Teresa Dovalpage: El día que volví a ayer
Casi todas mis compañeras de la secundaria se enamoraban platónicamente de actores de cine, deportistas y cantantes famosos. En Cuba se decía “meterse con ellos” aunque, en principio al menos, no se metiera ni se sacara nada material.
Entre las estrellas que provenían del otro lado del Atlántico brillaba Alain Delon —era a fines de los setenta. Luisita Fraga había pegado un afiche enorme del francés en una pared de su cuarto y todos los días le prendía una vela, como si se tratara de un muerto familiar. “Esta chiquilla comemierda va a quemar la casa con sus inventos,” rezongaba su abuela, pero la Luisa, terca ella, no cejaba en sus ceremonias de adoración.
Mi comadre (que entonces no era todavía mi comadre) adoraba a Los Beatles, y como no se había decidido por ninguno en particular, se metía cada mes con uno distinto. Otras meteduras tenían como lejanos objetos del deseo a celebridades del patio: el cantante Alfredito Rodríguez hacía furor con su melena larga, trajes con cuello y corbata y baladas románticas que resultaban una mezcla fuera de lo común, casi contestataria, en aquella época de exaltación al trovador sudado y a un ritmo autóctono llamado mozambique.
A la exhibición de la ya arqueológica comedia Abbot y Costello contra los fantasmas, producida por Hollywood en 1948 y reestrenada en los cines de La Habana en el 79, siguió una repentina oleada de interés en los vampiros similar a la que ahora recorre el mundo con la saga de Crepúsculo, pero en escala isleña. Las muchachitas empezaron a suspirar por la pálida masculinidad del Conde Drácula y me parece que hasta el Hombre Lobo, encarnado en Lon Chaney, consiguió algunas seguidoras. Otra amiga, Yarmila, idolatraba a Béla Lugosi, probablemente sin saber que éste había pasado a mejor vida en el año 56, diez antes del nacimiento de su fancita cubana.
Yarmila fue la primera de nuestro grupo que se hizo mujer, para usar un eufemismo de entonces, y tuvo a bien enseñarnos a todas sus amigas la almohadilla sanitaria (íntimas las llamábamos) teñida de un líquido rojo y de olor áspero. Yarmila estudió para auxiliar de enfermera y terminó tomándoles muestras de sangre a los pacientes del hospital Hermanos Amejeiras.
En cuanto a mí, bicho raro que siempre he sido, nunca me interesé por las luminarias inaccesibles. Mis fantasías eran con seres de carne y hueso a los que veía con regularidad, pero no resultaban menos platónicas que las de mis amigas. Una de mis primeras meteduras fue en el hueco dialéctico de un maestro de marxismo de noveno grado a quien apodaban el Quique. A pesar del aburrimiento mortal causado por la asignatura que enseñaba, o puede que debido a éste, me pasaba los turnos de clase sumida en una plácida duermevela en la que yo (pero una yo más alta y desenvuelta, que lucía un traje blanco como el de Claudia Cardinale en El Gatopardo) regresaba a la secundaria muchos años más tarde, para fundirme en un beso de final feliz con el Quique.
Mi imagen mejorada iba con los ojos al aire libre. La verdadera llevaba ocho años clavada a la cruz de una miopía feroz y obligada a usar unos espejuelos horribles, con armadura de pasta, que me habían granjeado los apodos de Lechucita y Cuatro Ojos. Para colmo, ni siquiera me permitían ver con claridad. Fuera por la mala calidad de los cristales o por una medición inexacta de mis dioptrías de menos, yo andaba por la vida a puros tropezones. Subir los cuatro pisos que conducían hasta el salón de clases implicaba un resbalón en los días buenos; en los malos, una caída en la que arrastraba el fondillo hasta parar en un descanso. Por fortuna me hice amiga de Lázaro, el ascensorista, un negro viejo y bueno que se compadeció de mí y me evitaba la fatiga de patear escalones casi a ciegas, aunque estaba estrictamente prohibido que los estudiantes tomáramos el ascensor.
