Waldo Pérez Cino: Ci vediamo a Gerusalemme

Reseña de Cien botellas en una pared,  Ena Lucía Portela
2002, Madrid, Debate, 268 págs

En uno de los pasajes más extraños de Vértigo –todo él libro de extrañezas– Sebald refiere un encuentro casual en Venecia. ¿Casual? Sebald juega en Vértigo, todo el tiempo aunque con una seriedad mortal, a poner en solfa la noción misma de casualidad. Casual, en fin, o no: el narrador conoce a Malachio, de quien sólo sabremos que es veneciano, que ha estudiado astrofísica en Cambridge. Malachio lo lleva en su barca mar adentro, a ver la ciudad –el frente de luces de las refinerías de Mestre, y luego, a la vuelta, los fuegos del Incineritore Comunale donde se quema de continuo, brucia continuamente– desde lejos. En el libro no habrá más referencia a Malachio, que se despide con un Ci vediamo a Gerusalemme, y aun se vuelve (ya la barca que se aleja, tendrá que gritarlo) para insistir: el año que viene –sí, o por fin, al fin: hay el énfasis sobre una expectativa o una posposición– en Jerusalén.

El año próximo en Jerusalén es el título de la primera novela de Linda Roth, que en Cien botellas en una pared –la tercera de Portela– es, amén de autora de ésta y de otras dos, la mejor amiga de Zeta, y también la amante –luego ex– de Alix Ostión (lo de Ostión por lo poco de locuaz y algo de bruta, una pequeña crueldad de sus rivales en el afecto de Linda; éste es un libro donde los apodos abundan). Linda se dedica al género negro y es, en palabras de Zeta, «una escritora profesional, una escritora de verdad, viajera, ambiciosa y enérgica, a sus horas feminista y con pensamientos de gran envergadura». Aunque a fin de cuentas, ¿qué o quién es alguien? Zeta, que es quien cuenta, se lo preguntará varias veces. Alix en la novela es casi una sombra, menos ella misma que la amante de, y quizá su entidad más de fondo esté en un único gesto, el último antes de desaparecer y borrarse, que desencadena la muerte de una persona para salvar a otra que todavía no ha nacido. La amistad de Zeta y de Linda se remonta a la infancia y se hace, veladamente, la armazón secreta de la fábula de Cien botellas, aunque Zeta juegue a mentirnos que nos está contando sus amores con Moisés y su anunciada muerte en los bajos de la Esquina del Martillo Alegre. Cuando comienza a narrar ya Alix no está, Moisés está muerto y ella espera un hijo suyo. Cien botellas cuenta –en una suerte de mise en oeuvre– lo que media entre esos dos jalones de un mismo momento, el intervalo para ese mismo después. Lo hace, además, como si quien narrase –Zeta, ¿quién si no?– estuviera convencido de que en los tiempos que corren cualquier literatura mayor es imposible o baladí (sé que esto es una extrapolación, pero ahí está La sombra del caminante, la anterior novela de Portela, para desmentirlo) y sólo cupiera la parodia de sí misma, ponerle luces y humor al esperpento. Las más de las veces, aquí, en el registro grotesco o cínico de un humor desencantado pero lúcido(1), y en un habanero que recorre todas sus variantes, del prestigio al orilleo: un magma. Del que sobrenadan o trascienden algunos gestos humanos, un trazo: Alix que se esfuma una vez que todo ha pasado, o Marilú, ausente ya de todo, autista en su mundo clausurado a cal y canto. Lo cierto es que el texto sabe ser eficaz, promueve y anima su propia lectura en una articulación del relato como suma de peripecias que desemboquen a su final (que es, ya se dijo, también su principio).

Todo ello apoyado por la oralidad –tan importante en su tramado con la escritura como en la construcción misma de la historia– o por su conveniente mímesis imbricada en situaciones, escenas sucesivas. Y escribo adrede escenas en vez de pasajes; el otro elemento que cobra particular peso en la cohesión narrativa de Cien botellas es la escenificación puntual, casi plástica, de lo que se narra, que pareciera proceder con la idea de no dejar rastros, de borrar las huellas que dejen seguir el sentido que habita las historias de esos diez años que estremecieron la ciudad. Un engranaje casi cinematográfico, en concatenación de imagen narrativa tras de tras de otra (2), y que en una obra como la de Portela cuesta ignorar como voluntad de estilo –o más bien, como una cierta voluntad de construcción en torno a lo que pasa en la historia y a cómo se organiza, que marca ese estilo. Hay una turbia, chocante belleza en muchas de esas imágenes, que se nutren tanto de un entorno –La Habana de hace poco, de ahora mismo– como de su propio ritmo sincopado por la oralidad o los imperativos del relato.

