Carlos Lechuga: 7 textos yugoslavos

(Una foto de Omar Sanz. @lenguajedemudos)




Siete textos yugoslavos sobre un gato blanco


Son las siete y media de la mañana, en el desayuno de un hotel de Novi Sad en Serbia. La francesa tiene treinta años y tiene tremendo jet lag porque acaba de regresar de Japón. La francesa es una mujer atractiva, misteriosa, con una piel oscura y un encanto de antes. Pero lo más importante, la francesa es importante. Es la tipa. Es una de las mejores productoras del cine francés. El restaurante está vacío y yo estoy solo en una mesa. La tipa me pregunta si se puede sentar conmigo. Empieza el reto. No sé por qué pero me interesa marcarla, quiero que se acuerde de mí, en su mente están conversaciones recientes con Polanski, Xavier Dolan, incluso Godard. Y yo lo que más quiero en este martes, a esta hora, es marcarla. Que sepa que el cine cubano no está muerto. Que seguimos en la lucha. Luego de tres o cuatro preguntas y respuestas acerca de los guiones, la producción…la amiga me empieza a hablar de su vida privada. En un momento levanta los brazos y se recoge el pelo. Estoy embriagado. Su belleza e inteligencia me van ganando. Me da un poco de entrada. Cuando le voy a caer, de repente suena el teléfono: una llamada en WhatsApp. Una llamada de Cremata, desde Estados Unidos. ¿Qué hora es allá? ¿Qué hace despierto? ¿Por qué me llama ahora? Justo ahora. No sé qué hacer. Pero bueno, la cosa es que levanto mi dedo índice, pido disculpas y cojo la llamada. Cremata está contento o alterado. No me doy cuenta. Le respondo sin prestarle atención. Mi mente está en dos cosas: viendo cómo la francesa acaba de desayunar y se despide lentamente; y tratando de descifrar lo que me dice Cremata. Bueno. La francesa se va. Ya. No hay conflicto. Atiendo a Cremata… Me empieza a hablar de un amigo suyo al que debo conocer. En fin, me relajo. Me da alegría hablar con Cremata, sobre todo porque estos días he estado pensando mucho en él.

Desde hace días he empezado a escribir varias veces un texto sobre él. Pero es difícil. No sé por qué me cuesta tanto. La primera versión era una especie de carta donde le pedía disculpas por las cosas que pasaron antes de su partida de Cuba y por no haberlo ayudado más. No sé por qué no lo defendí más, no sé si fue por miedo, pero me quedé callado. Este texto no me llevó a ningún lado. El segundo texto era acerca de la infancia de Cremata y decía:

Una casa habanera, un domingo por la tarde. Abuela, mamá, papá, hermano, las tías, los primos. Un mantel blanco, la vajilla familiar, abundante comida criolla, todos a la mesa. Los grandes ventanales dejan entrar la luz y un poco de brisa cálida con olor a mar.

El niño Juan Carlos juega con la comida y no se imagina la cantidad de problemas y tristezas que le esperan. No hay una señal clara, no hay una alerta a descifrar, el porvenir es un misterio.

Pero el niño tiene un ángel, un ángel que lo cuida y lo va a ayudar a salir de cada hueco que aparezca en el camino.

Y lo va a necesitar, porque en su caso, la tragedia no va a tocar una sola vez a su puerta, enfurecida golpeará la madera varias veces, y toque a toque tratará de menguarlo.

Lleno de dolor y abatido, Juan Carlos tendrá que encontrar la manera de seguir de pie, y para no convertirse en un cuero duro, utilizará varias máscaras a manera de escudo.

Lo bueno es que el niño tiene un secreto, una especie de don que le permite viajar, volar y olvidarse así de la realidad que lo rodea. El niño Juan Carlos crea historias y muchas veces va a tener la fuerza y la ayuda para convertirlas en realidad.

Este texto tampoco me acabó de cuadrar. No sé porque se me hacía tan difícil escribir sobre Juan Carlos. Pero la realidad me lo volvía a poner delante. Cremata seguía apareciendo. En la llamada empezamos a hablar de cosas de la vida, de Cuba, de algunas películas cubanas recientes que ha visto. Películas que no nos gustan.

Es un tipo muy gracioso. No para de hacer chistes.

Cerramos la conversación, le comentó que quiero escribir algo sobre él, y Juan Carlos me deja claro que él está tranquilo, feliz, y en algún momento, como quien no quiere la cosa me dice que las cenizas de su madre están esperando por él. En La Habana, en Cuba.

Las cenizas de la madre esperando por el hijo.

Las cenizas… de la madre… esperando… por el hijo…

Y pienso, que en algún lugar del Canal del Cerrro, hay un abusador, que de alguna manera también es culpable de que Cremata aún hoy no pueda despedir a su madre. Las cenizas… de la madre…

Un abusador, que ni sabe de cine, y que seguramente, con indolencia, se rasca los huevos…

También pienso en el tal Arthur González ese, nombre inventado, máscara que esconde a algún miedoso, que también, sintiéndose vencedor, anda rascándose los huevos por ahí…

Cuelgo y me digo: cojones, Cremata es como un gato. Un gato blanco de siete vidas. Qué fuerza tiene.

