José M. Fernández Pequeño: regularidades del verbo ir(se)

Para explicar ciertas regularidades del verbo ir(se)

Uno hace el esfuerzo de, aunque sea en la vejez, comportarse como una persona normal… ¿qué es eso de andar escribiendo invenciones, imaginando historias, intercambiando golpes con unas palabras que a fin de cuentas terminan por burlarse de uno? ¡No, señor, basta! Entonces sale uno de su casa, camina ahí haciendo nada, y tropieza con la vecina nica, una señora en tránsito a los ochenta cuyo trabajo parece ser pasear al perrito y poner luces de Navidad. Hola vecino, dice, tenga cuidado, no se vaya muy lejos. Le pregunto por qué y me cuenta. ¿Usted ve la casa que está al lado de la suya? Pues ahí vivían unos cubanos, eran como catorce, y un día el señor más viejo salió caminando, cruzó la entrada del condominio, saludó al guardia, y no volvió más. ¿Lo asaltaron?, pregunto, ¿lo encontraron muerto? No, informa ella, solo salió y se perdió, desapareció nadie sabe todavía hacia dónde. Y de momento no hallo nada qué decir, lo único que se me ocurre es un horroroso chiste sobre elefantes. Doy el hasta luego y regreso a casa bien pendiente de mí, atento para no permitirme imaginar el rumbo de ese señor abuelo, padre, tío, buen vecino, etcétera, etcétera, que un día salí por el portón del condominio, saludé al guardia y…

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Me decido a cambiar la losa rota en el sendero de entrada a la casa (estoy empeñado en ser un tipo normal, ya lo dije en el párrafo anterior, y los tipos normales arreglan cosas). Es temprano y el condominio se aposenta sobre una melaza de silencio que solo perturban los gritos de quienes juegan soccer todos los sábados en el patio de la escuela colindante. Cambiar una losa exige precisión, mucha precisión, sí señor. Puro, ¿quiere que le preste un nivel?, me saluda el vecino de al lado, a punto de montarse en su enorme camioneta. Tengo uno digital, grita por encima del motor que brama. No, gracias, le sonrío en cuclillas, porque en verdad no estoy seguro de saber usar un nivel digital. Los movimientos del vecino son bruscos; su figura, gorda y calva, conserva todavía restos de una juventud que se despide. La camioneta se le parece; es bronca, ruidosa, y deja en el aire un mareante olor a petróleo quemado. ¿Y si el vecino tampoco regresa jamás? ¿Cómo es la apariencia de alguien que un día sale de su casa para no regresar jamás? ¿Y si al momento de salir el futuro desaparecido no planea que será para siempre? ¿Qué pasa si solo arranca a caminar y nunca siente el deseo de detenerse o volver atrás? No sé, es difícil hacer tangible a alguien que desaparece todo el tiempo, y la vecina nica (esa a quien podría preguntarle) aún no saca a pasear su perro. La familia que queda detrás se deja imaginar mejor. Hermanos, esposa, hijos, nietos, sobrinos, y así hasta llegar a la cifra de catorce personas (según el conteo generoso de la vecina nica), gente que quizás nunca tuvo paciencia para aprender a tejer, que termina por seguir su rutina insistiendo en creer que cada día será el bueno para recibir de vuelta al hermano, esposo, abuelo, padre, tío… Con muy poco esfuerzo puedo verlos ir y venir por la casa de donde salió el vecino de la camioneta. Tienen rostros verosímiles, unas maneras que se acomodan a lo posible. Entro a casa. Poner una losa no es tan fácil como parece, va a ser mejor llamar a un handyman, pero al menos ya sé por qué el hombre no puede regresar. Su ausencia da sentido a quienes abandona, los hace para siempre.

