Sindo Pacheco: Habana

A Sacha

Se estiraba perezosamente, buscando el acomodo en la litera, esa adaptación del cuerpo en lecho extraño, cuando presintió la llegada del león. Había escapado del Zoológico de 26, de cualquier circo ambulante o de algún barco africano surto en la bahía La Habana, y Sigfredo aguzó el oído a ver si alguien estaba despierto para cuando llegara el animal; sin embargo, reinaba esa calma de ronquidos leves que acompaña al sueño seguro y placentero.

Había pasado para Protección e Higiene, y lo habían enviado a este seminario, junto a otros colegas de otras provincias, que se conocían de otros encuentros, que se saludaban con euforia, reviviendo anécdotas y pasajes como si hubieran vuelto a casa tras unas largas vacaciones. Eran diez o doce, solos, diseminados en aquel piso del edificio: una escuela de capacitación en el rincón más remoto de La Habana.

Sigfredo empezó a concebir la idea de estar equivocado. No era un tipo miedoso ni dado a la fantasía ni al delirio, y posiblemente estaba equivocado.

Se incorporó para ir a los baños, convencido ya de lo iluso del presagio, pero cuando pasó junto a la persiana y miró hacia abajo, vio a la bestia pavoneándose sobre el cemento del parquecito. Sigfredo quedó paralizado, mientras un líquido caliente le abrazaba los muslos. Regresó al albergue en puntas de pie, se puso un calzoncillo limpio, y se enroscó en su litera, tapándose la cabeza. Apenas podía respirar. El zumbido de su propia respiración delataba su presencia y le impedía concentrarse bien en los demás ruidos de la noche, como si con ello pudiera conjurar el peligro. Aunque tal vez se trataba de un chiste, de una broma colectiva que le estaban gastando. Podía ser un animal inofensivo, domesticado, que había nacido y residía en la misma escuela, que allí mismo había crecido comiendo en manos de las sirvientas, de los cocineros y el personal de servicio, incapaz ni de rugirle al más indefenso de los humanos…

Hacía varios días que estaba en el curso. Por las mañanas iban al ministerio, allá en Centro Habana, donde un gordo de espejuelos de carey les impartía conferencia tras conferencia. Trataban acerca de la historia de los medios de protección, historia que se perdía en el tiempo como todas las historias desde los tiempos primitivos, porque hasta un simple sombrero era un medio de protección. Sigfredo escuchaba al orador que hilvanaba las palabras con la facilidad que solo concede el hecho de haberlas repetido indefinidamente, pero no lograba fijar el contenido. Cómo rayos había dejado su taller para caer en esto de la Protección e Higiene. Su manía de intelectual seguramente, ese maldito anhelo de soltar las llaves y los tornillos y salir distinto a la vida —él era un obrero que se despojaba de su overol apenas caía la tarde, se bañaba, comía, y se sumergía en el mundo de los libros. Conocía algo de literatura soviética y le gustaba Azorín y la Generación del 98—. Tal vez se enamoró de la frase: Protección e Higiene. Sentía necesidad de proteger, de reconstruir su realidad de padre ausente. ¿O era la higiene…? ¿Tanto tiempo tiznado, grasiento y sucio debajo de los camiones, lo habían empujado a esta vida más presentable, más aseada y prometedora…?

Almorzaban allí mismo en el ministerio; y por la tarde visitaban fábricas y talleres donde todos sus empleados usaban adecuados medios de protección, llenos de tornos y de troqueles, con un ruido infernal de hierro contra hierro y un cacharreo insostenible. Luego la guagua los conducía de vuelta, atravesando calles y avenidas, junto a edificios destartalados con puntales de madera sosteniendo su estructura, y otros más altos de cristales relucientes; polos opuestos, como si hubiera dos países en una misma ciudad. Sigfredo miraba a través de la ventanilla, esperando hallar algo nuevo en cada viaje, pero cuando venía a ver ya estaba ante el custodio que abría la puerta de la escuela, muy cortés, con aquella cara de inocencia que lucía más sospechosa.

