Enrique del Risco: El ciego maravilloso que no era Homero

El Ciego Maravilloso que no era Homero
Por Enrique Del Risco
Cualquiera que se haya tomado el trabajo de estudiar el asunto lo sabe: nadie ha aportado más al desarrollo de la música afrocaribeña que el cubano, negro y ciego que se presentaba bajo el nombre de Arsenio Rodríguez. Ese fue el nombre que se hizo famoso porque en realidad El Ciego Maravilloso nació como Ignacio de Loyola Travieso Rodríguez Scull, un nombre que cuando terminas de anunciarlo ya la pista de baile se te ha quedado vacía. Nació el 31 de agosto de 1911 en el pueblito de Güira de Macurijes y los detalles de su infancia están cubiertos de un manto de misterio. El manto de misterio con el que la pobreza suele cubrir a los que nacen en ella. Si uno es hijo de reyes ya nace con escribas que dan fe de cada pasito que dio el joven príncipe, aunque luego no sirva para mucho. Hijo de reyes o de clase media primermundista, con sus álbumes de fotos y sus peliculitas en 16 mm y colores porosos. Pero si naciste pobre y luego te vuelves famoso tus primeros años van a parecer cosa de leyenda. Más si te quedas ciego de pequeño y entonces inventan el mito de que una mula te dio una patada y por eso perdiste la visión.
Perder la vista no es el fin del mundo si Dios —o el orisha encargado de esos asuntos— lo compensó con un oído excepcional. Y con una familia como la de Arsenio, de origen Congo e iniciada en los misterios del Palo Monte que es como decir que tienes línea directa con el mayor yacimiento de ritmos del planeta: África. Sobre todo el África de los siglos XVIII y XIX, antes que la invadieran los misioneros para convencer a los africanos que sus tambores eran cosa del diablo. Cuando la familia de Arsenio se mudó de Matanzas a Leguina, el barrio negro del pueblo habanero de Güines, el niño tuvo la oportunidad de crecer entre el resto de las tradiciones musicales africanas más comunes en Cuba. Allí Arsenio aprendió a tocar la marímbula y la botija que eran
como el contrabajo de los pobres y más tarde dominó el instrumento con el que se hizo famoso: el tres. El tres es esa guitarrita pobre que tienen todos los pueblos: humildes en posibilidades armónicas pero con un sabor insuperable.
En 1926 pasó un ciclón por Cuba que arrasó con medio país y los Travieso Rodríguez Scull aprovecharon la confusión para instalarse en La Habana y que los muchachos empezaran a dedicarse seriamente a la música. En esa época estaba de moda en La Habana el son, género que se convirtió en el núcleo de la música cubana hasta la llegada del reguetón. Y quien dice son dice sextetos y septetos de sones, agrupaciones que se pusieron de moda e iban a grabar a Nueva York los éxitos que luego volvían locos a quienes se atrevieran a bailarlos. Ya por entonces la destreza de Arsenio con su tres empezaba a ser solicitada por las agrupaciones de son que brotaban en La Habana como hongos después de un buen aguacero. O de que no te secas los pies.
Los septetos en los que tocaba Arsenio por esa época no eran de los más exitosos ni iban a grabar a Nueva York, pero le permitieron ir armando un repertorio con sus propias canciones. Una de ellas, “Bruca maniguá”, fue grabada por la recién fundada Orquesta Casino de la Playa y se convirtió en un éxito inmediato y rotundo. Tal éxito debió alegrar a Arsenio, pero no satisfacerlo por completo. La canción sonaba bonita, era cierto, como bonitos debieron ser los cheques por derechos de autor, pero Arsenio andaba a la búsqueda de un sonido distinto al que producían las grandes orquestas al estilo americano. Algo que sonara como los septetos, pero con más potencia. Que al cantar “sin la libertad no puedo vivir” sonara como un grito de guerra no como una nana para dormir bebés. Y que cuando les ofrecieran los espacios que se estaba ganando con el son pudieran llenarlos con su música por completo. Arsenio no estaba solo en la búsqueda de ese sonido, pero nadie la llevó a cabo con tanta conciencia y claridad.
De manera que Arsenio se inventó el llamado conjunto de son. O, que ya dijimos que no era el único que iba en esa dirección, le dio su forma definitiva. El tresero partía del septeto, con su música graciosa pero que sonaba a cosa antigua y le añadió un piano, una tumbadora y una segunda y hasta tercera trompeta. El piano no iba a ser elegante y ornamental como en las grandes orquestas sino peleón y manigüero, imitando la furia y la gracia del tres, pero con muchas más teclas. A la tumbadora la puso a conversar con el bongó y las trompetas les encargó que fueran añadiendo capas de música como si de una sinfonía salvaje se tratara. Y todo para cantar canciones que harían sonrojar a los reguetones de ahora. Letras como “dile a Catalina que se compre un guayo que la yuca se me está pasando”. O “en la puerta de mi casa sentí que se me paraba el relojito de pulsera que en el bolsillo llevaba”. El conjunto de Arsenio arrasaba entre los bailadores negros, aunque los blancos —que dominaban los grandes salones de baile— preferían que el son les llegara disuelto en violines y con letras más blandas para poder asimilarlo. Otras orquestas asimilaban los descubrimientos de Arsenio disolviéndolos en un sonido más complaciente y el tresero sentía que le robaban la gracia y las ideas mientras a él no le llegaban ni la fama ni el dinero.
En algún momento Arsenio decidió que cuando viera la próxima oportunidad no la dejaría pasar pero para ello debía operarse de la vista. Ese fue el motivo de su primera visita a Nueva York en 1947: ver al oftalmólogo Ramón Castroviejo para que le restaurara la córnea y pudiera ver. Cuenta la leyenda que cuando el doctor le informó que no se podía hacer nada con sus ojos Arsenio, con su corazón roto, compuso una de sus canciones más famosas: “La vida es sueño”. Esa que empieza diciendo “Después que uno vive veinte desengaños qué importa uno más” y sigue con que “el mundo está hecho de infelicidad”. No parece haber sido el momento más alegre de su vida.
