Eugenio Montale: Entrevista imaginaria
Traducción de Carlos Vitale
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—Si he comprendido bien su pregunta, Marforio[1], usted quisiera saber desde cuándo, y después de qué causa accidental, frente a qué cuadro de caballete exclamé el fatídico: «¡Yo también soy pintor!». Cómo me he decidido y reconocido en mi arte, que no ha sido la pintura. Es muy difícil decírselo. En mí nunca hubo una infatuación poética, ni ningún deseo de «especializarme» en ese sentido. En aquellos años casi nadie se ocupaba de poesía. El último éxito que recuerdo de esa época fue Gozzano[2], pero los grandes espíritus tenían una mala opinión de él, e incluso yo (erróneamente) pensaba lo mismo. Los mejores literatos, que pronto se reunieron en torno a «La Ronda»[3], creían que, a partir de entonces, la poesía debía escribirse en prosa. Recuerdo que cuando publiqué los primeros versos, en «Primo Tempo» de Debenedetti[4], fui acogido con ironía por mis pocos amigos (que, más o menos antifascistas, hacia el 22-23 ya estaban inmersos en la política). El mismo Gobetti[5], que imprimió mi primer libro en el 25, no quedó demasiado satisfecho cuando le mandé un artículo político para su «Rivoluzione Liberale». Él también creía… que un poeta no puede ni debe meterse en política. Estaba equivocado; sin olvidar que yo no estaba muy seguro de ser un poeta.
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—¿Si ahora lo estoy? No lo sé. La poesía, por otra parte, es una de las tantas posibles positividades de la vida. No creo que un poeta esté por encima de cualquier otro hombre que verdaderamente exista, que sea alguien. También yo me procuré, en su momento, unas nociones de psicoanálisis, pero, no obstante, sin recurrir a la luz de aquella ciencia, en seguida pensé, y todavía pienso, que el arte es la forma de vida de quien verdaderamente no vive: una compensación o una sustitución. Ello, de todos modos, no justifica ninguna deliberada turris eburnea: un poeta no debe renunciar a la vida. Es la vida la que se encarga de escapársele.
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—Escribí mis primeros versos en la niñez. Eran versos humorísticos, con extravagantes rimas truncas. Luego, cuando conocí el futurismo, compuse también alguna poesía de tipo fantaisiste o, si se quiere, grotesco-crepuscular. Pero no publicaba y no estaba seguro de mí. Me ocupaban ambiciones más concretas y extrañas. Estudiaba entonces para debutar en el papel de Valentino, en el Faust de Gounod; pasé después al papel de Alfonso XII en la Favoritay al de Lord Aston en Lucia. La experiencia, más que la intuición, de la unidad fundamental de las diversas artes debe de haber entrado en mí por aquella puerta. Los pronósticos eran excelentes, pero cuando murió mi maestro, Ernesto Sivori, uno de los primeros y más aclamados Boccanegra, cambié de rumbo, también porque el insomnio no me daba tregua. La experiencia me fue útil: en toda obra humana, incluso fuera del canto, hay un problema de impostación. Y creo ser uno de los pocos hombres que comprenden nuestro melodrama. Al de Verdi debemos la reaparición, en pleno siglo XIX, de algunas llamas del fuego de Dante y Shakespeare. No importa si mezcladas muchas veces con el fuego de Victor Hugo.
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—Sí, en seguida conocí (no personalmente, a excepción de Sbarbaro[6]) a algunos poetas ligures: a Ceccardo[7] y a Boine[8], entre otros. En lo que mejor se adherían a las fibras de nuestro suelo sin duda representaron una enseñanza para mí. Admiré la fidelidad y el arte de Sbarbaro, pero Boine era un poeta a medias y Ceccardo, que lo era por entero, nunca se dio cuenta de sus recursos. Vivía mirando hacia el pasado, siempre necesitado de apoyos académicos. Lejos de considerarse poeta puer desconfió del niño que llevaba dentro. No obstante, ninguno de sus contemporáneos tuvo por momentos una voz comparable a la suya:
Chiara felicità della riviera quando il melo si fa magro d’argenti… [9]
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—Cuando empecé a escribir los primeros poemas de Huesos de jibia[10] tenía, desde luego, una idea de la nueva música y de la nueva pintura. Había escuchado los Minstrels de Debussy, y en la primera edición del libro había alguna cosita que intentaba remedarlos: «Música soñada»[11]. Y había hojeado Los impresionistas del excesivamente difamado Vittorio Pica[12]. Debo también decir que después de mis poesías grotescas escribí algún soneto entre filosófico y parnasiano, del tipo de los de Cena[13] («Homo»). Pero en el 16 ya había escrito el primer fragmento tout entier à sa proie attaché: «Sestear pálido y absorto»[14] (del que después modifiqué la última estrofa). La presa era, se entiende, mipaisaje.
