Carlos Pintado: El final de una noche

Todos duermen en casa y yo con estos ojos abiertos como platos. Contar ovejas no engaña el insomnio: llevo horas mirando la oscuridad del techo, dando vueltas en esta cama, abriendo y cerrando los ojos como esas muñecas en las tiendas. Me he levantado diez veces para ir al baño. Diez veces que hago lo mismo: caminar como un zombie, orinar, mirarme en el espejo, sacar la lengua, decir ahhhhh, ver cómo las ojeras crecen, cómo se desencaja aun más el rostro. 

Regreso a la cama, pero ni duermo ni termino de contar ovejas. 

“No se levanta todo el día de la cama, eso atrofia el cerebro”.

La que dice esto es mi tía Olga.

“¿El cerebro? ¿Qué cerebro? “.

La que responde es mi madre. Lo dice con voz chillona, aflautada. Hablar mal de mí es el pasatiempo favorito de las dos. No importa que desaparezcan aviones en Malasia, que el precio de la gasolina se dispare por los cielos o que a la vecina le dé uno de esos ataques de epilepsia cuando descubre al marido con otra. Para ellas, lo más importante, es que yo sea la peor del mundo, otra Sor Juana Inés de la Cruz. 

“Deberías hablar con tu hija, que trabaje, que deje de ser un zángano en esta casa”.

Cuando mi tía abejorrea de esta manera tengo la seguridad que habla de sí misma. Nunca hizo nada en su vida; jamás trabajó y desde que yo era pequeña ha vivido en nuestra casa. Para lo único que tiene talento es para hablar mal de todo el mundo, un talento –aclaro- compartido con mi madre. Pobre Freud, lo que se perdió con ellas.

“Es terca como su padre”.

Lo peor es cuando, a la lista de cosas que tiene contra mí, también agrega las cosas que tiene contra él; y que me insulte con esa facilidad de malas palabras que ya no sé si es mi madre o la edición de un Larousse excomulgado del Vaticano.

“Hija de p…”

“Por Dios, Sofía, algo tienes que hacer”.

Mi madre y mi tía son mal habladas y religiosas. Cómo logran combinar  esos dos talentos es un misterio. 

“Mala hija”, dice mi madre.

“Si un hijo mío me dice eso, le viro la cara de un manotazo”.

Después de insultarme se echan a llorar. Primero le hace mi madre comenzando con una sarta de pucheros, como si por dentro le estuvieran pinchando las vísceras o masticara limón. Mi tía no tarda en imitarla. Supongo que le dé envidia que mi madre llore y que ella se quede así, como una espectadora más, sin protagonismo alguno. 

De plañideras hubieran hecho una fortuna.

“Desgraciá…”

“Adefesio…”.

Eso me costó un encierro un fin de semana. 

“Te metes en el cuarto y no sales hasta que yo te diga”.

“Qué manera de insultarnos…que me lo haga a mí que soy su tía, pero a ti que eres la madre”.

Es el mejor discurso de mi tía. Lo ha repetido tantas veces que lo domina a la perfección. Le sale mejor que cualquiera de esas primeras damas que visitan una escuela o un hogar de ancianos y sueltan una verborrea que da envidia, con sus puntos y comas y comas y puntos y lagrimita y pañuelito agitado en el aire, justo en el momento climático. Mi tía en eso no tiene rival ni teleprompter. Siempre comienza de la misma manera. Dice: “que me lo haga a mí que soy su tía, pero a ti que eres la madre”. Cuando termina de decir la palabra madre ya tiene entornados los ojos; los abre unos segundos después para decir que tiene mareo, que la sujeten, que se cae; se pone fría y pálida, sus manos temblequean, nerviosas. Cualquier día le dan un Oscar. Meryl Streep es una inocente damisela comparada con mi tía. Su histrionismo en tan grande que a veces me confunde, como ahora que dice que está a punto de caerse, que no puede más con los mareos. 

