matices, con tanto trabajo hecho. A veces me compro un libro, una antología y allí aparece un cuento de amor de Serafín Quiñones. Otras veces releo y estudio sus libros de religión. Me lo imagino en los trabajos de guion. Con Titón, con Tabío.
Tato nos ha dejado muchas cosas bellas. Nos enseñó mucho. Pero leerlo escribiendo sobre el amor, sobre una mujer, me lo pone tan a mano, tan terrenal, tan como cualquiera.
Eso tienen los grandes hombres, llegan, aman, se van… pero al mismo tiempo dejan una nube de luz y conocimiento para todos los que lograron estar cerca. Nos prendió a todos.
Donde quieras que estés, Tato, tienes que saber que acá te recordamos mucho. Se te quiere.
Carlos Lechuga. La Habana 1983. Director, guionista, script doctor, ghostwriter y muy cinéfilo. Estudiante de la FAMCA del ISA y de la EICTV. Ha dirigido hasta ahora varios cortos y dos largos. Ha trabajado con cineastas como Humberto Solas, Juan Carlos Tabío, Iciar Bollain. Sus obras han estado en varios festivales internacionales como Toronto, Rotterdam, San Sebastian y en museos como el Moma.