Miguel Ángel Hernández Saavedra: Los implícitos

LOS IMPLÍCITOS

Sobre el prejuicio final: infierno y paraíso

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Un ataque de sensibilidad es una coalición improvisada de sentimientos y emociones que afecta al intelecto, el cual, si no se resiste, adquiere una visión más intensa de sus prejuicios, juicios y dubitaciones. Puede ir acompañado de llantos profusos y oscilaciones: tristeza, alegría, etc. La psicología al respecto es abundante y, por lo general, muy miserable; reduce a categorías vulgares lo que son síntomas preciosos, comunes. A menudo, el poeta aprovecha el ataque como si estuviera protegido contra sus huestes, a las que exhorta a pecho descubierto: ¡miradme, estoy aquí! Los síntomas de esta estrategia son evidentes: se pone oscuro, hermético, se hace “el blanco”, la diana, penetra en el corazón de la nada o en el cerebro del ser. Si sabe lo que hace, aunque no lo sepa intelectualmente, dará la impresión de que lo hace. Hace lo que no sabe (a sabiendas, a ciencia cierta), aunque lo sepa. De lo contrario, hará el ridículo. Este ridículo no está reñido con el aplauso, con el reconocimiento o con la creencia; el sujeto ha conseguido colarse en el estómago del Gran Silencio, capturando sus borborigmos y traduciéndolos al Gran Lenguaje, rayano en lo místico. ¿Ante quién se hace el ridículo cuando no hay quien lo verifique con una mirada torva o sarcástica? De ninguna manera el poeta debe renunciar a las superficies ni a ejercer, desde la orilla, su función de caracola divina. Dicho lo cual: la escritura es un tratamiento posible, una forma de reconocer lo sucedido -las consecuencias devastadoras del ataque- sin abjurar del acontecimiento. Que ello sea imposible, que no se pueda reconocer lo acontecido sin modificarlo, es también un síntoma y una consecuencia del ataque de sensibilidad. Afecta por definición al magma del ánimo; puede hundirnos, pero no ensoberbece. Si la magnanimidad cede a la pusilanimidad o al engreimiento, los síntomas se abaratan o se encarecen hasta dejar de serlo: comunes y preciosos. Un poeta pusilánime es un dolor de muelas. Un poeta fatuo es la sonrisa blanca -e idiota- de un dentista que vende su producto.

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Ayer descubrí el vínculo secreto entre el amor y la pena. No me he recuperado; por eso escribo. Creo que esta sensación me acompañará hasta la muerte, será mi salvoconducto. ¿Con qué objetivo? ¿Hacia dónde? Ya sin objetivos, hacia atrás. Escribo para resistirme al reconocimiento de lo que vi. Ocho de la mañana del dos de enero de 2019. Escribo para contrarrestar un ataque de sensibilidad. Otras veces he padecido un ataque de pobreza. Esa clase de ataques (pobreza, reconocimiento, exclusividad) son pasajeros, delatan una estupidez y confirman nuestra inserción en el mundo. Son ataques comparativos, nunca superlativos, abortados fácilmente si el atacado contraataca con ironía o solemnidad (por ejemplo: a tu piscina privada, prefiero mi saliva proveniente del Jordán; a tus reconocimientos, la soledad inconfundible; mi libertad, a tus convenios). Los ataques de sensibilidad son distintos, afectan a la médula de todo. Son irreductibles. Vi a mi padre vencido por el tiempo irremediable. Coincidimos en la cocina; fue un momento. Me miró. Arqueado. Es un hombre ya mayor. Es natural, no tiene nada de sorprendente. El tiempo se ha arrojado sobre sus espaldas. ¿Cómo puede uno verse afectado, así, por las leyes consabidas? El ataque se eleva sobre el resto de ataques, a los que ridiculiza y contiene, como venenitos desactivados, en la punta de su flecha esencial. Una comunidad, “la Internacional” de los ataques. Agrupados todos en la rendición final. Hasta ahora, tenían un objeto definido: pasiones, sentimientos difusos, agobios, celos. Este ataque, en cambio, arremete contra cualquier objetivo, no tiene una misión que llevar a cabo; más que atacar, desarma completamente. Desde entonces, no hago otra cosa que desmentirlo para reponerme.

