Emilia Yulzarí: El Imperio de la cubanidad dispersa
Reseña de Cuentos de todas partes del Imperio
(Paris: Editions Deleatur, 2000)
de Antonio José Ponte
Poeta, ensayista y narrador, Antonio José Ponte es considerado uno de los representantes más destacados de su generación. Ingeniero hidráulico de profesión, en la última década se ha dedicado exclusivamente a su vocación literaria. Reside en la Habana, pero casi no publica en la Isla. Es autor del poemario Trece poemas (1989), de los libros de ensayos Un seguidor de Montaigne mira La Habana (1995) y Las comidas profundas (1997), de los dos libros de relatos In the cold of the Malecon and other stories (2000) y el que se reseña aquí, los últimos tres editados fuera de Cuba.
El pequeño volumen de cinco cuentos, un prólogo y un epílogo “no tiene más justificación que la existencia del Imperio” (p.7) que, según el autor, es la amplitud geográfica de la cubanidad, esa especie de diáspora, de “imperio cubano”, existente en la Isla y en el éxodo. Esa cubanidad, en sus diversas manifestaciones, es configurada en una narrativa polifónica y multicolor, esquivando la monotemática que caracteriza la actual tendencia al llamado “realismo sucio”, entre cuyos exponentes la crítica menciona a Zoé Valdés y a Pedro Juan Gutiérrez.
El narrador homodiegético de los cinco relatos, al usar la primera persona singular impone un tono intimista, de confianza, siendo el sustituto autorial diferente en cada cuento: un ex-estudiante becado entre las nieves de la Rusia comunista; una mujer que se ocupa de la limpieza del baño en el aeropuerto; un arquitecto recién graduado que, al preparar su tesis sobre las barbacoas, descubre una misteriosa ciudad subterránea llamada Tuguria; un carnicero del Barrio Chino; un informante de la Seguridad del Estado.
Entre todos ellos, sin embargo, hay algo común, además de ser cubanos: son “cuenteros”, cuentan historias que, a veces, en medio de la trama, se bifurcan para sacar otro cuento dentro del primero.
No faltan en los breves textos de Ponte los dolorosos temas de la actual realidad cubana: la escasez de comida, la falta de vivienda que se traduce en promiscuidad, el hambre que empuja a la prostitución y a la delincuencia. Pero a diferencia de los escritores que han izado la bandera del “antirrealismo socialista”, de la denigración del “hombre nuevo” y la sexualidad excesiva para sacar a la vista únicamente la lacra de la sociedad cubana, este narrador exhibe una prosa pulida, en la que se destaca la presencia del espacio imaginativo, del humor y de la ironía. Los problemas de la realidad cubana, ya tantas veces remasticados, no están convertidos en temas emblemáticos, sino que son aludidos como de soslayo, como parte de la cotidianeidad, para trascenderlos y trasmutar el testimonio en escritura.
Uno de los temas obsesivos del “imperio cubano” es la comida, o mejor dicho la dificultad en conseguir los productos, aunque fuera o dentro de la Isla las razones son diferentes. Una noticia por la televisión sobre los chechenos (“Las lágrimas en el congrí”) provoca el recuerdo de un ex-becado en la ex-URSS relativo a cómo el congrí se convirtió “en el plato totémico de la tribu” (p. 10) y cómo el mulato Golomón, que consiguió derrotar a una pandilla de chechenos acosadores de muchachas cubanas, bautizó al tensor de gimnasia que le sirvió de espada “¡Pan con lechón!”. Hasta el lector más inocente puede captar que ni el título ni el nombre de la improvisada arma son gratuitos.
Con la misma sutil ironía y como al descuido, en “A petición de Ochún” se informa: “La carne de res aparecía muy poco y los pollos llegaban cada vez más albinos de Bulgaria. ‘Apestas más que un pollo bogomol’, se convirtió en insulto entre nosotros” (p. 45).
En La Habana siempre faltaron las viviendas y no es extraño que una familia con siete hijos, tres nueras y dos nietos dispusiera de “un apartamento de dos piezas sin balcón ni patio” (p. 10), o lo referido en el siguiente momento:
Cuando necesitas aumentar el tamaño de tu casa y no hay patio donde construir más, ni
jardín que ocupar, ni siquiera balcón, cuando necesitas ampliarte y vives con la familia
en un apartamento interior, lo único que te queda es elevar los ojos al cielo y descubrir
que en tanta altura de techo bien cabría otro piso, una barbacoa (p. 23).
Este es el párrafo inicial de “Un arte de hacer ruinas”, donde el narrador da rienda suelta a la imaginación y, entre los recovecos un tanto cortazarianos de un subterráneo inexistente, describe una Habana en ruinas, debido a que los tugures “sacaban de una habitación chiquita cuatro habitaciones, de un piso hacían dos” (p. 32); afirma asimismo que debajo de esta ciudad existe otra “muy parecida a la de arriba” (p. 39), a la que se emigra en dirección vertical, para abajo.
