Augusto Munaro: Sacramento. Los días salvajes





“En la estación de servicio Shell, hoy me atendió una pelirroja muy simpática. Se llama Wendy, y me dijo que el sábado estará libre un par de horas. Tal vez la invite a andar en moto, y con un poco de suerte”… Leo esto, y no puedo más que sonreír. Han pasado tantos años que sólo recuerdo que aquel sábado la invité a un trago y que la chica era extremadamente tímida. No había oído jamás de nosotros.

Norman quería más protagonismo. Se entiende, un bajista a veces puede estar algo relegado, pero sin él, la banda se cae. Los vacíos se sienten demasiado. “Anestesia”, en gran medida fue un éxito porque los efectos delirantes de su bajo nos llevaba a imaginar el infierno de Saigón. Practicaba con un negro, James O. Keller, “Jimmy”, y hacían improvisaciones tan rebuscadas que terminaban agradando por su originalidad. “¿Cómo pudieron crear sonidos semejantes?”, preguntaban asombrados.

Sexo tántrico. Obsesionados con el Kamasutra y las 1001 poses. Por manual habremos realizado todas las combinaciones posibles. Pero lo que con mayor nitidez recuerdo, era el latido de su corazón contra mi pecho, su transpiración y el preciso instante en que ella se quedaba dormida. Entonces su pequeño cuerpo se relajaba dando la impresión de soltarse y caer al vacío. A veces despierto cerrando los brazos, pensando que aún ella está conmigo.

Durante aquellos días salvajes, solíamos beber tanta cerveza, que con las botellas vacías armábamos figuras geométricas en el suelo. Ya acostados en el piso, mirando el cielo, y extendiendo los brazos, temíamos romper el perímetro de cada triángulo, o círculo donde estábamos dormitando. Era un juego bastante delicado, que peligraba con el decurso de las horas (y los litros y litros de Budweiser: nuestros hígados, encantados).

Nick Champ, nuestro productor del tercer y último LP: “Upper & Downers”, había viajado exclusivamente desde Nueva York para persuadirnos a cambiar el aspecto de la banda. Su estética anárquica, en extremo hippie. “Menos pelo, y más

canciones dedicadas a las novias”, decía. Pero, ¿quién de nosotros tenía novias?, apenas estábamos con alguna chica una, o dos semanas, cuanto mucho. Contabilizarlas sería un horror. Además, nadie estaba lo suficientemente sobrio como para poder recordarlo. Nosotros queríamos conquistar América. Dejar constancia que de todos los pueblos donde tocábamos, de todos los recitales que dábamos, algo de nosotros quedaba en nuestros fans. Vivíamos en constante movimiento. Champ se fue disgustado, aquella última noche. Lejos, muy lejos estábamos de los Beatles o, incluso, los putos “stones”.

El estudio de grabación nos tenía siempre amuchados en un cuartito pequeño, del tamaño de un dormitorio. Teníamos todos los instrumentos a nuestra disposición. Dinero para pagarle al productor, en fin, todo, salvo la puntualidad. Cuando no era Gus, era yo quien no lograba dejar la cama (o nuestra chica, lo mismo da) para llegar a grabar a tiempo. Las discusiones podían alcanzar niveles legendarios. Así fue como una tarde me quebraron la nariz de un uppercut letal. A veces las agresiones pueden venir de las personas menos indicadas. No le guardo rencor, pero sí mi cicatriz.

Soñábamos mucho más de lo normal. Creo porque tras cada actuación, entre lo que bebíamos y drogábamos, se dormía a pata suelta. Recuerdo un sueño en particular donde edificaba mi casa sobre un camalote gigante. Sol no había, sino una estrella violeta que cantaba ópera. Los vecinos eran compañeros de mi niñez. Lo más raro era que nadie vestía ropa de nuestra época, sino de varios siglos atrás. Se oía el sonido de violines a la lejanía, y una carreta tirada por calamares era lo que discernía a la distancia.

El mandrax y yo. Así debería llamar el capítulo a mis noches por entonces. Dormía tan poco que necesitaba descansar para poder dar lo mejor de mí en los recitales. La ansiedad era uno de mis enemigos. Viví, entonces, tomando a escalas alarmantes. Pastillas a toda hora, hasta dar un aspecto algo desconcertante.

Dormíamos en carpas al costado de la ruta. Entonces la confianza era otra cosa. El valor de nuestra palabra valía más que un sucio billete de cien dólares. Luego de

cenar, bebíamos alguna que otra cerveza y fumábamos marihuana. El efecto de la hierba en nosotros era sensacional. Nos hundíamos en un aletargado silencio, seguido por un mar de risitas tontas, pero sinceras. Cualquier cosa nos causaba gracia, bueno, casi todo. Nuestros hermanos en Vietnam era cosa seria. Recuerdo la primera imagen que había visto de aquella guerra insólita, era de una revista Time. Mi tía Anne se la mostraba a mi padre en un barbecue. Perdí a varios amigos de infancia ahí, en ese puto infierno. A menudo me pregunto si vivieron lo suficiente para oír algo de Modesto Irvine. No sé bien por qué pero creo que me reconfortaría un poco saberlo.