La secundaria estaba situada en un edificio bastante traqueteado de la Manzana de Gómez, frente al Parque Central, y ocupaba los pisos tercero y cuartos. Abajo había varias tiendas de ropa, una zapatería y la farmacia donde trabajaba mi madre, que subía en los recesos para llevarme un pan con cualquier cosa, lo que provocaba infinitas burlas de mis condiscípulos. (Entre las gafas y las visitas maternales, me da ahora la impresión de que pasé mi adolescencia con un coro de carcajadas como background.) Pero eso no importaba; la merienda era imprescindible porque yo estaba flaca y tenía que “desarrollarme,” al decir de todos en casa.
El objeto de mi pasión tampoco pasaba por un modelo de belleza masculina. Era bajito, flaco y tirando a feo. Un tipo desgarbado, de pelo corto, a lo militar, y que ya empezaba ralearle. Luisa, a quien le confesé en secreto mi metedura con el Quique, me había dicho con una risotada:
—Ay, hija, pero si el tipo está malísimo. Y con esa ruleta en el güiro que tiene, en unos años se va a quedar más calvo que la rodilla de un viejo.
Para rematar, el Quique usaba unas camisas a cuatros azules o verdes que se consideraban el colmo del cheísmo, esto es, de la falta de gusto más elemental. De entre las veintitantas muchachitas de la clase, yo era quizás la única que lo encontraba sexy, como dirían aquí, o bueno, que era la palabra de moda en Cuba y que nada tenía que ver con la condición moral de la persona.
Pero el amor es ciego —o miope como yo. En tanto el Quique disertaba sobre la correspondencia entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, me imaginaba a los dos, a él y a mí, paseando del brazo por los largos pasillos de la secundaria, siempre olorosos al orine que salía de los baños, cuyas puertas de madera estaban carcomidas por los años y la humedad.
Nunca llegué a hacer realidad mis ensueños. Puede que el Quique me considerase su mejor alumna (procuraba sacar las más altas calificaciones en los exámenes para que se fijara en mí) pero estoy segura de que no se enteró de que lo adoraba en secreto con la misma pasión que Luisa profesaba por Delon y Yarmila por Lugosi. O si se dio cuenta, le importó cuatro pitos el descubrimiento. Vamos, no es que lo culpe: a más de tímida, flacucha y espejueluda, yo era en extremo desculada. Esta falta de uno de los mayores atractivos de la mujer criolla me colocaba en grave desventaja a la hora de atraer las miradas masculinas. De modo que, a diferencia de otras parejas de alumnas y profesores, frecuentes en una escuela donde los maestros eran a veces sólo ocho o diez años mayores que sus estudiantes, el Quique y yo nunca nos besuqueamos en uno de los huecos de las escaleras que daban a los entresuelos y que se conocían como los túneles de amor.
Así transcurrió mi noveno grado en la secundaria José Antonio Echeverría: metida con el Quique y añorando un mañana lejano e impreciso en que dejaría de ser flaca y tímida, cuando regresaría vestida de blanco y ya sin espejuelos en busca de mi antiguo maestro, a quien encontraría detenido en el tiempo, enseñando su clase de marxismo…y esperando por mí.
Esto sucedía a principios del año ochenta.
* * *
Quince años después, en el noventa y cinco, La Habana se debatía en medio del período especial, un tiempo surrealista en que los ómnibus se convirtieron en camellos y las íntimas en trapos viejos. La carne de res se transmutó en pasta de oca y el pan con algo en pan sin nada. La falta de vitaminas nos volvió más pálidos que el personaje de Lugosi y muchos cines cerraron a cal y canto sus pantallas; no había electricidad para Abbot, Costello, Delon o sus sucesores en el favor del público y de las fancitas.
El verbo resolver se conjugaba mucho en esos tiempos. Se resolvía (o no) jabón de baño, un pollo, un par de zapatos o una botella de aceite para cocinar. Se resolvía con dólares, porque el peso cubano había perdido lo que el Quique llamaba su valor de cambio y la moneda extranjera (que además era ilegal, aunque todo el mundo la usaba) comenzó a determinar la correspondencia entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción.