Salgo a dar un paseo por Novi Sad y a pensar en este país que ya no existe. Y hablo de Yugoslavia, no de Cuba. Este país que fue dividido en pedacitos. Y pienso en Cremata, en Marzel, en Zayas, en Acosta… Y en la gente de mi generación. Tanta gente que está afuera. Dispersa. Y como todos tenemos un pedacito de Cuba en nosotros.

Entonces comienzo un nuevo texto:

Creo que uno de los mayores pecados que podemos cometer es ser indiferentes, o inventarnos un cuento en la cabeza para no tener que enfrentarnos a la dura realidad.

Hace días, dos intelectuales, heterosexuales, cubanos, conversaban parados en la acera de un organismo cultural. Uno de ellos, el mayor, le contaba al más joven la historia de un intelectual homosexual de provincia que había fallecido hace poco, según él, a causa de los estragos del alcohol en su hígado y de la mala vida que llevaba con los efebos.

Yo sabía de quién hablaban, yo conocía al muerto, pero lo que más me causaba curiosidad era cómo por el tono y los movimientos corporales, el viejo quería culpar al fallecido de todo lo malo que le había ocurrido en la vida. El viejo creía que la historia había comenzado en el momento en que el muerto, en su provincia natal, había sido culpado de ser homosexual y por esto le habían hecho la vida un yogurt. Su fallo, decía el viejo, era que no le había dado un bofetón al que lo desenmascaró, por esto le habían cogido la baja y había tenido que salir huyendo a La Habana, en donde trabajaba en una revistica de mierda hasta que murió. El muerto nunca pudo levantar cabeza.

En la mente de este viejo intelectual cubano, todo se hubiera resuelto con un bofetón, con un acto violento. Y pensé, coño, qué jodido tener que vivir en un país así.

En su charla, el viejo intelectual no se refirió ni se acercó a lo que realmente había matado poco a poco al sujeto de su cuento. No habló de la crisis, ni de cómo lo fueron echando a un lado, ni de la censura, ni de la prisión.

Qué jodido es que un artista no tenga la capacidad de levantar el dedo, mirar hacia arriba y culpar al fuerte, al abusador, al censor. Siempre es más fácil culpar al débil, al individuo. A lo mejor me equivoco y la cosa es peor, a lo mejor el viejo intelectual a cambio de un poco de gasolina, una merienda en un cóctel o la publicación de uno de sus libros, se esconde la verdad y prefiere hacerse el bobo, el loco, para mantener esas boberías.

Cualquiera de las dos son situaciones bien jodidas. Ese momento que presencié me hizo pensar mucho en los últimos días de Juan Carlos en la isla. Recordé cómo muchos lo defendieron y trataron de ayudar, pero también me acordé de cómo otros muchos lo único que hacían eran centrar el problema en él, en Cremata.

En aquella época no paraba de escuchar: el problema es que Cremata es muy llamativo, le gusta llamar la atención, ser el centro… Cremata está jodiendo al grupo de cineastas… Hay que salvar al grupo de cineastas, para lograr la ley de cine, y no podemos permitir que un loco extravagante joda todo esto. Y hoy, también me arrepiento de no haber enfrentado a esa gente, a pesar de que yo pensaba algo distinto, como buen carnero degollado asentía y evitaba un problema.

Me acuerdo de uno de los últimos días que lo vi, Juan Carlos estaba con su hija en el teatro Bertold Brecht, vestidito de blanco, con su sombrero y sus gafas, como siempre. Y parecía un bombero de Chernobyl, era radioactivo, nadie quería acercarse ni siquiera a saludar. El miedo era ser tomado por un “enemigo del estado” por el hecho tan solo de saludarlo. Y confieso que lo saludé con miedo. Soy un tonto.

El hecho de que se largara y no tener que verlo por acá, les trajo mucha tranquilidad a algunos. Cuando no se ve el pecado, el horror de lo que le pasó, no hay que acordarse de eso y uno puede seguir adelante. Seguir en los cocteles grises, conversando de películas que no tienen ningún valor… En fin…

Me acuerdo, como un “amigo” que estaba “tratando de ayudar” me invitó a abandonar el país en los días del festival de cine de La Habana en que habían censurado mi película.

Mi texto creció y siguió así:

Coño, Crema, uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Qué manera de extrañarte. Extrañar la fuerza inspiradora esa que tienes. Extrañar cómo andabas en tu Lada blanco buscando cosas para tus próximas películas, para las obras de teatro. Me acuerdo un día que me diste botella y andabas buscando unos juguetes en la tienda del costado de Galerías Paseo. Y te pregunté, coño, asere y esas cosas no las hace el departamento de arte… Y ni sé qué me respondiste. Tú tenías fuerza para hacer cada cosita por ti mismo y mucho más. Como los nadadores, que cuando nadaban con Michael Phelps, este los tiraba para adelante y los inspiraba. Ya en Cuba no hay nadie así. A quién seguir.