Las ruedas de prensa nos envenenaba. ¿Hablar de nosotros?, ¿para qué? Mejor estaban nuestros fans que lo hacían por nosotros. Los discos se vendían bien. ¿Qué importaba lo que nosotros opinábamos sobre las demás bandas? Todos estábamos en el mismo juego. Gus, a veces se creía el vocero del grupo, sólo por ser el líder, pero hasta él desistía en prestar declaraciones categóricas. Lo nuestro pasaba por otro lado. Sin las “sustancias tóxicas”, los amplificadores, y ese despropósito por la libertad, ¿hubiésemos existido?

Vivíamos inspirándonos en cuentos de hadas y ciertos hechos históricos del momento: Nixon, Johnson… en definitiva, en letras surrealistas, excéntricas como “Lago 33”, “La calculadora calculada” o “Brigida es frígida”. Las hermanas de Gus ilustraban las letras con flores y dibujos de elfos fumando en largas pipas. Oíamos mucha música árabe y leíamos cualquier publicación esotérica del momento. Todo esto se procesaba en jams largos de diez, quince minutos con variaciones de notas mínimas, y mucha distorsión de todos colores, eso sí, preferentemente verdes y azules. Una noche, permanecí en la batería unas ocho horas en estado catatónico. Cuando salí del trance, noté que ya todos se habían ido, y ninguno de los chicos de la banda se había molestado siquiera en advertirme. No querían “quebrar el estado de ensoñación”, según afirmó Jake, mientras bebía su whiskey la madrugada siguiente, en un tugurio de Sacramento.

Estábamos en el Pussyjuice. Todo andaba a la perfección, a no ser por cierto ácido que tomamos momentos antes. No todos reaccionan de igual manera. Al iniciar el

tercer tema, Jake entró en una especie de lapsus esquizofrénico, que terminó al destrozar a patadas los vidrios de las ventanas laterales. La actuación debió suspenderse. Lo peor fue que esa noche no cobramos un sólo dólar.

Nunca más supe de Jake. Ese verdadero chamán del downtown neoyorkino. Hacía collages extraordinarios y vestía pantalones de seda azul, llevaba casaca negra y un pelo largo, larguísimo. Fumaba opio para “estar en forma”, y tenía una risa muy contagiosa. Me regaló sus lentes de aviador que aún conservo.

De la coca a la marihuana y de las anfetaminas a la heroína. Uno podía pasar por todos los estados mentales en menos que cantara un gallo, o en menos que finalice una canción. Recuerdo los colores fosforescentes con que el mundo parecía pintarse ni bien las drogas comenzaban a cobrar su curioso efecto. Siempre imaginaba al coronel Custer, que con su ejército de soldados combatían a los indios, o sea, nosotros, ahí arriba, en el escenario entre los sintetizadores moog, y las Telecasters que oficiaban de espadas… gritábamos como verdaderos salvajes que éramos. La gente, que bailaba ensimismada a nuestros pies, rara vez se daba cuenta que habíamos dejado el escenario para desaparecer detrás de las “bambalinas”, por decirlo de algún modo. Cada uno vivía dentro de su propia burbuja. Y estaba bien así, ¿para qué joderlos?

Tocábamos y tocábamos variaciones de un mismo tema, muchas veces de modos y técnicas diferentes. Cambiando instrumentos: harpas por panderetas, flautas a cambio de instrumentos de cuerda; a nadie le importaba mientras lo que hacíamos era “armonioso”. Wyatt y Sonia eran los más inventivos, ambos poseían un innato talento como instrumentistas. Nuestro lema era el mismo: jamás repetirnos, nunca hacer el mismo patrón rítmico.

[Fragmento de la novela SACRAMENTO. Los días salvajes (Ed. Oficina Perambulante)]





Augusto Munaro (Buenos Aires, 1980). Narrador, poeta, traductor, editor, y periodista. Publicó los libros Ensoñaciones: Compendio de Enrique de Sousa (RyC editora, 2006), El cráneo de Miss Siddal (Pánico el Pánico, 2011), Recuerdos del soñador evasivo (Alción editora, 2011), Cul-de-sac (Ediciones La Carta de Oliver, 2012), Todo sea por la excepción (Letra Viva, 2013), Gesta Cornú (Editorial Lisboa, 2013), Breve descripción de una |sepultura| (Tinta China, 2013), Noche soleada (Ediciones la yunta, 2014), Camino de las Damas (Expreso Nova Ediciones, 2014), [Hna. Paula] (Alto Pogo & Milena Caserola & El 8vo. loco ediciones, 2014), Vida de Santiago Dabove (Ivan Rosado, 2015), Islandia (Voria Stefanovsky Editores, 2015), Agnès & Adrien (Colisión Libros, 2016), A la hora de la siesta (Borde Perdido Editora, 2016), Arletty (Julieta Cartonera, Francia, 2016), El baile del enlutado (Gigante, 2017), La página infinita (Clara Beter ediciones, 2017), Celuloide (Minibus Ediciones, 2018), El busto de Chiara (Taller Perronautas, 2018), Sacramento. Los días salvajes (Oficina Perambulante, 2019), Las cartas secretas de Georges de Broca (Huesos de Jibia), Los soñantes (Paradiso) e Incrustaciones dubaitíes (Editorial Lisboa).

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