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Se aleja. Desde mi posición arrodillada (estudio formas para extender el tubo del desagüe de las lluvias hasta mitad del jardín), la imagen se me ofrece halada hacia arriba, y asumo que por esa distorsión el hombre luce demasiado flaco, demasiado huesudo, su cabeza de anciano demasiado pequeña y alta mientras se aleja con una paz que impresiona. No parece despedirse. Para nada, la displicencia de su paso es ajena a ese dolor; más bien se diría que va restituyendo las cosas en su lugar (un condominio de townhouses ahí, ese edificio de apartamentos allá, la entrada a la plaza comercial en este lado, la oficina de correos en aquel otro…), devolviéndolas para librarse de tener que recordarlas luego. Las cosas ya no son como antes, dice la vecina nica parada frente a mí, ganando también unas pulgadas de estatura y perdiendo algunos kilos de grosor con el estiramiento que produce mi perspectiva en contrapicado. Últimamente el barrio se ha llenado de maricones, árabes y negros… Hay que andar con cuidado. Como el tono de su voz desciende hacia el punto final, le hago nuevas preguntas, y en efecto, la imagen del hombre reaparece en sus ojos. De espaldas siempre, alejándose todo el tiempo. En esta ocasión avanza por una calle bastante estrecha, tendida entre casitas amarillas, todas exactamente iguales, que lo ven pasar liviano, liberado de pertenecer a sitio alguno. Irse como él lo hace pudiera ser una forma de morir yendo hacia uno mismo, pienso, y la idea me recuerda el ascensor que soñé anoche. Sí, soñé que estaba dentro de un ascensor, pero estoy seguro de que en el sueño no era tan amplio ni tan limpio ni tan brillante como lo recuerdo a la luz de esta mañana. De todas formas, sin moverme de su interior yo podía ocuparme de todo: iba de compras al supermercado, visitaba a mi compadre Hiram, atendía el trabajo de la redacción… Lo único que nunca hice durante el sueño (bastante largo, por cierto) fue apretar algún botón y poner el ascensor en movimiento. Estoy hablando de un sueño, vaya, y los sueños no se explican (lo siento, compadre Freud). Como tampoco me se-ría posible explicar qué relación hay (si la hubiera) entre el ascensor soñado y el hombre que ya no se aleja en los ojos de la vecina nica porque ella abandonó el tema y está contando algo que ocurrió ayer o antier a las hijas de un vecino colombiano. Devuelvo la atención al conector obtuso que no estoy seguro sea el adecuado para extender el tubo de desagüe y nada comento sobre el sueño, no sea que mi interlocutora decida incluirme en su lista de raros y peligrosos, junto a los maricones, los árabes, los negros, y vaya usted a saber qué otra gente más.

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¿En qué momento desaparece el hombre que se va? Dicho de otro modo, una vez que ya está en proceso de alejarse, ¿qué indicaría su desvanecimiento final? Mi esposa levanta la mirada del plato y responde en clave sorda, preguntándome a su vez cuándo se podrá abrir de nuevo la entrada de agua a la casa. Tiene el mentón levemente torcido, su señal preferida para indicar contrariedad. Hago un movimiento con los hombros que lo mismo podría significar pronto como en el siglo próximo, e intento seguir comiendo, pero ella no deja de mirarme y el mentón acentúa su condición contráctil. Cuando termine de almorzar y repose un poco, verificaré que el pegamento de los tubos haya secado bien, digo. La carga de resignación con que ella regresa su mirada al plato no deja dudas sobre lo que vendrá. ¿Por qué no compraste el pegamento que te dijo Hiram, el que seca en unos segundos? Pausa. Eres escritor, no plomero. Y sí, quizás la clave sea el vértigo del segundo. Quizás el decisivo sea ese segundo a partir del cual los perros dejan de ladrar al paso del hombre que se marcha. Puede que haya un instante en que sus signos se hagan inaudibles para el universo (cualquiera sea la amplitud mística que concedamos a tal palabra) y su avance hacia el horizonte desaparezca en el radar de los dioses. Sin huella no hay presencia, al menos no para los ojos humanos, con su horrible pretensión de atrapar la mayor cantidad posible de realidad y elaborar rutinas. El tipo que inventó los tubos de PVC y nos ahorró el engorro de la soldadura merecería ser elevado al Olimpo de los genios, digo solo por decir algo, para aflojar la tensión del momento.