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He recordado algo que leí en Leopardi. Tal vez en sus notas, no recuerdo bien. (Confirmarlo me parece, en estos momentos, una frivolidad). Decía algo así como que el paraíso es el lugar donde nos reuniremos con nuestros seres queridos sin necesidad de tenerlos presentes. Lo que quiso decir -así lo interpreté- es que en ese lugar, que no está ciertamente en el espacio, un lugar en el que no pasa el tiempo, estaremos sin estar. Nos querremos sin necesidad de estar realmente juntos, sin soportarnos de verdad. A diferencia del paraíso, de la idea que lo sobrevuela, entiendo que el infierno es ese otro (no) lugar en el que no se distiende el tiempo, porque todo sigue siendo explícito. El infierno es la vida exhibida y contemplada desde una perspectiva estrictamente pornográfica. No es lugar para amateurs. Infierno y paraíso son productos de la imaginación que a veces se presentan, a la propia imaginación, con una hechura más lograda, como si la imagen no fuera un producto sino una revelación, un paradigma. Lo que yo vi, lo ha visto cualquiera. Cualquiera sabe a lo que me refiero. Hay unas condiciones culturales, por supuesto. Ha de reconocerse al padre como padre. Tales condiciones son requerimientos innegociables para la sensibilidad; no hay ser humano que esté libre de estas u otras condiciones. La cultura anida en el intestino. Ni la sensibilidad ni el entendimiento operan sobre el vacío.

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Cuando el relativista hace simple alarde de la pluralidad de puntos de vista, como si bastara con eso para determinarse en la pura (abstracta) equidistancia, su actitud muestra al menos dos cosas: en primer lugar, que alguien está descubriendo el Mediterráneo; en segundo lugar, que muy probablemente pretenderá colonizar sus islas, sus costas, haciendo pasar sus necesidades estratégicas por verdades relativas. Al relativismo subyace, cuando lo acompaña la inteligencia pragmática, ni teórica ni poética, una especie de cinismo continental. Un pequeño aire de grandeza. En esos casos no hay siquiera Mare Nostrum; solo náufragos que aspiran a la condición de colonos. Por alguna razón insondable, acaso para obtener su propio merecido, eligen para asentarse las tierras fértiles alrededor de un volcán que acabará fundiendo los elementos: agua, aire, tierra, fuego… y carne. A la parrilla, la cultura adquiere un sabor ancestral. Yo tuve un amigo al que le oprimía mi entusiasmo.

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Me lo hizo saber una mañana, casi al mediodía. Mirada agresiva, rostro desencajado. Las palabras salían de su boca chamuscadas, churrascadas, con ese olor a tocino frito que revuelve el estómago de un muerto. Esa noche no pudo dormir, me dijo. El detonante se produjo el día anterior sin que yo lo percibiera. Usé a tres, cuatro, cinco filósofos. Mencioné a otros ocho, nueve, diez. Parece que, sin pretenderlo, arruiné su crucero por las islas. Para mí, no hubo nada personal; lo demuestra el hecho de que no me atribuí ninguna originalidad. Además, creí que habíamos llegado a un acuerdo. Me enteré de sopetón: la competición empieza cuando las personitas sacan a relucir sus heridas, las marcas de la vanidad sobre el espíritu trasquilado. Reconozco que este episodio me ha enseñado más filosofía, en cuanto a la actitud que suponemos la acompaña, que todas “mis” filosofías juntas. El relativista a la parrilla ha cruzado el charco en busca de nuevas estrategias dialógicas, con la clepsidra bajo el brazo y un turno de ruegos y preguntas: “me oprime tu entusiasmo”. Lo describo para dar cuenta de que un ataque de sensibilidad no significa necesariamente la victoria de lo sensible, tan reivindicado, sobre lo intelectual, tan denostado. El ataque de sensibilidad, con más frecuencia, es el instrumento que utiliza el intelecto herido, sensible a lo que percibe como una humillación, contra el interlocutor que incorpora alegremente, sin la pedantería del silencio altivo o condescendiente, menciones y usos concernientes al asunto. Al quid de la cuestión. El relativista puede ser un dogmático; el universalista, un pluralista erudito. (Elimino cualquier referencia a mi personita, la más mínima vindicación). Quédese el lector con el propósito. Habría preferido que sucediera al contrario: ponerme a mí mismo como ejemplo de un miserabilismo en vías de superación, pero la verdad es lo primero. Así sucedió. Por otra parte, el infierno de lo explícito devuelve al soberbio implícito, o más bien fingidor, a su ignorante condición y, por consiguiente, a la posibilidad de aprender sin que ello le suponga una afrenta imperdonable.

