Henry A. Gómez: el corazón disfrazado por la muerte




Gas mostaza

Un cielo tejido por la lepra
llenó el canal que había en la falda de la montaña
y nos rodeó de punta a punta.
El teniente Rojas disparó varias veces su lanzagranadas
como quien clausura las puertas de un laberinto
donde la hiedra ha perdido el camino.
Las granadas incendiaron la prisión
y la soga del humo nos apretó el cuello
hasta dejarnos desechos los pulmones.
Incluso el aguacero se colaba
debajo de nuestros cascos de guerra
e intentaba encontrar un pequeño orificio
por dónde respirar.
El infierno tiró al suelo el armamento.
El soldado Orozco le pidió a gritos
a la Virgen María
que le atara el cordón de su bota militar.
El sudor de los fusiles, por primera vez,
me expropiaba del aire
y me cosía los huesos uno por uno
a la risa astuta de la guerra.
Nada quedó a salvo,
ni siquiera las uñas aferradas a las paredes de cal.

—Han dejado de ser reclutas —nos gritó
el teniente Rojas—, se acaban de graduar como miembros
activos de las Fuerzas Militares de Colombia —replicó.

Despertamos con el uniforme lleno de odio,
viejos,
como niños expulsados del paraíso,
con una constelación de sombras rotas detrás de las orejas.

Existe en el mundo
un alto riesgo de caer en las cadenas
que nos ofrece la victoria.

Las cosas iban perdiendo su color natural.


De patrulla

Las mujeres
venían desde cualquier rincón
y nos saludaban
con sus pañolones caídos. Fundaban
todo un continente en nuestras vísceras.

—Yo le pago la que quiera,
soldado Gómez —decía el capitán—,
usted sólo escoja.

El Escalón Rojo era un vendaval de frutas ácidas
moviéndose a lo Héctor Lavoe. Las extrañas
genealogías del amor
crecían desde la barra del bar al lanzagranadas
terciado a mis espaldas.
El humo escarlata
de los cigarrillos se acomodaba en los sillones
donde cada soldado urdía la geometría simple
de los mundos inacabados.

—Vengo desde atrás de la lluvia —me decía
Maritza y su rímel se propagaba por el aire
hasta llenar de estrellas
cada puesto de guardia en el batallón.




El borracho

“El borracho”, le decíamos. Un soldado
que rezaba a media lengua y disparaba
por la culata de su fusil.

El lanza Ramírez era un puñado de niño,
un medio hombre que intentaba cazar tigres
con la mirada perdida.

En la noche no paraba de contar estrellas.

“Borracho, caiga en veintidós de pecho”,
decía el capitán. “Borracho, usted solo
va a barrer la plaza de armas
y va a brillar la estatua de mi general Mosquera
hasta la madrugada”, le ordenaba el dragoneante.
El sargento Maldonado lo levantaba
a las tres de la mañana con un cubo gigante de agua.

Un día, mientras almorzábamos lentejas
bañadas en quenopodio,
se voló los sesos con su Galil AR 7,62.
Dejó una gruesa pasta de sangre
con pedazos de hueso por todo el techo del baño.

Lo levantaron como se ajusta una puerta caída,
como quien pone una cortina negra
para tapar la ventana rota.

Pero el borracho, el lanza Ramírez,
no paraba de contar estrellas.

Se quedó en el baño,
espantando con su media lengua
y quemando la lluvia con el hedor de sus sesos.
Se le apareció en el espejo al sargento Maldonado
cuando se cepillaba los dientes. Le cerró la llave del agua
al cabo Zapata mientras se duchaba.
“Te voy a matar, maricón”, dicen que le susurró
al dragoneante Otálora, luego de voltear a un soldado
que lavaba el piso de los retretes.
Con mis huesos tiznados por el estruendo del miedo,
sentí su torpe respiración una noche
que fui al orinal, luego de prestar guardia.

Éramos soldados con el corazón disfrazado
por la muerte, intentando olvidar el rostro de la madrugada
traspasado por el rojo cañón de nuestros fusiles.

El sargento Maldonado
pidió la baja.
El lanza Ramírez, el borracho,
nunca paró de contar estrellas.