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Estuve a punto de morir anoche. Olvidé que había tomado la medicina para la presión y dos copas de vino (sumadas a media pastilla de algo que no declararé en este lugar) me provocaron una crisis de desmembramiento. Eso sentía tirado en la cama: un frío enorme y el horror de deshacerme. Morir es un estado de desequilibrio, créanme. Como no quise (con voz que sonó en mi interior a eco ajeno) que llamara al 911, mi esposa se arrodilló junto a la cama y comenzó a rezar. Así de fea anduvo la cosa. Perdida la gravedad interior, temblando y con los ojos cerrados, me aferré al recuerdo de la muerte de mi madre. Fui asociando sus espasmos finales con mis síntomas, reconociendo en mí cada peldaño que ella descendió hacia todavía no sé dónde. Confiaba en que la misma muerte no podía ocurrir dos veces en dos personas tan próximas, y efectivamente, en algún momento me dormí. Aquí estoy, pues, aún en el más acá, dando un paseo tempranero por el condominio. De la experiencia nocturna queda un persistente dolor en las articulaciones, que me obligará a suspender los trabajos en el patio y el frente de la casa por unos días, más alguna huella a la espera de un ojo sagaz, que no tarda en aparecer. Estoy a punto de doblar en la esquina, cuando la vecina nica sale de su casa y lo primero que me pregunta es si me siento bien. Desecho su curiosidad. Quien tan próximo anduvo de la muerte, no está obligado a guardar consideraciones, así que le suelto en la cara: Usted inventó la historia del hombre que se fue y nunca regresó… ese tipo no existió. El ancho rostro de la vecina nica cambia vertiginosamente de expresión, como si no fuera un rostro sino un catálogo de reacciones. Finalmente sonríe con sonrisa de abuela cumplida. Tironea la correa para someter la inquietud de su perrito y me mira condescendiente, entendiendo algo que no logro entender. Claro que existió, y su sonrisa se apaga, lo que no sabemos es dónde está. Y fíjese que eso nos puede pasar a todos. ¿Nunca ha sentido usted que no está en el lugar donde se supone que está? No esperaba esa respuesta, la verdad, y ella aprovecha mi silencio, lo asume como una señal de rendición. ¿Ha visto al vecino gringo de la 331, el que todas las tardes a las cinco saca su sombra a pasear? Silencio, ¿qué puedo decir? No lo he visto. El rostro indígena de la vecina nica está tan serio que parece como si se alejara. Continúa: Y no me vaya a decir que el gringo está loco, eso lo saben hasta las piedras del condominio, pero lo difícil de explicar es cómo logra que el collar se mantenga atado al cuello de su sombra mientras camina. Piénselo. Así dijo la vecina nica y se fue con paso de abuela cumplida, arreando a su perrito. Cierro los ojos con todas mis fuerzas, aunque inútilmente. La voz dentro de mi cabeza (esta vez sin ecos, ni propios ni ajenos) se admira: ¡qué personajazo para un cuento!… Pero ni muerto, estoy retirado de la literatura, ahora soy solo un hombre que arregla cosas en su casa.

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José M. Fernández Pequeño. Escritor cubano. Ha cultivado la crítica literaria, la narrativa, el ensayo y la literatura para niños. También ha desarrollado una larga carrera como profesor universitario, editor y gestor cultural. En 1998 viajó a la República Dominicana, donde se dominicanizó (o mejor, se tiguerizó) durante dieciséis años.
Se sabe que ha recibido algunos premios literarios pero, al ser preguntado al respecto, Fernández Pequeño, confesó haberlos olvidado. Y dijo más, dijo que cada libro suyo es solo una forma de difuminarse, su aporte a la noble tarea de hacer que la realidad sea cada vez más irreal.
Por ahora, vive y trabaja en Miami. Mañana, ¿quién sabe?

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