La veo encogerse frente a mí, se dobla, dice que le duele, sigue encogiéndose y temo que se vuelva un bonsái. Mi madre sabe que no puede decir nada, que este momento de fama le pertenece a mi tía, que no debe intervenir ni robarle la escena, no sería justo. Aunque sospecho que también esté aterrada ante tanto derroche de virtuosismo. Pero yo he visto esto tantas veces que no me impresiona. Le digo eso mismo, palabra por palabra.

“¿Cómo le hablas así a tu tía?”

Quiero responderle a mi madre como se merece pero me da la espalda. Va hacia la cocina. Desde allí berrea que quiere morirse, que no sabe por qué Dios no viene y se la lleva lejos, que está cansada de no sé cuantas cosas. 

Me mira y sé que quiere decir que está cansada de mí. No le hago caso. Me tapo con las manos los oídos. Cerca de mí el bonsái me mira como si yo fuera una res a punto de devorarla. Se pone lívida. Mil arrugas le surcan el rostro.

Le pregunto por qué me odia tanto.

“Tú lo sonsacaste”.

Se refiere a Julio, el responsable de mi primer embarazo, su esposo.

La miro y tengo que aguantar para no vomitarle encima. Desde la cocina las palabras de mi madre se pierden entre el ruido de vasos y cazuelas y cubiertos. 

“Tú lo sonsacaste”, gruñe de nuevo el bonsái.

La derribo de un manotazo. Estoy a punto de ahogarla con mis manos pero mi madre aparece y nos separa. Por unos instantes quedamos las tres en el suelo, sofocantes, llorando. Mi tía se palpa la sangre bajo el labio, sus ojos más desorbitados que nunca. Me mira con odio. Sé que me culpa a mí por no culpar a Julio.

“Lo tuyo ya no tiene límites”.

No logro saber si hay asco o frialdad en las palabras de mi madre.

El rastro de un líquido en el piso imita la miniatura de un río. Las tazas han quedado milagrosamente una al lado de la otra.

Me gustaría repetirle lo que me ha dicho mi tía pero no va a creerme, no lo ha hecho nunca. No tendría sentido.

“En esta casa sobro. Ustedes que son madre e hija, entiéndanse”.

Me levanto como puedo, todavía mi barriga es incipiente pero ya incomoda un poco. El médico asegura que son tres meses pero de acuerdo con mis cálculos tienen que ser cuatro. Me llevo la mano al vientre. Hace unas noches soñé que paría un niño con tres ojos, con una hilera de escamas en la espalda. Había nacido con garras en vez de manos, sus ojos fulguraban como dos mecheros en la noche. El parto había sido doloroso. Muy cerca de mí, agarrándome cada una de las manos, mi tía y mi madre sonreían. 

Esto fue lo peor del sueño.

“A veces quisiera estar muerta”.

Es la frase favorita de mi madre cuando quiere poner fin a un conflicto. Cuando lo dice, no mira a nadie, ni siquiera a mi tía. Es la última rosa sobre el ataúd. Después de esto, todo es tierra entre nosotros. Cien toneladas de tierra.

“No sé que hice mal”.

Me alejo. No quiero escuchar la respuesta de mi tía aunque intuyo que no dirá nada. Maneja los silencios mejor que nadie. Me meto en la cama. Lloro de rabia o impotencia, o de las dos. La punzada regresa al vientre. Quizás las semillas de sésamo y el té de canela estén haciendo el efecto. El remedio me lo dio una amiga. Me dijo: “haz esto y si no funciona, hierve agua con hojas de perejil y remedio santo”.

Cuando mi madre entra, sabe que la odio; le grito que se vaya, pero se queda mirándome con ojos mansos, cansados, como si fuera otra madre. Hundo la cabeza en la almohada. Sé que está junto a mí porque el colchón cede ante ese peso añadido. Sus dedos juegan con mi pelo y recuerdo que a Julio le gustaba hacer lo mismo. Lloramos. Ninguna dice nada.  Minutos después la veo alejarse. Me digo que voy a estar bien, me lo digo una, dos, tres veces, como un mantra. La punzada es mucho más fuerte ahora, es una espada que me divide por dentro. Aprieto los labios con fuerza.