Sigfredo se destapó la cabeza, le faltaba el aire. Tenía los ojos fijos en el fondo de la litera de arriba, mientras pensaba en cómo defenderse. Mentalmente había registrado aquel piso desierto, sin recordar un palo de escoba ni un trozo de hierro o de madera. Tanta careta de soldar y tantos espejuelos de protección y pantaloneras y guantes y botas de casquillo: tanta basura para verse ahora desprotegido como un bebé, como un recién nacido, en aquel piso diabólico cuya amplia entrada, sin puertas, facilitaba el asalto. Aunque había una cuchilla en su maletín. Debía estar allí porque él mismo se había encargado de ponerla. Sigfredo registró en su taquilla. Abrió la hoja filosa y la notó pequeña, demasiado infeliz para una labor de tal envergadura. Era preciso golpearlo en algún punto vulnerable, debajo de la melena, cortarle en dos la arteria aorta, desangrarlo, herirlo de muerte, tasajearlo; pero como a las tres de la madrugada, cuando entró al albergue, enorme y sereno como un asalto prehistórico, Sigfredo comprendió lo inútil de cualquier tentativa. Trató de hablar, de llamar a alguien, de correr la alarma y de gritar, pero había perdido la voz, los movimientos… Únicamente sus ojos seguían el recorrido de la fiera, que se detenía a intervalos, oteando el aire, olisqueando las literas, incorporando a su naturaleza salvaje el sueño divino de los hombres. Lo vio acercarse y comprendió que era el fin. Jamás había pensado en la muerte, pero de haberlo hecho alguna vez, era imposible imaginar este final de garras de león, en plena ciudad, en aquella Habana inocente y febril de los ochenta. Sigfredo apretó la cuchilla que resbalaba en su mano por el sudor que se escurría entre sus dedos. Iba a vender cara su vida. Alguien podía escuchar el ajetreo, el ruido, el jaleo que se iba a armar con las literas rodando de un lado a otro, chocando contra las paredes y el piso del edificio; pero cuando el animal se aproximó, esparciendo aquel miasma profunda, aquel vaho caliente y húmedo como si portara en su aliento los mil hedores de la selva africana, Sigfredo dejó de respirar. Un frío intenso comenzó a ascender de sus extremidades, desde la punta de los dedos, deteniendo su circulación, mientras la fiera lo olía y lo ensalivaba, preparando sus carnes para una digestión más placentera. Era el rito macabro del gato con el ratón perdido, preludio de la muerte. Sigfredo cerró los ojos, quiso entregarse a alguien, ofrecer ese último impulso del espíritu a un ser amado, a un ser querido que hubiera desfilado por su vida, pero no pensó en su hijo, extraño y ajeno, ni en su ex esposa de los primeros tiempos felices, ni en su viejo papá, enfermo y triste en su cama de moribundo, sino en Marcial, en Marcial Felipe, en aquel flaco degenerado que lo había engatusado en esto de la Protección e Higiene del Trabajo…

Cuando volvió en sí, ya la luz invadía el albergue y el edificio y la ciudad. Sigfredo creyó que estaba en la antesala del otro mundo. Se sentía anonadado. Un tufo ácido emanaba de su cuerpo, de aquel beso que parecía eternizarse. Sin embargo, iba recuperando las sensaciones y recordó y sintió la cuchilla en su mano, adherida a esta por una sustancia pegajosa. Se había encajado la cuchilla en el muslo derecho, y ahora descubría el dolor y la ardentía. Fue hacia los baños. Atrás, sobre la sábana arrugada, quedó una mancha marrón en forma de óvalo. Sigfredo sintió que el agua lo devolvía a la vida. Se peinó ante el espejo y se notó delgado y pálido. Dos sombras grises debajo de sus ojos habían crecido en diagonal buscando el nacimiento del bigote. Los demás seminaristas comenzaban a levantarse, pero Sigfredo no habló nada. Se vistió y bajó a desayunar. El comedor estaba silencioso. En toda la escuela no había más que el grupo de ellos y el personal de servicio. Fue hasta el mostrador y tomó un jarro. Una señora de blanco, de rostro de cera, inconmovible, le sirvió café con leche, otra le dio un pedazo de pan. Llegó hasta una mesa. No tenía hambre. El café con leche estaba al tiempo, y el pan era una fruta seca que se desmoronaba entre sus manos. Iba a salir cuando oyó voces. Eran sus compañeros que entraban en grupo, haciendo chistes, jaraneando, jubilosos de estar en La Habana, como si este lugar fuera La Habana y no una selva embrujada. Pero ya eso no importaba, como no le importaba Marcial, ni el director, ni la maldita Protección e Higiene, pues en ese momento, exactamente, descubrió que estaba desolado, que necesitaba una mujer. Habanera.

Subió al primer ómnibus y se sentó casi al final.