Arsenio regresó a Nueva York en 1948 a tocar y grabar con Chano Pozo y con Machito. La ciudad le debió parecer un buen sitio para pasar un rato, pero no necesariamente para vivir en ella. Pero
entonces aparece otra leyenda. Y es que en un baile en La Habana alguien quiso agredirlo y su hermano Kike salió a defenderlo matando al agresor. Kike fue a prisión, pero por gestiones de Arsenio y familia el condenado recibió un perdón presidencial y pudo salir de la cárcel. Solo que la familia del muerto, a diferencia del presidente, no estaba muy inclinada a perdonar a Kike y este tuvo que irse a Nueva York. Allí lo siguió Arsenio en 1952 haciendo del Bronx su cuartel general, aunque a cada rato bajara a Manhattan a revolver el Palladium Ballroom con su música.
Mientras tanto Dámaso Pérez Prado, expianista de aquella Orquesta de la Playa que le había grabado “Bruca maniguá” a Arsenio, se había ido a México y desde allí estaba conquistando al mundo con su mambo. Todos parecían entusiasmados con el nuevo ritmo menos Arsenio quien estaba convencido de que la esencia del mambo estaba contenida en las canciones que llevaba componiendo y tocando desde hacía tiempo. Como es usual, todo el mundo estaba con el héroe del momento —Pérez Prado en este caso— y todos los que intentaron reclamarle una parte de su éxito, que no fueron pocos, tuvieron que conformarse con verlo triunfar. Todos menos Arsenio, a quien le sobraba talento y estaba seguro de que algo nuevo se le ocurriría.
En efecto, en los años cincuenta y sesenta en Nueva York a Arsenio se le siguieron ocurriendo canciones y ritmos solo que sus ideas andaban por un lado —en el futuro, preferiblemente— y los gustos del público por otro. Y cuando Arsenio trataba de adaptarse a los gustos del público tampoco le salía bien. Debió ser frustrante para alguien que sentía —con razón— que merecía más reconocimiento del que había tenido. Buscando reiniciar su carrera viaja a Los Angeles para abrirse camino por allá pero mientras lo intentaba el 30 de diciembre de 1970 una neumonía lo despachó sin muchas ceremonias para el otro mundo, allí donde no llegan los cheques por derechos de autor. Los restos de El Ciego Maravilloso fueron enterrados en el cementerio neoyorquino de Ferncliff donde años después se dispuso una modesta tarja.
La historia de Arsenio hubiera sido como la de tantos músicos olvidados si no fuera porque desde años antes de su muerte venía fraguándose la revolución de la salsa, inspirada en buena medida en las ideas musicales puestas en circulación por él. No es que todos los salseros neoyorquinos le dieran mucho crédito al tresero muerto, que la vida es muy corta y “hay que gozar lo que puedas gozar”. Pero siempre hubo alguno, como el pianista y compositor Larry Harlow, quien tuvo el buen gusto de publicar a pocos meses de la muerte de Arsenio su Tribute to Arsenio Rodríguez que incluía cuatro composiciones del fallecido. Y, por si fuera poco, y nadie hubiese captado la indirecta, en 1974 Harlow —que se hacía llamar El Judío Maravilloso— sacó un nuevo disco con cuatro canciones de Arsenio que llevaba el título de Salsa: por si no quedaba claro de donde venían los ingredientes de la receta que ponía a todos a bailar en aquellos días. Y cada vez que la música cubana despierta de sus esporádicos letargos no encuentra mejor modo de hacerlo que agarrándose a los hallazgos de aquel ciego que buscaba con su fantástico oído.
(Este capítulo, generosamente cedido por su autor, pertenece al libro inédito «Nueva York se escribe con ñ», en proceso de edición)
Enrique Del Risco Arrocha (La Habana, 1967). Licenciado en Historia por la Universidad de La Habana y Doctor en Literatura Latinoamericana por la New York University (NYU), en donde actualmente se desempeña como profesor del Departamento de Español y Portugués. Ha publicado los libros de relatos, Obras encogidas (La Habana, 1992), Pérdida y recuperación de la inocencia (La Habana, 1994), Lágrimas de cocodrilo (Cádiz, 1998), Leve Historia de Cuba (Los Angeles, 2007) y ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? (2008), obra con la que ganó el V Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz. Su tesis de doctorado apareció con el título de Elogio de la levedad. Mitos nacionales cubanos y sus reescrituras literarias en el siglo XX (Madrid, 2008) y también ha publicado la colección de ensayos Los que van a escribir te saludan. Ensayos sobre literatura y poder (Richmond, 2021). Es autor de los libros de memorias Siempre nos quedará Madrid (Nueva York, 2012) y Nuestra hambre en La Habana (Barcelona 2022), coeditor de Pequeñas resistencias 4: Antología del Nuevo Cuento Norteamericano y Caribeño (Madrid, 2005) y editor de El compañero que me atiende (Madrid, 2017) y El túnel al final de la luz: los años cubanos de la perestroika (Madrid, 2025). Con el seudónimo Enrisco publicó una columna semanal en el diario digital Cubaencuentro por varios años y ha publicado las colecciones de artículos humorísticos El comandante ya tiene quien le escriba (Miami, 2003) y Enrisco para presidente (Nueva York, 2014). Turcos en la niebla, su primera novela, obtuvo el XX Premio Unicaja de novela Fernando Quiñones en 2018 y fue publicada en 2019 por Alianza Editorial.