Yo había “resuelto” mi problema del período especial y la obtención de dólares de una manera muy pragmática: me había casado con un californiano y aquel mes de diciembre de 1995 ya tenía el pasaje para San Diego. Me había librado de los espejuelos con armadura de pasta, sustituyéndolos por lentes de contacto, y miraba feliz al mundo detrás de unas coquetonas gafas Persol moradas, muy ligeras, que me había regalado mi marido. Era menos tímida que en mi época de adolescente, pero seguía siendo bajita, flacucha y desculada. Al llegar a Estados Unidos me enteraría de que en este país los culos grandes no vuelven locos a los hombres, tema que documenté alegremente en mi cuento El retrato astral. Pero allá en Cuba me encontraba en desventaja, y aquello de que me matrimoniara con un extranjero había puesto rojas de rabia a mis amigas y enemigas.
Como me espetara en mi propia cara la Luisa, graduada de francés en la facultad de lenguas extranjeras: “Dios le da barba al que no tiene quijá.” Yarmila fue más gráfica: sustituyó barba por marido y quijá por culo. No les guardo rencor. Luisa soltaba los tacones de sus puyas punzó paseando el Malecón noche a noche, esperando encontrarse con un francés que le recordara a Alain Delon, pero lo que pescó fue una gonorrea que le trasmitió un sesentón nativo de Belice. Yarmila había dejado su puesto en el Hospital Amejeiras para trabajar como cocinera en un restaurancito clandestino, una paladar donde “resolvía” diez dólares a la semana a cambio de pasarse ocho horas cada día friendo hamburguesas tintas en sangre, hechas con carne de conejo, de gato o lo que se terciara. Se comprende que ninguna de las dos estuviera de humor para andar repartiendo parabienes.
Para entonces la escuela secundaria José Antonio Echeverría había desaparecido. En los bajos de la Manzana de Gómez había dos tiendas y una cafetería por dólares; los altos estaban ocupados por oficinas y me parece recordar que había empezado a funcionar una escuela de idiomas en uno de sus pisos. Yo no pasaba por el lugar desde hacía varios años, pero cuando mi comadre (que ya era mi comadre) me pidió que la acompañara a hacer una gestión en una de las nuevas oficinas, sin pensarlo dos veces le respondí que sí.
No sé por qué lo hice. Nunca he sido sentimental y tampoco guardaba recuerdos precisamente agradables de mi época de secundaria. Fue el frío de la tarde de invierno, el aburrimiento tal vez, la seguridad de que pronto iba a abandonar aquellos lares a saber por cuánto tiempo… Al bajar las escaleras del edificio donde vivíamos mi comadre y yo, nos llegó en oleadas la voz de Willie Nelson que cantaba I’d trade all my tomorrows for just one yesterday. Traduje mentalmente “cambiaría todos mis mañanas por un solo ayer.”
Me eché a reír. Nunca se me hubiera ocurrido cambiar mañanas por ayeres, aunque los mañanas en lontananza no se anunciaran con sonrisas de cumpleaños. La gente recordaba con nostalgia los años en que se podía comprar un cake de merengue en Centro, la antigua tienda Sears, sin la libreta de racionamiento, o comerse un pargo asado en El Emperador pagando con pesos cubanos, ambas cosas del todo imposibles en los noventa. (En los duros noventa, cualquier tiempo pasado era mejor.) Pero, de todas formas, yo me iba. Mis mañanas no estaban en La Habana sino en aquella ciudad con un nombre tan español, San Diego, en la distante California.
Dios me había dado barba a falta de quijá.
Llegamos a la Habana Vieja. Mientras mi comadre hacía cola frente una oficina del segundo piso de la Manzana, a mí se me ocurrió subir a donde estuviera la secundaria. Se me antojaba ver de nuevo, y acaso por última vez, las aulas y pasillos en que habían transcurrido tres años de mi juventud.