La Habana andaba cerca de los dos millones de habitantes. Un buen número eran escolares que invadían la mañana para luego dejarle la ciudad a los adultos que hormigueaban sus calles y establecimientos. Otra buena cantidad eran menores de 30 años. Sigfredo tenía 39. Tal vez hallaba una mujer entre los 32 y los 37, que hubiera vivido una época parecida a la suya, con los mismos deseos o frustraciones.

La guagua se desplazaba por una zona casi desierta, a través de una ancha avenida. Había un separador central donde crecían algunos arbustos diminutos. Las casas eran elegantes, espaciadas, en cuyos jardines cercados se paseaban perros silenciosos. En cualquiera de ellas podía vivir su habanera. Era preciso olvidarse de la protección y la higiene, y vencer la cerca y el perro, y decirle a su muchacha que él era un simple mecánico B, de equipos automotores, pero que la necesitaba con toda la fuerza de su corazón.

Sin embargo, podía tratarse de una mujer casada, con su matrimonio bastante estable: que recibía a su marido con un beso bajo el marco de la puerta, preocupada por saber cómo le había ido en el trabajo, cómo había pasado el día lejos de sus brazos, y le preparaba un trago o una limonada bien fría, con el hielo flotando en una copa brillante de cristal fino… También podía dar con alguien diferente, con otra educación, formada dentro de otra cultura: gente que iba a los teatros, al ballet, que le gustaba el rock o la música clásica y los conciertos y exposiciones de pintura moderna llenas de mamarrachos que no entendía: tipas que nada tenían que ver con su mundo de mecánico, aficionado del rodeo y de la música del ayer reciente…

La ciudad de los edificios altos comenzaba a abrirse paso. Sigfredo decidió seguir viaje hasta la parada final. El día avanzaba, alejando la mala sombra de sus recuerdos, pero temía la llegada de la noche, estar solo en medio de la noche, en una ciudad que lo agredía. No era nada sencillo hallar esa mujer, entre los 32 y los 37 años, con la que pudiera iniciar un buen romance. Existían, pero resultaba sumamente difícil coincidir con ellas. Tal vez pudiera dar con tres o cuatro si la suerte lo acompañaba. Pero cómo saberlo… Lo de bonita y la edad se notaba a simple vista, pero el resto… Podía confundirse con una mujer comprometida, o amante de la ópera y la pintura, o con una puta disimulada o una monja. Aquí no existían esos anuncios donde mecánico triste desea mujer así o asao, que coleccione sellos de correo y escuche Radio Enciclopedia. Debía preparar un cuestionario: ¿Divorciada? ¿Te gusta el ballet y la música clásica o las canciones de Charles Aznavour? ¿Eres puta…? Pero esto ahuyentaría a la más perfecta candidata.

Además, faltaba el aspecto del gusto físico y de la atracción, ese polvito mágico tan ajeno al razonamiento humano y a la lógica del pensamiento y, sin embargo, tan importante y decisivo.

La guagua se detuvo al final del Prado. Sigfredo descendió de último y caminó hacia el Parque Central. De esas mujeres, algunas debían estar enfermas o indispuestas, y posiblemente no saldrían de su casa en toda la tarde y la noche. Otras tenían su centro de trabajo, sus responsabilidades, su guardia obrera, sus reuniones (era un día entre semana). Entró en los portales de la Manzana de Gómez en dirección a la calle Obispo. El resto estaban perdidas entre dos millones de habitantes, anónimas en la indiferencia de todos, en algún metro cuadrado de los miles de kilómetros que tenían las calles de La Habana, en un ómnibus o en una parada. Sigfredo leyó el lumínico apagado del Floridita que sobresalía hacia la calle, la cuna del daiquirí, y pensó en un vaso de ron, en sumergirse en un poco de hielo con alcohol.

Había un mostrador provisto de banquetas y varias mesitas y un buen aire acondicionado. Sigfredo se sentó a la barra. Casi nunca iba a los bares. Su oficio más bien lo empujaba a beber en las calles, desarmando motores o componiendo cajas de velocidad.

El dependiente se acercó. Era un mulato grueso, pelado bajito. Puso un portavasos encima del mostrador y se quedó mirando a Sigfredo.

—Havana Club. Con hielo.

Había un refrigerador de tres puertas, encima del cual sobresalían botellas de ron y de vino y licores de cacao y menta y Crema Café.

Sigfredo encendió un cigarro antes de llevarse el vaso a la boca, cuando sintió una mano sobre su hombro.

—¿No me conoces…? Yo soy Fermín, el hijo de Braulio.

—¡Ah, sí…! Disculpa —Sigfredo acercó una banqueta—. ¿Qué haces por acá?