La lectura de Cien botellas deja, cómo no, un poso de ambivalencias. Por un lado, qué duda cabe, es una novela diferente, y esto vale en dos direcciones opuestas: distinta del panorama narrativo que le es contemporáneo; distinta (y mucho) de la obra anterior de su autora. No creo que haga falta insistir demasiado sobre esa peculiaridad, así que me limito a subrayar los puntos que entiendo significativos y en torno a los cuales esa doble diferencia –lo menos de cierto modo– confluye (tienta un adjetivo como equidistante, a medio camino de una cosa y de otra, pero no creo que sea el caso). Si los títulos anteriores de Portela se apartaban decididamente de una cierta manera de contar al uso, éste, sin que deje de resultar muy distinto de lo que suele primar, está mucho más cerca de alguna de sus claves, esto es, de lo referencial y lo estrictamente diegético y de la recreación narrativa de un entorno o circunstancia (aquí, a través del privilegio concedido a un relato incesante y, eso sí, sin pretensiones testificales).

Lo paradójico estriba en que lo aleje de ese limo común justamente la resuelta singularidad de un estilo –vale decir, todo lo que tendría en común con sus dos novelas anteriores– que en ésta, a un tiempo, resulta tan distinto de aquéllas (nada de énfasis en la propia escritura, poco de intertextualidades golosas, ninguna digresión que dicte el rumbo narrativo; aquí se cuenta sin más, el trabajo de la palabra pretende pasar desapercibido o ser natural, un soporte autosuficiente para contar una historia).

Por otra parte, ¿se trata sólo del privilegio del relato, arropado aquí por un trabajo de precisa eficacia? Hay más, o debería –y algo hace esperarlo, lo mismo que deja sospechar todo el tiempo que bajo su superficie transcurra otra cosa, un fondo que de tan evanescente deviene inalcanzable, pero que imaginamos revelador en su desplazamiento continuo. Bien pudiera ser ésa la consecuencia última del registro por el que transita Cien botellas, un movimiento que anima a otro juego de remisiones opuestas (o de disyunciones semánticas, con lo que tienen de expectativa y posposición): todo es más simple de lo que parece, y ese sentido que pareciera latir debajo, oculto tras la historia es mera circunstancia y devenir narrativo, un eco. El mundo es así. Pero también, a un tiempo, viceversa; bajo las peripecias en apariencia arbitrarias de lo que se cuenta se esconde un sentido pleno –pero siempre pospuesto, siempre en fuga: Ci vediamo a Gerusalemme. Mañana. En otro sitio. Acaso de ese contrapunto de actitudes contrarias (pero que inevitablemente se superponen en un misma lectura) gane siempre la primera: tras una historia se esconde otra historia, más nada. Que no es poco.

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(1) Que mucho incorpora del estruendo y la furia y la lengua en que se hablan; la sordidez o la violencia cotidianas (no como excepcionalidad sino como condición misma del ser, bajo ciertas circunstancias rendido a sus demonios) asumen mil formas –Moisés y su particular yihad, pero también la pistola en el bolso de Linda–. La mayoría de ellas son triviales, domésticas, cordiales casi; otras, como la historia de Mary la rojita, de una oscura brutalidad.

(2) Naturalmente, no me refiero a una mera influencia cinematográfica, un patrimonio demasiado genérico como para caracterizar nada, sino a la relevancia propiamente diegética que en estas páginas cobra la imagen. Algo hay de similar a esa disposición narrativa, tan vinculada a su representación plástica, en The Autograph Man (2002), de Zadie Smith (Londres, 1975); pero en el libro de Smith la voluntad de disponer un sentido (o su búsqueda) es visible –y se hace incluso sostén de lo mismo que se cuenta, se inmiscuye en lo que se lee. Hay también otros paralelos, pero que importan menos: Alex Li- Tandem es también judío –como Linda Roth, por herencia accidental–; como en Cien botellas, la historia se articula en torno a una amistad que se remonta a la infancia, y en la que subyace una cierta tensión erótica entre un personaje homosexual y otro hetero, cuya pareja –Esther en aquella, Moisés en ésta– lleva un peso protagónico en el relato; todos, a su vez, transitan con relativa facilidad los márgenes difusos entre la ilegalidad y un mundo adecuadamente amueblado y de prestigio; más allá de todo eso, ambos libros –es lo que me interesa subrayar– se hacen contar mediante una peripecia incesante, escenificada.

Waldo Pérez Cino (La Habana, 1972). La demora, su primer libro de relatos, se publicó en La Habana en 1997. Desde entonces reside en Europa. Ha publicado los relatos de La isla y la tribu (2011) y El amolador(2012), los volúmenes de poesía Cuerpo y sombra (2010), Apuntes sobre Weyler (2012), Tema y rema (2013) y Escolio sobre el blanco (2014) –recogidos todos en Aledaños de partida (2015)–, y el ensayo El tiempo contraído: canon, discurso y circunstancia de la narrativa cubana (2014). Desde 2014 dirige los sellos editoriales Almenara y Bokeh.

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