La obsesión antitética de salir/volver, a primera vista paradójica, ya que los que están dentro quieren salir y los que están fuera quieren volver (¿o es que simplemente se quieren trasladar libremente por todas partes del “imperio”?) se capta en el segundo relato, intitulado “Por hombres”. Aquí el “yo” pertenece a la mujer que limpia el baño del aeropuerto y que reúne una a una las monedas extranjeras que le dejan para, algún día, “salir por la puerta de los aviones” (p. 18) y reunirse con su hijo en el extranjero. En la dirección contraria – ha vuelto para quedarse – se mueve la muchacha que, después de dar la vuelta al mundo desde el Oriente hasta Islandia en increíbles aventuras, huye de los hombres, pero los hombres también huyen “[y] no se puede huir de quienes huyen sin tropezar con ellos” (p. 22).
De modo más notorio se exhibe la idea fija de abandonar el país en “Verano en una barbería” – único relato del volumen que, según Ponte, no se podría publicar en Cuba por tocar el tema del espionaje en la sociedad cubana. Consta de dos cuentos independientes, unidos por el mismo lugar de acción – una barbería de La Habana -, por el mismo “cuentero” – el Ronco – y por una deliciosa mezcla de realidad y fantasía. En el primero, un santero no consigue fugarse, pasa años en la cárcel, “donde escuchó las historias de quienes, a diferencia de él, habían conseguido escapar” (p. 64) y decide volver a intentarlo. La segunda vez lo recoge en el mar un barco que resulta propiedad de la Reina de Inglaterra y el hombre llega a ser santero personal de la Reina.
En el otro cuento, que es la última historia del Ronco (y del libro), un joven guerrero africano realiza su ambición de hacerse rey de su tribu y contrata para su séquito a “negros de aquí que están allá” (p. 74). Hacia el final el texto enfatiza el temple irónico que anima al narrador:
Fue, de verdad, la última historia del Ronco. En el resumen que escribí para mis superiores
hice notar que contábamos con un hombre presto a ser rey en África y otro muy cercano a
la Reina de Inglaterra. Ambos podrían ser útiles desde sus cortes respectivas. (p. 75).
El final abierto, no exento de ironía, abre lugar a la ambigüedad:
Lo que nunca iba a saber (pero esto a mis superiores y a cualquier inspección los tenía sin
cuidado) era de dónde sacaba el Ronco sus historias. Porque ni Lilo ni Manín supieron
decírmelo en todos los viernes que tuvimos sin él más adelante (p. 75).
No falta, entre la abigarrada cubanidad de este breve volumen, el tema del mestizaje, de la simbiosis religiosa afrocubana. Lo muestra desde el título el relato “A petición de Ochún”, la diosa del amor y la alegría. La acción empieza en una carnicería del Barrio Chino de La Habana, se desvía en un cuento secundario en el zoológico, donde unos carniceros matan a la elefanta, se desplaza a África con el aprendiz del carnicero y vuelve a su punto de partida. Es una historia en la que se entrecruzan el amor, el misterio y el absurdo: para recuperar el amor de su mujer, la mulata china Luminaria Wong, hija de Ochún, Ignacio tiene que ofrendarle un corazón de elefante macho. La única manera de conseguirlo es ir a África (“Teníamos, para quien quisiera ver elefantes sueltos, nuestras guerras en África”, [p. 53], apunta burlonamente el narrador) para cazar uno. Adentrarse solo en la selva equivale a la deserción y al posterior fusilamiento y el último deseo de Ignacio es entregar el corazón del elefante a su esposa en el Barrio Chino.
El arte de contar, la narración oral que se vuelve escritura, se tematiza explícitamente tanto en el prólogo, como en el epílogo: en el primero se ruega por la cabeza de Scherezada, por los “seres cuya profesión es la de contar historias, confabulatori nocturni. […] Pues quien cuenta historias pende siempre de los caprichos y del aburrimiento de algún rey” (p. 8). El lector aburrido podría haber cerrado el libro y haber hecho rodar la cabeza de Scherezada. De no ser así, habría llegado al epílogo, en el que se ruega por la cabeza del Cardenal Mazarino: ésta fue valorada al mismo precio que los libros de su biblioteca. Indudablemente, el breve volumen de Ponte aumentaría el valor de las nuestras.
Emilia Yulzari: Nació en Bulgaria y se graduó en filología española por la Universidad de Sofía. Realizó estudios de postgrado en la Universidad de La Habana con la tesis de maestría sobre el cuento cubano. Desde 1990 reside en Israel. Doctora (Ph D) por la Universidad Hebrea de Jerusalén donde se desempeñó como profesora y especialista en literatura cubana. Autora del libro «Configuración literaria de la Revolución cubana: de la mitificación a la desmitificación» (Madrid, 2004). Traductora de múltiples obras del español, portugués y hebreo.