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Vi a mi padre que me miraba. Vi su mirada sumamente cansada. Su cuerpo en la mirada. ¡Y todo su conato! Las ganas de vivir, sobreviviendo al cansancio; tratándose de él, las ganas de seguir cumpliendo con sus obligaciones. Su mirada en el cuerpo obsequioso. Lo vi, me vio y no nos dijimos nada. Esta es otra experiencia común. Después nos lamentamos de no haber dicho lo que sentíamos, cuando ya es demasiado tarde. No es que no sepamos qué decir. Es que no podemos. O no sabemos poder. Quizá no debemos. Lo hubiera abrazado. No lo hice y así está bien. Creo que habría interpretado ese abrazo como una despedida. ¡Puedo ser yo el primero en caer! El hijo. (Un padre jamás mencionaría esa posibilidad, mucho más terrible que su propia muerte). Así lo habría interpretado yo también. Como el anticipo de una sentencia que ningún preso de la vida, en el corredor del tiempo, necesita escuchar. Ese abrazo habría significado el reconocimiento de un implícito demasiado evidente como para estropearlo mediante el propio abrazo. El reconocimiento de nuestra común mortalidad. En el nombre del hijo y del padre; el resto es espíritu. El ataque de sensibilidad parte de ese abrazo inconcebible, que no debe nacer o ser concebido antes de tiempo. Un sincero sentimentalismo (¡abrázame, papá!) es, me parece, una torpe crueldad.

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El paraíso es ese (no) lugar en que los implícitos se expresan sin necesidad de mencionarlos. Porque no se mencionan, se significan a sí mismos. Basta con el uso. Por eso, las buenas gentes -incluso las malas- aspiran a reunirse en “el cielo”. Allí no son necesarias las palabras que mencionan una realidad distinta de lo que denota el uso real del lenguaje. La denotación es un aspecto comprimido de las connotaciones que configuran el halo de una palabra. En este sentido, la confusión entre cielo y paraíso es sintomática: el paraíso se pierde para ganar el cielo. Entre medias, la tierra. La vida. Tal es la inteligencia implícita del dogma: el cielo es la gloria del lenguaje, eternizado en un ¡sea! En un “para siempre”. Ha querido hacerse del infierno un lugar entretenido, sin embargo, al que, puestos a elegir, iríamos antes que al paraíso, al cielo, donde todo está en eterno sosiego. Esta conversión es el resultado (natural) de un ajuste de cuentas secular, cuyos réditos oscilan entre la zafiedad y el cachondeo. Preferimos seguir estando muy ocupados antes que desocuparnos y dejar libre nuestro sitio (actitud muy acorde con los tiempos: del yo estoico al selfie no va más que un paso de sapo venenoso). No obstante… Si a estos no-lugares o prejuicios de nuestra

imaginación (infierno, paraíso o cielo) los identificamos según estas figuraciones lingüísticas como dos tropos posibles o dos actitudes ante lo imposible -lo imposible del hecho de estar reunidos sin necesidad de estar presentes, recordando a Leopardi-, entonces no está claro qué elegiríamos: si la explicitación permanente (¡cuánto te echo de menos!) o el reconocimiento que ya no pasa -que no volverá a pasar jamás- por el lenguaje, por el trabajo, por la carga del sentido y por sus efectos colaterales (el contrasentido, el malentendido, etc.). Comprendo que esto es difícil de entender. Tampoco yo lo entiendo del todo, simplemente lo menciono.