Desertores

El regimiento apestaba a detergente.
Las insignias militares cavaron un pozo en la mañana
y usamos el Brilla Metal como pasta de dientes.

Después de la guerra
es difícil respirar,
romper el cristal que enluta la voz.
Pero los audífonos
y los walkman de la compañía anunciaron
a La Pestilencia, Darkness
y Metallica en el Parque Simón Bolívar.

Saltamos por la garita Cuatro Vientos
como dos perros abiertos
que se mezclan con el hambre de los largos edificios.

Recorrimos la ciudad en busca del sol.
Alguien puso una mano en mi hombro
y soltó un par de monedas.

Descendimos al parque
igual que dos profetas nacidos de la baba de Dios,
dos soldados atizados por el eco
de las guitarras eléctricas.

“La Peste” oscureció la tarde con “Fango”,
aunque ésa es otra historia.
Darkness nos lavó la risa con una pavada de cuervos.
Cada hombre y cada mujer
desataron los hilos de su espalda,
abrieron sus pieles
y salieron de sus propios cuerpos
con “Master of puppets”.

Un tornado de campanas,
un nido lleno de escapularios
multiplicó la vigilia.

Corrimos como locos al filo de la música,
saludando las lágrimas
y la metralla perdida afuera de las bocas.

………………………
Regresamos al batallón
con una luna a medias,
pero un héroe de la patria
le contó nuestra huida al sargento Maldonado.

El látigo de la infantería
nos mordió una vez más las carnes.

Entonces,
cuando mis brazos ya no podían hacer otra lagartija,
pude leer
en la pupila alta de la noche
nuestra inmensa victoria.



Los 40 ladrones

El largo bastón que traigo de la guerra
sostiene el arte milenario del hurto calificado.

Cada cosa era usurpada en el ejército:
las toallas, las colchas, las cucardas, la munición;
hasta robábamos el aire que llenaba nuestras bocas,
luego de las patrullas nocturnas.

Aprendimos, desde el primer día,
a dormir con los setenta y cinco cartuchos como almohada,
con el Galil anudado al brazo del sueño,
para nunca perder la costumbre de ser víctima
y asesino.

Nacimos, como François Villon, para guardar el mal
en nuestras tiendas de campaña,
para usurparle a Alí Babá cada una de sus sortijas de oro.

No podía ser de otra forma,
vivimos con la certeza de caminar
por el filo de la orilla,
sin ataduras,
o, por lo menos,
con la promesa de robar siempre en el patio donde
Dios habilita todos los comercios.

Corsarios, piratas, bandidos, lobos de asalto,
somos igual que el mal ladrón crucificado
y condenado por Jesucristo,
a imagen y semejanza de Bonnie y Clyde,
de la raza ladina de Lex Luthor.

No fue Vincenzo Peruggia quien robó la Mona Lisa,
fuimos nosotros, los soldados de Colombia,
que siempre andamos con la sed guardada en los bolsillos,
con una tercera mano
para llegar a donde no nos alcanza la suerte.

Hay verdades que simplemente no son nuestras,
pensamientos
semejantes a una gradería de piedra
en la que se asciende al bajar los peldaños:

igual que la guerra: pequeña metáfora
que le hurta los ronquidos a Dios.


GALLINAS
A Felipe García Quintero

En las mañanas,
largos instantes me revelaron
el juego de su pluma,
el cacareo del mundo desde
una noble idiotez.

Su peculiar danza
me habló de un linaje perdido,
la firme intención de ser viento borrado.

Entendí, entonces, la difícil tarea
de romper
con las ataduras del aire,
la música cercana de escarbar en la tierra.

Es verdad que en las gallinas
el día ha encontrado su eje,
el cordón umbilical
en el que sostiene la luz.

Al igual que ellas, escribo la dicha
de ser pájaro caído.



EN EL LOMO DE LA VACA EL VIENTO REVUELTO EN UN SUDARIO DE ESPUMAS

Eran las mañanas y las tardes. Solía acompañar a mi abuela Ana
a llevar y traer las vacas, del establo al potrero y del potrero al establo.

Íbamos por la mitad del pueblo arreando las vacas
que eran como dedos gordos de Dios.

Yo y mis cinco años y la rama de un árbol haciendo de fusta.