—Yo vivo aquí, ¿y tú…?

—Nada… Pasando un curso.

Sigfredo había empezado a sentirse mejor. No le gustaba tomar solo, y ahora encontraba a alguien de su pueblo. Era agradable hablar de su pueblo, encontrar a alguien de su pueblo en otra ciudad.

—¿Qué vas a tomar?

—No, pongo yo. ¿Sabías que Hemingway venía a este bar? Ese busto que está allí, ¿ves?, es de Hemingway. ¿Quieres probar lo que tomaba Hemingway? ¡Cheo…! Dos Papá Hemingway.

Sigfredo observó al muchacho. Era algunos años más joven que él. Usaba ropas anchísimas y extravagantes y llevaba una mochila a la espalda. No parecía un tipo de provincia. Se veía que frecuentaba el lugar, que era bastante conocido en ese medio, y se notaba su esfuerzo en demostrarlo.

El dependiente trajo dos daiquirís en copas enormes, con dobles pitillos y sendos agitadores con la figura de la Giraldilla de La Habana.

Sigfredo lo probó. Si aquello era lo que tomaba Hemingway…

—Esto es una limonada.

—¿Está flojo? Espérate.

El muchacho llamó al camarero y le pidió que le agregara Havana Club al daiquirí de Sigfredo.

El local estaba más animado. La conversación, que antes parecía un susurro, iba subiendo de tono. De alguna parte salía una música instrumental. El piano sonaba con suavidad y armonía transmitiendo esa paz propia de la gente que nunca tiene prisa, como si la vida fuera eterna.

Sigfredo bebió otro sorbo y se volvió.

—¿Y a qué te dedicas?

—Trabajo en Cultura. Me va bien… ¿Y tú… dónde estás pasando el curso?

—En una escuela… Allá por casa del diablo; pero no me siento bien. Me fui. Me fui echando —Sigfredo señaló su maletín—. ¿A ti te gusta la Protección e Higiene…?

Las copas se habían vaciado de nuevo. En lo que llegaban las siguientes Sigfredo miró en derredor. El bar ya estaba casi lleno. En una de las mesas había dos mujeres que sorbían sus daiquirís. Eran bonitas, seguramente entre los 32 y los 37 años; pero debían ser tremendos puntos. Se les notaba en la cara. Aunque eran bonitas, sumamente bonitas. ¿O era el alcohol…? El alcohol solía ser traicionero. Tenía que cuidarse bien de estas trampitas del alcohol. Aunque tampoco debía ser tan exigente. Bastaba que fuera bonita, y que estuviera en esa edad, y que además…

—Me dijiste que no te sentías bien…

—Sí, pero ya estoy mejor.

Se tomaron el siguiente daiquirí. Sigfredo se sentía como flotando, en aquella ingravidez adonde el alcohol solía transportarlo. Tenía deseos de caminar, de hablar, de ver gente.

Salieron del bar. Las calles estaban concurridas a pesar del Sol que castigaba con fuerza. Pasaron por la Catedral, repleta de artesanos y revendedores que ofrecían su mercancía.

Sigfredo había oído hablar de la Bodeguita del Medio, pero se imaginaba un lugar más grande y más suntuoso que aquel hueco diminuto, cuyas paredes estaban repletas de letreros.

Había una pareja muy romántica acodada a la barra. Uno de los dependientes trataba de entenderse con un grupo de extranjeros, altos y rubios. Del fondo del local provenía un olor inconfundible a carne asada y a condimentos.

Fermín era amigo de aquella gente o no sabía cómo, pero al momento estaban ante una lechonada humeante y olorosa.

—¿Queda lejos tu casa?

—Un poco. Vivo con unos parientes por allá por La Lisa, incómodo, pero no tengo más remedio. Voy a los teatros, a las ferias del libro y los festivales y eso… Es lo que me gusta. A lo mejor un día… ¿Por qué no vienes conmigo a una tertulia?

—¿Adónde?

—A una tertulia. Los miércoles hacemos una tertulia. Nos reunimos un grupo de gente que escribimos… La pasamos de lo más bien.

—A mí eso no me gusta.

—¿Por qué?

—Nunca he ido a nada de eso.

—¿Y cómo sabes que no te gusta?

—Tampoco me he bañado.

—Eso es lo de menos. Aquí a dos cuadras vive una amiga. A cada rato me baño ahí. Vamos, y me acompañas después a la tertulia.

