Claudia Aboaf: El ojo y la flor (fragmento)
El libro de Andrea
Así se escribe la poesía tajante […] Con las patas llenas de barro
Divididos, «Tajo C»
A veces he dudado que tu agua sea de agua […] durante muchas horas la misma agua admirada parece hecha de tierra si no intervienen albas
Silvina Ocampo
Le faltó sabiduría para casi todo durante el invierno que por fin terminaba. La gracia de las estaciones marcadas. La mariposa negra, la polilla oscura y polvorienta fue su almanaque. Andrea las vio en marzo cubrir las ramas de los sauces con sus pequeñas estructuras: doblando el abdomen, las polillas negras pusieron sus huevos en los ni- dos, desprendiéndose de pelos y escamas. Por dentro el capullo se forra de hilos de seda que hacen las mismas larvas. Así toleran el frío. Andrea había trasladado su cama cerca de la cocina económica de hierro negro. Acopió leña para todo el invierno.
Ahora en octubre, cubrió la cocina de hierro con un rectángulo de hule estampado. Y las larvas, las orugas o gatas peludas, el bicho quemador, perforan las pupas. Con sus mandíbulas fuertes mastican las hojas tiernas de los sauces respetando las nervaduras. Son movedizas e irritables y cuando algo les molesta se arrojan al suelo retorciéndose o caen al río desde los árboles. Urticantes y voraces pelan los sauces en todas las secciones del Delta.
En diciembre recomenzará el vuelo de las mariposas negras. Ella también salió del capullo pero no se siente transformada.
Arrastra el borde desflecado de la toalla como raíces finas de aguapé. Ve pasar un camalotal desplazándose con dificultad en el río, decenas de aguapés agrupados, con espigas rectas y flores lavanda, algo caídas. El verano anterior cantidades de camalotes bajaron del norte por el caudal del río y bloquearon el Delta. Se ha visto cómo oscurecen lagunas y agotan el oxígeno del agua. Andrea apretó pecíolos flotadores llenos de aire. La masa de verdura parece detenerse, pero continúa con el flujo laminar en lo que su vista abarca.
De pronto se siente una pasajera a quien le llegó la hora de seguir el viaje. Mira la lancha amarilla y calcula la marea del día (que sigue extrañamente baja) mientras camina por el sendero de sirga cruza- do de raíces que sobresalen pulidas por el paso de la gente. Tropieza con una, y al caer sobre un nudo se da una trompada en la boca. Le sangra la nariz. Sangre y tierra se mezclan en sus ojos con un llanto breve. Le tiñen el rostro. Está tumbada boca abajo; late de manera vertiginosa. No alcanza la toalla. Está casi desnuda y su cuerpo blando se moldea al suelo. Siente dolor en una rodilla y calcula que la costra que cubrirá su piel lastimada será una membrana mezclada con tierra. Afloja la lengua y con la saliva crea una pizca de arcilla que impregna su boca.
Sigue tumbada, pegajosa. Le duelen partes pero ya no está tan incómoda. Su cabeza quedó en posición de mirar la casa longeva, cargada sobre puntales que dejan libre el entresuelo. Andrea observa los remos de la canoa, una cortadora de césped, garrafas arruinadas, y la sombra negra que proyecta la casa. La lancha almacenera trae esas bombonas violetas en el techo, siempre cachadas, y cuando bajan una en el muelle, observa si la válvula está estropeada. La lleva girando a los bandazos, teme que explote en sus manos. A esa última, la abandonó en el muelle. Ahora mismo le sacaría el seguro para acercar un mechero, dice masticando barro.
No quiere vestirse y menos lavarse, algo usual para engancharse al ciclo de las estaciones repetidas que parecen detener la vida. Por el momento la recursión la incomoda: llamarse a sí misma para los mismos problemas. Que un mínimo gesto la obligue a doblar el abdomen para colocar aquí sus huevos. Cuando cobró la indemnización, fue nombrada en las enormes pantallas del Delta, su cara es conocida, “y ahora qué vas a hacer con la plata, Andrea”: las preguntas le caían maduras desde cualquier planta.
Se siente deshilachada, como la toalla que abandonó en la tierra, bien hecha pedazos y colocada entre objetos enteros. Además, el retorno a la Naturaleza le parece una propaganda, está ahí, bien inmersa en la selva suave del Delta, pero es una hija adoptada. Dada a esa vivienda temporal, dada a la isla. Al levantarse no percibe calma, más bien el letargo del descuido.
El río brilla en tildes bruñidos, y los sauces con brotes nuevos que viven o mueren entre las fauces de las orugas continúan su ciclo. Pero desde la caída del Rey, como Andrea sabe, muchos habitantes emigraron hacia el sur, amontonados en chatas areneras o en chatas paleras. Ha visto pasar alguna, cargada con un racimo apretado de gente, y pensó que tal vez Juana estaba ahí, abandonando Tigre junto con las abejas industriosas despojadas de su propia miel. Últimamente no ha visto lanchas, las pantallas de publicidad están apagadas. Por un tiempo el río pareció recuperar su gobierno y ahora está en retirada.