Crema, La Habana está de pinga. Mano, que aburrida está La Habana. El domingo pasado, para no volverme loco, ya que llevaba una semana sin querer salir de casa, agarré bajo un sol abrasador por la calle 23 rumbo al puente. Es como si estuviera en el escenario de una película de catástrofe, pero de una película de catástrofe en un pueblo árido de provincias lleno de un aire cargado, un aire cálido y naranja. En la calle no había nadie. En una esquina, cuidando un edificio destruido, había un custodio, medio calvo, que no paraba de pasarse un peine de plástico por los pocos pelos que le quedaban. El custodio se peinaba y se volvía a peinar. Ese gesto, que luego de una vez, era innecesario; levantó mi curiosidad. ¿Y si a eso estábamos destinados? A hacer un gesto inútil y repetirlo hasta la saciedad, hasta que llegue la hora de morir. ¿Y si la función del hombre en este mundo es esa? Hacer algo inútil. Hacer algo que llene el tiempo. Me pareció curioso, seguí caminando, y en la esquina de 4, vi a una chica, gordita, morena, tirada en un mueble, cansada, hastiada, con la mirada perdida. Esa fue la señal, la confirmación. Lo único que me faltaba era encontrar ese gesto, esa acción inútil, la mía, la que llenaría mis días.

Claro ese gesto inútil, no podía hacerle la vida más difícil a nadie. Era un gesto para mí.

Y después de mucho pensar, di con la acción. Ya había tomado la decisión de que no iba a salir más de mi casa. En el patio del fondo encontré mi oasis. Estaba en el medio de una ciudad que ya no reconocía como mía, que estaba invadida por una serie de seres a los que no entendía ni sabía qué querían.

Pero mi patio, era como si no estuviese en esa ciudad, desde allí no se veía La Habana.

En fin, mi gesto, mi acción, iba a ser estirar la mano y agarrar el respaldar de una vieja silla de hierro. Cada dos segundos, mientras fumaba o me tomaba un café, estiraba la mano y tocaba el respaldar de la silla. Una y otra vez. Y así, pasaba el tiempo.

Me quedaba una esperanza, escribir algunos textos y esperar a ver cuál de los seis guiones que tengo se convierte en película algún día. Pero luego en la noche me vino una imagen. Me imagine el mundo en el año 2090, un mundo destruido, sin seres humanos, donde los extraterrestres no tienen un formato, ni un equipo como para ver las películas que sí se salvaron. Pensando que alguna de las mías se salvó. No había cómo verlas. ¿Entonces para qué hacemos todo esto?

El cine es algo tan bello, pero trae tantos dolores de cabeza ¿Vale la pena?

En fin, regreso al hotel caminando por un terreno árido y ya no me siento en Novi Sad, ni en Serbia, ni en la antigua Yugoslavia; siento que ando caminando por una calle de La Habana. Y pienso en cómo nos convertimos en cómplices de tantas malas cosas. Pienso que Cuba no existe. Quizá nunca existió. Lo que si existió fue gente linda, creativa, distinta, que le daba un sabor distinto a esa rara manigua. Y todos, poco a poco, los dejamos ir. Los dejamos morir. Los malos ganaron. Los grises. Los feos. Los que no tienen nada de imaginación. El lado oscuro le ganó a la claridad. Y eso lo sabemos todos. Unos, nos colgamos unos cascabeles en el bolso y tratamos de que no nos apaguen la luz. Otros, disimulan y sonríen esperando a ver cómo acabara la película.

Sé que me faltan por ver las mejores películas de Cremata. Sé que vienen cosas buenas. Sé que, aunque muchos lo creen, este no es el fin. Y aunque la francesa estaba bella, esta noche, si se me da, no me la voy a meter. ¿Dónde estaba la gente del Festival de Cannes, los productores franceses, los distribuidores? ¿Cómo nos ayudaron? Nos dejaron solos. Solos con la bestia.

Nada. Lo dejo. No puedo escribir más. Me siento a tomar un café y a esperar la próxima llamada de Cremata. O el próximo recuerdo de Virgilio. O la aparición repentina de una foto de Lezama… Así como si nada, sé que, en el momento menos esperado, mientras amo, como o camino con la cabeza en otro lado, ahí habrá un llamado de atención, que me recordará las injusticias que se han cometido…

Y sé que no solo me pasa a mi… Pero no sé porque extraña razón, no hacemos nada al respecto.








Carlos Lechuga. La Habana 1983. Director, guionista, script doctor, ghostwriter y muy cinéfilo. Estudiante de la FAMCA del ISA y de la EICTV. Ha dirigido hasta ahora varios cortos y dos largos. Ha trabajado con cineastas como Humberto Solas, Juan Carlos Tabío, Iciar Bollain. Sus obras han estado en varios festivales internacionales como Toronto, Rotterdam, San Sebastian y en museos como el Moma.

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