La amiga se llamaría Elaine. Era muy amable y hospitalaria, aunque no era bonita, ni divorciada. Tenía más de 45 años, sin gustos afines, pero en aquel momento Sigfredo pensó que podía ser una de las habaneras con las que pudiera empezar un buen romance.

Era un segundo piso, allá por El Vedado, lleno de tráfico y de luces y puestecitos de café. Una muchacha de pelo suelto y brilloso abrió la puerta y les dio la bienvenida. Había una sala amplia, totalmente desamueblada. Los invitados estaban en el piso, sentados en círculo. No eran tantos como para que no alcanzaran los muebles que Sigfredo vio apiñados en la saleta, desalojados por aquella invasión de excéntricos que les agradaba estar así, en una posición tan primitiva como si fueran a encender un fuego para ahuyentar las fieras o protegerse del frío. Sigfredo se incorporó al grupo mientras Fermín lo presentaba. No se sentía bien. Tenía el presentimiento de que aquello no le iba a gustar, y ahora, perdidos ya los efectos del alcohol, se preguntaba cómo había ido a parar allí, a esa reunión de gente extraña, vestidos rarísimo, exageradamente amables, que se expresaban con una cortesía inusual.

Tampoco entendía muy bien lo que se hablaba. Llegaba uno de buenas a primeras y leía algo incomprensible de una tipa que tejía el tiempo en el río Nilo, con palabras extrañísimas como carámbano y mirabeles.

Un negrito flaco de un diente de oro leyó un cuento de un autor cubano. Trataba de un tipo loco que había aprendido a nadar en seco, y se daba chapuzones en la sala de su casa, sin agua ni un carajo. Entonces para que la gente no lo criticara ni lo jodiera más, metía la mano debajo de los mosaicos y les ofrecía pececitos a sus amigos.

Sigfredo sintió deseos de pararse y coger la calle, y caminar por el malecón y sentir el aire frío del mar, pero no se atrevía a romper aquel silencio que parecía sagrado.

La gente empezó a dar opiniones sobre qué había querido decir el autor. Tampoco se explicaba por qué un autor para decir esto o aquello, debía meterse en ese lío del loco nadando, y que después hubiera que estar adivinándole las cosas.

Seguidamente otro leyó un fragmento de una novela, cuyo autor se había ido del país. Aquella parte la entendió un poco mejor, aunque era muy contradictoria. El escritor se refería a una negra gorda que cantaba boleros en los clubes de La Habana, sin acompañamiento musical, que no hacía falta, porque su voz era única y especial como nadie en el mundo. Y era una estrella o le decían La Estrella. Sin embargo, el escritor lo mismo la admiraba y la elogiaba, que repentinamente le decía Negrona, Elefante, Manatí, y toda clase de insultos.

Sigfredo iba a pedirle una aspirina a su amigo, y con el pretexto del dolor de cabeza irse hasta la Terminal de Trenes, y desaparecer de aquella Habana de gente extraña y de leones y de la Protección e Higiene del Trabajo, cuando sonó el timbre, bajito y suave, y entró una muchacha-cristal, de feldespato y arena sílice, tan frágil que parecía un adorno. Y Sigfredo tuvo miedo que tropezara, que fuera a caerse y se fragmentara en mil pedazos como un vaso soviético. Se llamaba Lucía, y saludó muy cordial, recorriéndolos a todos con la vista. Era difícil calcular si era una mujer o un ángel: sus expresiones cambiaban, y lo mismo tenía quince años cuando sonreía y era una escolar saliendo del colegio, que ciento y pico cuando se ponía seria y nostálgica por acumular tantos recuerdos. Tampoco se sabía si era gruesa o delgada: usaba un vestido anchísimo, y su cuerpo escurridizo resbalaba dentro del vestido como si entrambos hubiera otro vestido de aire…

Ahora la gente leía cosas escritas por ellos mismos. Cosas raras de tipas marítimas, con algas y pececillos y hombres-caracol, o de gente despistada que había que protegerlas de los OVNI y no de los autos porque nunca estaban a flor de tierra, pero Sigfredo tenía miedo del tiempo, traicionero, que se iba cuando menos uno lo deseaba. Fue hasta las botellas y se sirvió medio vaso de ron mientras Lucía no dejaba de mirarlo. Repartieron un té mezclado con ron, y a continuación un muchacho de espejuelos bebió rencoroso con los mansos mientras se paseaba entre los héroes con el ojo terso. Y luego otro necesitaba el brazo de un ángel llamado Juana Liliam, aunque ya no podía cambiar su reloj por un pedazo de arenas blancas. Sigfredo no entendía cómo los poetas podían realizar tales negocios, pero le hubiera gustado cambiar no su reloj, que era un Raqueta soviético, sino también su camisa y sus zapatos y los pocos sueños que le quedaban por tal de llevarse un pedazo de Lucía para tenerla siempre en el recuerdo, para no verla como ahora, nostálgica y triste, como con ciento cinco años de edad. Y cuando otra chiquita, que hablaba bajito y suave, sumamente bajito, leyó un poema de una felicidad hueca y mentirosa, Lucía siguió envejeciendo, perdiendo peso y arrugándose tanto que tuvo que venir otro en su auxilio para que ella pudiera recuperarse y sonreír, y otra vez tener 32 o 25 o estar al cumplir los 19.