Me coloqué las gafas de sol en la cabeza, a modo de diadema, lo que en mi opinión me hacía parecer chic y evitaba el tener que guardarlas en la bolsa, donde no se podían lucir. (Unas gafas Persol, durante los noventa en Cuba, constituían algo así como un título de nobleza pacotillera.)
Subí las escaleras ya sin temor a tropezones. Lázaro había muerto; los elevadores estaban clausurados por falta de piezas de repuesto. Sentada en un descanso, una vigilante —CVP las llamaban— ocupada en limarse las uñas, no advirtió mi presencia.
En el cuarto piso no había ni un alma. Anduve aula tras aula, pasillo tras pasillo, sorprendida de encontrar silenciosos y desiertos aquellos sitios que recordaba repletos de muchachos gritones. Ni los baños olían; al acercarme a uno noté que estaba clausurado también. Una nata de insectos muertos alfombraba los escalones que conducían a los túneles de amor. Se respiraba el polvo acumulado. Aunque era poco después del mediodía, los corredores estaban envueltos en penumbras. En el aire flotaba un humo gris.
La ambientación perfecta para una película de Lugosi.
Nerviosa, me dispuse a regresar a las oficinas. Fue entonces cuando escuché por primera vez un rumor de voces. Caminé un par de metros y me encontré ante un aula llena de estudiantes en uniforme de secundaria. Frente a ellos peroraba una figura que me pareció vagamente familiar.
Sorprendida, examiné la clase desde el pasillo. En la primera fila había una muchacha que llevaba espejuelos con armadura de pasta y mordisqueaba un lápiz mocho. Tenía los ojos fijos en el maestro. Éste era un tipo desgarbado, de pelo corto, a lo militar, y que ya empezaba ralearle.
Aquel hombre no podía ser el Quique. En primer lugar, porque la secundaria no existía, y en segundo, porque en tres lustros mi antiguo maestro debía de haber cambiado algo, al menos su vestuario. ¡Si hasta llevaba una de aquellas camisas a cuadros azules, de las que habían desaparecido también con el adviento del período especial! Además, lucía de treinta años, cuando en realidad andaría por los cincuenta y pico largos. No, aquel hombre no podía ser el Quique.
Pero lo era.
Retrocedí y me apoyé en la pared. Me restregué los ojos y estuve a punto de sacarme el lente izquierdo de su sitio. Las piernas me temblaban tanto que rocé con las rodillas el borde del vestido. No era el de Claudia Cardinale en El Gatopardo, pero daba el plante: era de afuera, como se le llamaba a todo lo que no provenía de Cuba. Y también era blanco, como el de mis ensueños, con apliques de muselina en el escote.
Aquélla era la magia en los tiempos del hambre, la oportunidad de satisfacer un antiguo anhelo tantas veces acariciado… Di un paso hacia el aula, pero me detuve a medio camino y me fijé mejor en el objeto de mi metedura de adolescente. ¡Qué desgarbado era, qué flacucho, qué feo! Me llevé las manos a la cabeza y rocé las gafas Persol. Casi sin darme cuenta, me las puse. La oscuridad de sus cristales, sin embargo, no favoreció al Quique, que me pareció más delgado e insignificante que nunca. Luisa tenía razón: la ruleta en el güiro le cogía la mitad del cráneo.
El encanto de aquel pasado amor se hizo pedazos entre dos oraciones sobre las fuerzas productivas y las relaciones de producción.
Salí corriendo rumbo a la escalera. Por el camino advertí que los pasillos habían comenzado a poblarse. En uno de los túneles de amor descubrí a Luisa abrazada a un Alain Delon idéntico al afiche que adornaba su cuarto. Más allá, junto a la puerta del baño clausurado vi a Drácula, es decir, a Lugosi, morderle la garganta a Yarmila, que con los ojos cerrados como Lénore Aubert en la comedia americana, suspiraba contenta y lo dejaba hacer. Vi a mi comadre abrazar a Los Beatles, en ordenada sucesión, empezando por John Lennon y acabando por Ringo Starr. Vi a una chica colgada del brazo de Alfredito Rodríguez, y más allá a otra besuqueando al mismo galán —un caleidoscopio de Alfreditos melenudos y en traje había aparecido de improviso en los corredores antes desiertos de lo que fuera la escuela secundaria José Antonio Echeverría.
