José Ángel Cilleruelo: Bailar

(Foto: José Ángel Cilleruelo)

 

B A I L A R

 

1

Insaciable geómetra, la música genera figuras adictas al movimiento, pero las plasma sobre la pista con desdén. Cuanto mayor sea el número que produce, menores resultan la precisión del trazo y el respeto a la identidad. Geómetra inexperta, la música confunde lo que ocurre en el espacio que domina y lo que pasa en el infinito que los deseos proyectan. Desatiende la superficie de los cuerpos, que agrupados se transforman en grumos. Sus hallazgos, nadie duda de su genio, se acumulan en el cajón donde los abandona. No trata de conservar en su memoria ningún gesto. Huraña, renuncia al tiempo.

 

2

La noche utiliza para su escritura una estilográfica cuyo plumín gotea tinta evanescente. Los cuerpos, que han entrado en su refugio con la perfección de los cuidados, pierden rotundidad. La cadencia de los colores que traen se desvanece cuando interpretan los designios del presente sobre la pista. La hermandad del sudor convoca a sus adeptos. Ninguna copa del encinar permanece indemne al cierzo. Ninguna gota del torrente evita el salto al llegar a la cascada. El sudor mira en la frente, habla desde el plexo solar, grita en las axilas. Oprime los pensamientos, a los que anuncia su inmediata desaparición.

 

3

Cada noche que se cruza el umbral, se vuelve a entrar por primera vez en el club. Y suena el ritmo que sonaba aquel día, aunque el DJ ni tenga el disco entre los que piensa pinchar. Y merodean la pista no las personas que ve sino las que había entonces en pie, junto a la barra, con un vaso en la mano y una sonrisa que expresaba aceptación. Empezar a bailar es también arrancar los movimientos como si no se hubiera hecho nunca y sin contar con la seguridad de que los músculos respondan a las exigencias del instante.

 

4

El arco de medio punto que sostiene el enladrillado de la noche. La intimidad recuperada por las paredes de piedra que han resistido a la intemperie. Los palos torcidos de un antiguo vallado en conversación con las sombras de los conjurados. Las ramas de la higuera extendiéndose como brazos de un devoto cuando reza. La música, su oración. La alfombra de la maleza pisoteada por quienes bailan. Los bidones oxidados vestidos con el reflejo de las luces. El súbito amanecer entre las ruinas del viejo pajar desenmascara cuanto el ritmo ha confundido mientras reinaba la luna sobre la fiesta ilegal.

 

5

Las viñetas insaciables del movimiento carecen de idioma. Las palabras que han sido expulsadas solo recobran un ápice de sonoridad en la cola de los servicios, donde el dibujante añade uno sobre otro los bocadillos verbales. Unos junto a otros, pegados entre sí, vocablos infiltrados en los oídos ajenos. Conversaciones corales sin director del coro y sin partitura. Frases que se pronuncian para nadie, pero cualquiera puede interpretar. La multitud desconocida que aguarda se transforma en comunidad a través del lenguaje vertido como fina lluvia. La extraña familiaridad que suscita una puerta que tarda en abrirse, pero rápidamente se cierra.

 

6

Los pasos que nos igualan ante los demás, en la pista distinguen siempre la singularidad de cada cual. La identidad que se abandona al empezar a bailar, se recupera como una impresión difusa entre quienes bailan al lado. Nada hay más estimulante que los antagonismos. La unión que no existe se extiende conducida con fervor por el ritmo, piloto de un avión que vuela cielo adentro sin haber despegado del suelo. Nunca la lejanía natural entre desconocidos se ha expresado con mayor confianza. Juntos en un único propósito carente de finalidad. Lo que las paradojas anudan, ningún presente consigue desatar.

 

7

No existe silencio, ni en la fiesta ni en el club. Lo más parecido es una botella de agua que devuelve los líquidos que el sudor roba al cuerpo. En el instante de detenerse, alzar el brazo y beber aparece una mano que reclama un sorbo. Y después una segunda ya se da la vuelta y el agua huye hacia incógnitas gargantas. A cambio a veces se dicta un número que se inscribe con errores en el móvil y de vez en cuando, un beso. Que parece llegado de otro tiempo y, como la botella, dispuesto a partir de inmediato.

 

 

José Ángel Cilleruelo nació en Barcelona, en 1960. Ha publicado los poemarios: El don impuro (1989), Maleza (2010), Tapia con mirlo (2014) y los poemas en prosa: Glería de charcos (2009), Vitrina de charcos (2011), Becqueriana (2015) y Pájaros extraviados (2019) .
En narrativa ha publicado: El visir de Abisinia (2001), Trasto (2004), Doménica (2007), Al oeste de Varsovia (2009), Una sombra en Pekín (2011) y Ladridos al amanecer (2011). Y la prosa memorialista: Barrio Alto (1997) y Almacén: dietario de lugares (2014).
Mantiene la bitácora de creación ElvisirdeAbisinia

 

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