El sol trepaba por las manchas azules de las vacas y en su paso torpe
un aliento desconocido empozaba la sílaba del sueño.

Las piedras, las crestas de los árboles, un puñado de maderos y sus cercas.

Verlas pastar era echar boca adentro toda la paciencia del aire,
como hundir una luna en un enredo de hierba.

Y en los ojos de las vacas un vacío de luz, un misterio lerdo que latía en cenizas
sobre el corazón lento del día.

Mis cinco años, mi abuela Ana y las moscas abriendo huecos
en las primeras sombras de la tarde.

Entonces la vaca Golondrina se fue de bruces al río.
El hechizo del agua le llegó como una soga que halaba su carne
en una cadencia sin tiempo.
Era de ver su júbilo corriendo entre las formas del torrente. Mugía y su voz era un tambor que trenzaba mi garganta. Un fósil nacido en lo más hondo de la vocal del mundo.

Corría la vaca por el río y mi abuela la seguía desde la orilla,
entre los pastos largos y mojados,
llamando desesperadamente su bovino. Cuidado de no ahogarse la vaca loca.

Mis cinco años arreando el sueño de loco de mi abuela Ana. En el lomo de la vaca el viento revuelto en un sudario de espumas.

Hará tiempo de aquello. El río arrastrando esqueletos húmedos de hojas y trastos vegetales, llevándose consigo mis cinco años y las alas invisibles de la vaca Golondrina,
en una ceremonia de bocas abiertas a los muslos de la nada. Navegaba ahora
hechizado el ocaso en una brisa de peces muertos.

Dicen que las vacas
se parecen a los sueños de los hombres tristes, no dejan de rumiar su soledad
en cualquier balcón desvencijado de la vida. En el mañana
o en el ayer, es floración la noche cerrada.

A la orilla, sobre la piedra molida, boquea todavía la vaca Golondrina
tragando tajos de luz. Muge mientras puede.



PARÁBOLA DEL PADRE

Padre siempre se sumerge en las más
extrañas empresas.
En un diálogo mudo con la vida,
en una incesante errancia
por el orden prohibido de las cosas,
hizo de la derrota
su sello personal,
una enorme roca de aire para empujar cuesta arriba.

Un día compró una rueca de hilar nubes.
Decía que en la plaza bien podría abrir
un negocio celeste para achispar acontistas.
Pasaba horas golpeando el pedal,
hilando el día,
ovillando la lana.
Desde allí urdió toda la orilla del cielo
sin conseguir una sola moneda.

Otro día
se hizo a un viejo auto
para sortear la soledad de los caminos.
Con él cruzaría las fábricas del humo,
las páginas secretas de las grandes montañas,
hasta llegar a La Habana
o Nueva York.
Pero la noche lo dejó tirado a un lado de la carretera,
reparando el veterano motor oxidado.

Raras tareas emprende mi padre,
cultivó los sueños de los ondeadores de banderas,
comerció con olvidos,
amasó el pan
para el inspector de patatas fritas,
escribió cartas de despedida para amas de casa,
hasta afiló los lápices de tercos burócratas
en una corte de un país
que no aparece en ningún mapa.

Hoy comprendo que mi padre
es un poeta a su manera,
atesora la derrota
como quien guarda
palabras perdidas en la billetera.

Sin saberlo, padre,
con cada inútil negocio,
me ordena mi noble función en el mundo:
el oficio de escribir,
a cada instante,
el arte de la pérdida.





(Poemas seleccionados por su autor de La noche apenas respiraba (Fondo Editorial Estado de México. Toluca, 2018) y El humo de la noche rodea mi casa (Universidad Externando de Colombia. Bogotá, 2017))





Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Ha recibido diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016).
Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013), Segundo Premio Nacional de Poesía Obra Inédita; Diabolus in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018); La noche apenas respiraba (2018) Mención Honorífica Certamen Internacional de Literatura Sor Juan Inés de la Cruz; y las antologías Teoría de la gravedad (2014) y El humo de la noche rodea mi casa (2017).
Sus poemas aparecen diferentes antologías y revistas de Colombia y el exterior. Es cofundador y editor de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com) y docente del Pregrado en Creación Literaria de la Universidad Central.

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