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Esto es lo que no le dije a mi padre, lo que no solemos decirnos, y es, o así lo sentí, la expresión ahogada de un vínculo entre el amor y la pena. Algo así como un decir “te quiero”. (Recuerdo que mis hijos me abrazaban y me lo decían hasta que el pudor los venció, como debe ser). Quien escribe “te quiero” no merece un juicio sumarísimo, ya está felizmente absuelto o condenado. Quien escribe “un saludo” merece sin embargo un largo proceso, con interrogatorios y careos, ayunos incluidos. “Un saludo” es una mención. “Un abrazo” es un uso, o lo pretende. “Te quiero” es un uso. Quien dice “un saludo” en vez de “un abrazo” merece que una boa le devuelva el saludo. Tampoco “un abrazo” debe decirse, pero tiene un pase. Si añade “grande”, un abrazo grande, o “fuerte”, un fuerte abrazo, se empieza a jugar el tipo gramatical. ¿Y qué pasa con “un beso”? Escribir es mencionar el uso. Si la mención pasa a convertirse en uso de lo que menciona, la escritura torna poema o prodigio. O simplemente buena prosa. Tal efecto recae sobre el escribiente mientras escribe: la sensación de que ahí se cuece algo bueno. Después, es potestad exclusiva del lector. El escritor que se fascina al leerse -no digo “mientras escribe”- es un perfecto indeseable. Se saluda a sí mismo, se abraza, se besa. Se merece “un saludo cordial” con boa incluida.

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Son las nueve y veintiocho minutos del tres de agosto de 2019. Mientras reviso estas notas, los niños duermen. No había vuelto sobre ellas. Me han pedido que envíe “algo”. Creo que esto puede valer: es breve, no es demasiado inteligible, parecerá profundo. (No es mi intención; dejo las zalamerías a los que persiguen su objetivo). Yo escribo de siete a diez de la mañana. A veces, me pongo muy cariñoso. Otras veces, la pena se alambica en los misterios dulces de una tristeza irreprochable, que no reprocha nada a nadie ni nadie a nada. Después, aunque escriba, no escribo. Mi hijo mayor lanza un alarido. Voy corriendo a su habitación.

Lo acaricio y le digo que una pesadilla a estas horas ya no asusta. Se ha recortado la barba. Mi barba es blanca. No voy a retocar nada. No me duelen las muelas ni sonrío con profesional delectación. Infierno y paraíso son para nosotros, gentes comunes, futuribles del pasado implícito. Algo así como un no decir nada, sobreponiéndonos al valor añadido de un lenguaje que se reparte gratuitamente. (Si le parece bien, publíquelo. Es esto o el informe de una ecografía, usted elige). La ventaja de haber sufrido un ataque de sensibilidad es que, a partir de ese momento, los enemigos multiplican la ausencia de su brillo. Luego reaparecen, claro está, como fantasmas inanes de la Presencia. Son los agujeritos por los que respiramos sofocados, a veces tan enemistados como estamos con nosotros mismos. Lo que sobrevive al ataque es un producto inabarcable para la psicología, ese arcón de prendas reversibles y pegatinas industriales. La posibilidad de moralizarlo (pero ¿tú te has visto?) nos reconduce al origen de lo religioso. Dios es la letra pequeña que leen los dolorosamente desconfiados y los alegremente dispuestos. Los viejos que no han vencido su obsesión, o que la recuperan. Los niños que aún la desconocen, pero que la atisban. Entre medias, la juventud es la condición sine qua non de la venganza del tiempo. Solo hay una forma de librarse del vengador: hacerlo explícito. En la cocina, en el aire que separa dos cuerpos condenados a entenderse. El espíritu desciende en forma de vínculo ascendente.

Dedicado a mi padre, en secreto.






Miguel Ángel Hernández Saavedra (MAHS) nació en el Paseo de La Habana de Madrid, en 1969. Su madre le dio a luz en un pequeño hospital; después se supo que robaban niños. Desde la almendra lo llevaron al extrarradio para acabar en el sur del centro, donde aún da vueltas a una, dos, tres cosas. Que son la misma quizá, bajo distintas connotaciones. “Los implícitos” constituyen una adenda a obritas ya publicadas: “Ahora y en la hora”, “La escritura del paraíso” y “Baelo Claudia. Apuntes de playa y terremoto” (Frontera D).

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