La noche iba avanzando y las bebidas disminuyendo. Sigfredo quería que Lucía leyera, para recoger sus palabras y llegar a su provincia, a su pueblo, y llenar su cuarto de tatuajes como la Bodeguita del Medio…, pero ella no se movió, y el ánimo fue decayendo. Se incorporaron y se despidieron de los dueños de la casa.

Cuando Lucía bajó, detrás iba Sigfredo por si daba un traspié y se la encontraba en el descanso de la escalera. Se despidió de Fermín, se verían de nuevo, cómo no, el mundo era chiquito.

Sigfredo lo vio alejarse. Otra vez se sentía infeliz, sin una gota de jugo. Se echó el maletín al hombro. El aire del mar batía con fuerza golpeando el rostro de Sigfredo, pero Lucía no estaba. Vio a los demás que se iban rumbo al mar, universal, con sus mochilas de poemas, pero ella no estaba. Un Moskvich trataba en vano de arrancar, pero ella… Por fin se acercó al auto. Su sentido de mecánico había prevalecido. Se asomó por la ventanilla, dispuesto a prestar auxilio. Y era ella. Lucía. Sujeta al timón. Habanera.

¿Qué le pasa?

No quiere arrancar.

Debe ser una tupición. ¿No tienes una llave diez?

Sí, mira, coge la linterna.

Las correas están en un hilo.

Tengo que cambiarlas.

Y el alternador está flojo.

¿Eres inspector?

No…, pero si se rompe en un lugar…

A lo mejor encuentro a alguien.

¿Mecánico?

Sí, pero que no sea inspector.

No soy inspector. Prueba ahora.

Sí…

Acelera… Ya está. No tiene nada.

Muchas gracias. Eres muy atento. ¿Para dónde vas?

Para la Terminal de Trenes. A lo mejor encuentro un carro roto.

¿Con una mujer?

Tal vez.

¿Profesora?

Sí, pero que no se ofenda con los inspectores.

Yo no estoy ofendida.

Yo no soy inspector.

Disculpa… Si quieres adelantar un poco.

¿Va a confiar en un extraño?

Tengo ese defecto.

En la confianza está el peligro… Menos mal que maneja bien.

No creas. He chocado tres veces. Una fue aquí, en esta esquina. ¿Y tú, has chocado alguna vez?

Sí, pero no este tipo de choques. Estaba puesta la amarilla.

Ya no hay mucho tráfico.

Pero puede venir…

No te preocupes.

Es verdad. Para qué voy a preocuparme.

¿Estás molesto?

No. Ni siquiera tengo derecho a molestarme.

¿Sabes? Me das la impresión de que estás… muy solo. ¿Qué te pareció la actividad?

Nada.

¿No te gustó?

No, vine porque Fermín me cayó con la lata.

Eres extraño. ¿No te gusta la poesía?

No entiendo mucho. Aunque quería entender. Cuando la vi, sentí necesidad de entender.

Eso es un piropo.

No me sé ningún piropo.

Entonces lo inventaste. Ese es mi edificio.

¿Cuál?

Este rojo. Ven para que te laves las manos.

No se moleste.

No es molestia, ven.

¿Vive sola?

¡Qué interesado!

Disculpe. No sé nada de usted.

Soy profesora de Literatura. Escribo poesía. No tengo hijos, aunque oficialmente me he casado tres veces.

¿Y extra…?

Perdí la cuenta.

Le gusta decir eso.

¿Por qué?

Se ve que lo disfruta.

Tú me lo preguntaste. ¿Eres machista?

No… ¿Y tú?

Tampoco… Aunque no tengo suerte con los hombres.

¿Y con los mecánicos?

Mucho menos. ¿No ves mi carro? Por aquí, hay elevador.

Yo tampoco he tenido suerte.

¿Con los mecánicos?