Nadie la va a sacar de la isla de la mano y ninguna industria determinará el alimento de Andrea, pero el silencio progresa aumentando el ruido de la Naturaleza. Junto con la partida de isleños vecinos, la carga de su historia empieza a hacerse oír a falta de otras voces. Se ha dado un golpe en la cara, puteó en voz alta, abandonó la toalla y está descalza. La greda pegada a su piel húmeda ha formado una capa seca que comienza a cuartearse como un vestido arrugado. ¿Decide irse? ¿O como su padre, se ha ablandado al seguir la corriente? Sin embargo, teme que otro invierno la apolille dentro de la casa.
Se acerca hacia el muelle firme del vecino que desde siempre permitió que amarrasen allí la lancha amarilla, aun en tiempos comprometidos en que los ríos estaban colmados de ideologías. Sube al barco con media cabina, un trucker para pesca que navega con poco calado, y enciende el motor. Suelta la amarra, desarma el nudo marino con brusquedad. Escaso ruido del motor anticuado y estela fina. No hace ola que estrelle el agua en las costas. En eso se siente correcta y no una amenaza para la madre Naturaleza. Mientras pone la proa hacia el Paraná, tiene la idea cruda de que la Naturaleza violada es el permiso de todas la violaciones reiteradas. Una maldición suspendida sobre la cabeza de la gente. Nadie quiere ser expuesto ante la madre original con la cabeza gacha. Todos disimulan la tierra debajo de las uñas, y así continúa la violación serial a muchas madres del planeta. Ahora que no está el Rey, piensa, y no hay quien venda el agua dulce “La Delta”, busca su venganza.
La lancha navega firme. Fue usada para pescar y, cuando era chica y acompañaba a su padre, para transportar en la noche cerrada a algún refugiado desde la estación fluvial de Tigre. Después él huyó a Misiones, a casa de una prima, donde lo secuestraron y encontró el final de su vida.
Encausa la lancha por uno de los canales. De pronto, el ruido del motor cambia forzado por el reemplazo de sustancia, y comienza a escupir barro. Lo inclina y avanza, atenta a las volutas espesas que forma la hélice. Navega lento buscando la profundidad a tientas. Comienza a asustarse, no contempló ningún derrotero; no lleva mapas. Está desarropada. Le duele la boca. El labio sangra, detiene el flujo con un poco de limo. Se obstina en horadarlo, y el barro la salpica. Fuerza el motor; hace fuerza con su propio cuerpo, cada vez más cubierta con esa sustancia. “Soy la reina del limo”, dice para no acobardarse.
Finalmente queda varada en los Bajos del Temor o el Falso Zueco, no está muy segura de las coordenadas. Comprueba con el bichero que apenas un agua somera oculta el fondo. La panza del barco descansa sobre el lecho. Unos juncales altos impiden que se incline. Pero enseguida los juncos comienzan a agitarse con un viento gris inminente: es el Pampero, un cigarro de nubes que por ahora reposa en el horizonte, pronto comenzará a desenrollarse.
Se envuelve con una lona áspera para protegerse, calcula que el río va a devolverle el agua. Pasa las horas inmóvil, tal vez dormita, pero quiere dominarse. Entre sueños, Andrea se ve chiquita buscándole una ocupación al padre, otra distinta de la que ejercía peligrosamente. Podríamos ser útiles, le decía mientras pasaban el tiempo lento de las escondidas o el veloz de las corridas donde por poco la olvidaba. Podríamos cortar juncos y cargarlos en la lancha, como hacen los junqueros en las chalanas. Le mostraba el junco que avanzaba en el borde de la isla. Vender los atados en el puerto cuando vamos de noche a buscar compañeros. O al menos ahogarnos en el río, le exigía llorando finalmente a su padre cuando pasaban los días y seguían refugiados en la casita de la isla.
No sabe si está a salvo en esa inmensidad barrosa.
Atardece. El agua marrón no vuelve.
(Este fragmento seleccionado por la autora pertenece a la novela El ojo y la flor(Alfaguara))
Claudia Aboaf nació en Buenos Aires. Actualmente vive en Tigre. Ha publicado: Medio Grado de Libertad, novela, (2003) Editorial Altamira;
Pichonas, novela (2014) Editorial Notanpüan; El Rey del agua, novela (2016) Editorial Alfaguara; El ojo y la Flor (2019) Editorial Alfaguara.
Cuentos, antología: Narrativa de las dos orillas, Botella al mar 2015, Uruguay; Mañana será diferente, Antología de ciencia ficción, edit, La otra gemela, 2018; Antología de Una Brecha, cuento En francés, seleccionado en concurso, 2018 http://www.cuentosalacalle.com.ar/; Revista Carapachay: epistolario. Ha colaborado en revistas digitales de España y Argentina, reseñando libros, y en diversas entrevistas, también con artículos feministas en diario Infobae y en revista Gata Flora, 2018.