“Ni vayas que está llorando”.

“Tú tienes que meterla en cintura. Así no puede seguir”.

Las oigo cuchichear hasta que el sonido de la puerta las hace callarse. Julio ha llegado. Oigo cómo intercambian besos y palabras y después el silencio. Las imagino haciendo señas de que estoy aquí, acostada, sugiriendo que la cosa no pinta bien, que hemos discutido, toda una escena digna del mejor cine mudo. Los escucho hablar de cosas triviales. Julio dice algo como el día en el trabajo fue una tortura, que su jefe esto y que su jefe lo otro; mi tía menciona un correo que recibió de su hijo, mi primo, estudiante de una universidad en el Norte, mi madre regresa al ajetreo de la cocina. Cuando el olor a carne llega al cuarto me llama para comer. Digo que no, que no tengo hambre y ella insiste con mucha debilidad en la voz. Ni siquiera puedo asegurar que insiste; quizás esté diciéndome otra cosa. 

Horas después se me acerca despacio.

“Dejé comida en la cocina. Solo tienes que calentarla”.

Por un momento pienso que va besarme o desearme las buenas noches. Respondo que está bien y la veo alejarse. Es un hilo de sombra que se recoge en absoluto silencio. Cuando apagan las luces intento dormir pero es inútil: las punzadas en el vientre son más frecuentes, obligan a ponerme en pie, ir al baño. 

Han pasado varias horas desde que mi madre dijo: “dejé comida en la cocina. Solo tienes que calentarla”.

Voy a la cocina sorteando los muebles que parecen situados como para detenerme. Miro la llave del gas, el metal de la llave relumbrando como si de algún sitio que no adivino (las ventanas están cuidadosamente cerradas) penetrase un poco de claridad. 

El brillo de la llave hiere con suavidad la tiniebla.

Cuando regreso al cuarto me digo que tengo que dormir. Cierro los ojos y nada. Con el insomnio la cama es un territorio incómodo, un campo minado, la tabla con clavos de un faquir. 

El olor a gas me recuerda las palabras de mi madre. 

El corazón late fuerte y sé que estoy nerviosa. Vuelvo a levantarme.

Regreso a la cocina.







(Este relato pertenece al libro: El difícil arte de contar ovejas)



Carlos Pintado. Poeta y escritor nacido en Cuba, en 1974, graduado de Lengua y Literatura Inglesa. Reside en Estados Unidos desde 1997. Su libro Nine coins/Nueve monedas recibió, en el 2014, el premio Paz de poesía, otorgado por The National Poetry Series y el Centro de Literatura y Teatro del MDC y fue publicado en edición bilingüe por Akashic Books e incluido en la revista World Literature Today entre sus libros más notables del 2015. El libro fue traducido por Hilary Vaughn Dobel

En el 2006 obtuvo el Premio Internacional de Poesía Sant Jordi en España por Habitación a oscuras. Ha publicado, además, los libros La Seducción del MinotauroLos bosques de Mortefontaine , Los Nombres de la nocheEl unicornio y otros poemasCuaderno del falso amor impuro,Taubenschlag y La sed del último que mira.

Cuentos y poemas suyos han aparecido en The New York Times (selección de Natasha Trethewey, Poeta Laureada de los Estados Unidos), The American Poetry Review, World Literature Today Magazine, entre otros. Pintado fue uno de los escritores invitados a colaborar  en el libro La experiencia del exilio: un viaje a la libertad, del músico y empresario Emilio Estefan.

Desde el 2010, varios grupos de música clásica de Estados Unidos como The San Francisco Girls ChorusThe Dal Niente EnsembleThe South Beach Chamber Music y Continuum Ensemble, han cantado sus poemas con estrenos en San Francisco, Chicago, Boston, Wisconsin, Miami y Nueva York. 

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