Dejé escapar un grito y me abrí paso a codazos y patadas por entre aquella multitud de pesadilla tropical. Pasé como un bólido ante la vigilante, que esta vez me soltó un oiga, compañera, dígame a dónde va con voz de comegente, pero no me detuve. Seguí corriendo hasta llegar, sin aliento y despeluzada, al segundo piso.
Las oficinas estaban cerradas. Mi comadre no andaba por allí. No había nadie. Bajé el último tramo de la escalera de mármol sintiendo el latido de la sangre en las sienes como el retumbar de un tambor a ritmo de mozambique.
En el Parque Central ya se habían encendido las farolas. Alguien me dijo que eran las siete de la noche. Según mi cuenta, yo no había permanecido en el cuarto piso más de quince minutos, pero de acuerdo a los relojes del resto del mundo habían pasado cinco horas.
Mi comadre, a quien llamé por teléfono desde uno público, que por milagro funcionaba junto al cine Payret, estaba preocupada por mi desaparición, y molestísima conmigo. Había regresado a su apartamento después de esperarme tres horas.
—¿Y ti qué coño te pasó? ¿Se puede saber dónde estabas?
No sé qué excusa le inventé, o si no dije nada. Recuerdo que colgué el auricular, volví al Parque Central y me dejé caer en un banco hasta que uno de los camellos que habían sustituido a la ruta 65, jadeante y echando humo por el tubo de escape, se detuvo ante mí.
Ya “resuelto” el transporte, cerré los ojos detrás de mis gafas Persol. Me diluí en la masa compacta y sudorosa que me rodeaba y no volví a mirar al exterior hasta que intuí que había llegado a la parada del hospital de Emergencias. (Había hecho tantas veces el trayecto que podía calcularlo sin mirar por las ventanillas.) Subí en silencio el tramo de escaleras que llevaba a mi apartamento, con piernas que me temblaban por el inusitado sube y baja a que las había sometido aquella tarde. Mi vecina, que cuando la cogía con un casete no dejaba de escucharlo durante horas, seguía todavía a vueltas con Willie Nelson.
I’d trade all my tomorrows for just one yesterday.
“Yo no lo haría,” pensé. “Cualquier tiempo futuro tiene que ser mejor.”
Me quité las gafas y las guardé en mi bolsa antes de abrir la puerta.
No había vuelto a recordar al Quique ni al incidente de la secundaria hasta el día de hoy, cuando encontré unas gafas Persol, moradas y ligeras, en una tienda de segunda mano en Taos.
Teresa Dovalpage nació en La Habana y ahora vive en Hobbs, Nuevo México, donde es profesora del New Mexico Junior College. Ha publicado nueve novelas y tres colecciones de cuentos. Su libro más reciente es Death Comes in through the Kitchen (Soho Crime, 2018), que fuera escogida por Penguin Random House Library entre las obras con las que celebró el Mes de la Herencia Hispana. Su segunda novela policíaca, Queen of Bones, también con Soho Crime, saldrá en noviembre de 2019. Teresa conduce el programa semanal bilingüe Música y Libros/ Music and Books en Radio T-Bird, la emisora del New Mexico Junior College y colabora con el periódico The Taos News, donde tiene una columna semanal en inglés y español.
Entre sus obras publicadas están A Girl like Che Guevara (Soho Press, 2004), Muerte de un murciano en La Habana (Anagrama, 2006, finalista del Premio Herralde), El difunto Fidel (Renacimiento, 2011, premio Rincón de la Victoria en España), Habanera, a Portrait of a Cuban Family (Floricanto Press, 2010), La Regenta en La Habana (Grupo Edebé, 2012), Orfeo en el Caribe (Atmósfera Literaria, España, 2013) y El retorno de la expatriada (Egales, 2014).