No, con las profesoras. No me gustan estos elevadores.

Guajiro.

Habanera.

Ni soy habanera ni estoy entre los 32 y los 37 años.

¿Eres bruja? No hemos hablado nada de eso.

Puedo leer los pensamientos. Entra…, estás en tu casa. Ven para que te laves. ¿Quieres a Bach?

¿A quién?

¿No te gusta la música clásica?

No.

¿De verdad?

No, ni la música clásica, ni el ballet, ni la pintura esa moderna, aunque tal vez me guste…

Este es Johann Sebastian Bach. Sécate aquí… ¿Quieres beber algo…?

Eres muy amable, pero no sé… Tengo ganas de irme y de quedarme. Me siento tan… extraño.

Es la música.

No, eres tú.

¡Suéltame…!

Disculpa…, no fue mi intención.

Eres fresco.

No, soy tímido. Tú no sabes lo difícil que es esta hora, un edificio de La Habana y una mujer tan bella… Tengo ganas de bailar.

Esa música no es para bailar. ¿Le pongo hielo a tu Mojito?

Sí.

¿O lo quieres en estrai?

Como te guste a ti. Me gusta todo lo que a ti te guste.

¿Todo todo?

Bueno, casi… Exceptuando la música clásica, y el ballet, y la pintura moderna, y el teatro y la ópera…, ah, y los mecánicos. No me gustan los mecánicos.

A mí tampoco. Son muy frescos. Toma. Ya puedes soñar. Tienes bebida y buena música.

Yo estoy soñando sin música. Hace rato que estoy soñando sin bebida y sin música.

Suéltame…

No puedo, luces tan frágil. Tengo miedo que vayas a chocar, que te caigas y te quiebres como un vidrio. Te buscaba, ¿sabes? Hace tiempo que te buscaba.

Y yo esperándote. Impuntual. Ausentista.

¡Muchacha-cristal!

Suéltame… Vamos a escuchar un poco de música. Quiero que sea bonito.

Todo es bonito. Tú, la música, tu apartamento, la ciudad, el universo.

Estás tan lleno de vida.

Tú me haces renacer. Me sacas lo bueno. Lo poco bueno que… No pesas nada, eres un plumita en el aire.

Y tú…, un desesperado.

Está bien, pero te quiero aquí…

Deja la puerta abierta para escuchar la música… ¿Y eso…?

Me corté…

Cuéntame.

Anoche… Se me apareció un león. Entró al albergue donde estaba y yo mismo me clavé la cuchilla.

¿De verdad?

Sí…, no me atacó, pero fue terrible. ¿Sabes? El león me despertó, me sacudió, y salí a buscarte.

¿A mí?

Bueno, no eras tú exactamente, pero no podía ser otra.

Entonces es un buen animal. Hay mucha gente que necesita esas visitas.

No, más nadie. Se te llenaría la casa de gente.

Estás muy excitado.

Tú me excitas. Me gustas con delirio.

Eso está gastado.

Entonces con delirio me gustas.

Es lo mismo.

Entonces con delirio gustas me.

Tonto.

Quiero hundirme dentro de ti.

Apriétame.

Me gustas tanto…

Flojito.

No te preocupes. Seré cuidadoso. Seré…

Bésame.

Eres un ángel.

Apriétame.

Una Diosa.

Apriétame más.

Un sueño.

Dale.

Una maga.

Sigue.

Voy.

Sigue, sigue.

Ven.

Sí…

Ven ya.

Sí.

Ahora. Corre.

¿Así?

Sí.

¿Hasta la vida?

¿Hasta el alma?

Sí.

¿Hasta el corazón…?

Sigue.

¿Hasta el universo?

Sigue, sigue.

Voy…

Dámela toda.

Voy…

Los dos juntos… los dos…

Lucía.

¡Corre…!

Sí…

Ya…

Quédate quieto. No-te-mue-vas.

No…

Por favor… quédate…

Lo siento… No estuve bien. Fue muy rápido.

Apriétame.

Pareces una niña, una muchachita.

Acaríciame.

Si vieras cómo te transformas, cómo rejuveneces.

¿Qué pensarás de mí…? Apenas nos conocemos y…

No te preocupes, no te aflijas.

¿Sabes? Tengo miedo.

¿De qué?

De todo. Yo también tengo mis fantasmas, mis pesadillas. Esto es un encuentro fugaz. No sé por qué me hago ilusiones. No sé por qué siento miedo de que se acabe.

No te pongas melancólica. Nunca se va a acabar. Verás que nunca…

Todo tiene su tiempo, lo sé, pero no me puedo curar de esa verdad… Al final vuelvo a estar sola.

Estás triste. No sigas.

¿Te vas a quedar…? No tengo mucho que ofrecer.

Sí, me voy a quedar. Si tú quieres me voy a quedar.

Pero si un día se acaba…

No sucederá.

Pero si un día se acaba, te vas a acordar de mí, ¿verdad?

Seguro.

¿De la luna llena? Mira cómo brilla.

Sí.

¿De hoy, diecisiete de febrero?

Sí, pero no hablemos de eso. Nos queda tiempo para… hacer con la vida algo bonito.

Yo puedo aprender la mecánica. Tú…, tú me enseñas la mecánica y yo te ayudo a comprender la música…

Esto parece una despedida, como si uno fuera a morirse. Estamos empezando.

Todo acaba, pero el arte corrige la vida. Te estoy jugando una mala pasada.

Pareces un personaje. ¿Nunca leíste a Azorín: Diez minutos de parada?

Sí.

¿Diez minutos que fueron veinte años?

¿Y nosotros… cuántos años seremos?

Los que tú quieras, pero si un día se nos va el tren.

Yo también perdí el tren.

¿Y te casarás con la señorita?

Seguro. Pero cambiemos de tema. Vamos a vivir, a sentir… ¿Sabes…? Me encanta todo, la habitación…, este aire por la ventana… Huele a perfume, a selva, a galán de noche.

Tú eres el galán, y la noche es nuestra.

Y la luna y la ciudad y la calle… ¡Dios mío…! Mira allí, acércate… ¿ves?

¿Qué cosa?

Allí, sobre la acera. ¿Lo ves? Dime que lo ves.

Sí.

Pero has algo, por Dios, muévete… Busca algo.

Espera…, ya se va.

¡Dios mío…, no puede ser!

Se está alejando, mi amor. Tómate un trago. Cálmate.

No puedo… Tú lo viste, ¿eh?

Sí.

¿Lo viste bien…? ¡Dios mío!

Sí… Siéntate. ¿No te gusta esa música…? Escucha. Es algo tan… inexplicable.

Pero, ¿estás segura? ¿Viste su expresión, su brillo? ¿Estás segura que lo viste?

Caramba, no pensé que fueras tan cobarde.



Sindo Pacheco (Cabaiguán, Cuba, 1956). Premio El Caimán Barbudo (1990). Ha publicado Oficio de Hormigas (cuentos, 1990) Premio Abril; y las novelas Esos Muchachos y María Virginia está de Vacaciones.  Esta última recibió el premio latinoamericano Casa de las Américas, el premio anual La Rosa Blanca que concede la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y el Premio de la Crítica a las mejores obras publicadas en Cuba durante 1994. 
Cuentos suyos han aparecido en las antologías dentro y fuera del país, y en diferentes revistas como Bohemia, El Caimán Bardudo, Letras Cubanas, Casa de las Américas, entre otras.  Textos suyos han sido publicados en México, Rusia, Venezuela, Argentina y España.  En 1998 la Editorial Norma, Colombia, publicó su novela juvenil María Virginia, mi amor(finalista del Premio Norma-Fundalectura); y en el 2001, su novelaLas raíces del tamarindo, fue finalista delPremio EDEBÉ, y publicada por dicha editorial en Barcelona. En el 2003 la Editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico reeditó María Virginia está de vacaciones. En el 2009 salió Mañana es Navidadpor la editorial Iduna de Miami, y María Virginia mi amor por Gente Nueva, La Habana.En 2010, Gente Nueva reeditó María Virginia está de vacaciones, y en 2011, la editorial Eriginal books reeditó Mañana es Navidad, al igual que Letras Cubanas (2017). En el 2012 apareció en Cuba El Beso de Susana Bustamante, novela para niños ambientada en la Isla y la reedición de Las raíces del tamarindo (editorial El Barco ebrio). En el 2013 la editorial La Pereza publicó la colección de relatos Un pie en lo alto y otras encerronas, publicada en Cuba un año después y merecedora en el 2015 del Premio de la Crítica Literaria. Por su parte Eriginal book, ha reeditado María Virginia mi amor (2013) y María Virginia está de vacaciones (2014), y editó Retrato de los tigres en 2015. María Virginia está de vacaciones fue llevada a la radio en el 2011 (Radio Sancti Spiritus) y a la televisión cubana en el 2014.
Actualmente reside en Miami, Estados Unidos.

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