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—No, ya entonces sabía distinguir entre descripción y poesía, pero era consciente de que la poesía no puede molerse en el vacío y que sólo puede haber concentración después de difusión. No he dicho después de despilfarro. Un poeta no debe malgastar su voz solfeando demasiado, no debe perder aquellas cualidades de timbre que luego no podrá recuperar. No hace falta escribir una serie de poesías allí donde una sola agota una situación psicológica determinada, una ocasión. En este sentido es prodigiosa la enseñanza de Foscolo, un poeta que no se ha repetido jamás.
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—No me malinterprete, no niego que un poeta pueda o deba ejercitarse en su oficio, en cuanto tal. Pero los mejores ejercicios son los interiores, hechos de meditación y lectura. Lecturas de todo tipo, no sólo de poesía: no es preciso que dedique su tiempo a leer versos ajenos, pero no puede concebirse que ignore todo lo que se ha hecho en su arte, desde el punto de vista técnico. El lenguaje de un poeta es un lenguaje historizado, una correlación. Vale en cuanto se opone o se diferencia de otros lenguajes. Naturalmente, el principal origen de cualquier idea poética está en el campo de la prosa. Antes todo era expresable en versos, y estos versos parecían, y a veces eran, poesía. Hoy se dicen en verso sólo determinadas cosas.
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—No es fácil decirle cuáles. Desde hace muchos años la poesía va convirtiéndose más en un medio de conocimiento que de representación. Con frecuencia se la llama a destinos diferentes y se quisiera verla otra vez en la plaza. Pero quienes se dejan engañar y descienden al ágora son en seguida silbados.
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—No, no pienso en una poesía filosófica, que difunda ideas. ¿Quién piensa ahora en eso? La necesidad de un poeta es la búsqueda de una verdad precisa, no de una verdad general. Una verdad del poeta-sujeto que no reniegue de la del hombre-sujeto empírico. Que cante a lo que une al hombre con los otros hombres, pero no niegue aquello que lo separa y lo vuelve único e irrepetible.
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—Usted pronuncia grandes palabras, querido Marforio. Yo conozco de un modo directo pocos textos del existencialismo, pero leí hace muchos años a algunos escritores como Shestov, un kierkegaardiano muy próximo a las posiciones de esta filosofía. Después de la otra guerra, en el 19, me interesó mucho el inmanentismo absoluto de Gentile[15], aunque interpretaba mal su confusísima teoría del acto puro. Más tarde preferí el gran positivismo idealista de Croce; pero quizás en los años en que escribí Huesos de jibia (entre el 20 y el 25) influyó en mí la filosofía de los contingentistas franceses, de Boutroux sobre todo, a quien conocía mejor que a Bergson. El milagro era para mí tan evidente como la necesidad. Inmanencia y trascendencia no son separables, y ser consciente de la perenne mediación de los dos términos, como propone el moderno historicismo, no resuelve el problema o lo resuelve con un alarde de optimismo. Es necesario vivir la propia contradicción sin escapatorias, pero también sin encontrarle demasiado el gusto. Sin hacer de ella una mercancía de salón.
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—No, cuando escribía mi primer libro (un libro que se escribió solo) no me fiaba de ideas de esta clase. Las intenciones que hoy le expongo son todas a posteriori. Me sometí a una necesidad de expresión musical. Quería que mi palabra fuera más adherente que la de los poetas que había conocido. ¿Más adherente a qué? Me parecía vivir bajo una campana de cristal, a pesar de lo cual me sentía cerca de algo esencial. Un velo sutil, un hilo apenas me separaba del quid definitivo. La expresión absoluta habría sido la ruptura de ese velo, de ese hilo, el fin del engaño del mundo como representación. Pero éste era un límite inalcanzable. Y mi voluntad de adherencia era musical, instintiva, no programática. Quería torcerle el cuello a la elocuencia de nuestra vieja lengua áulica, incluso a riesgo de una contraelocuencia.
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—De los simbolistas franceses sabía cuanto podía extraerse de la antología de Van Bever y Léautaud; luego leí mucho más. Sin embargo, aquellas experiencias estaban ya en el aire; eran conocidas incluso para el que no accedía a los textos originales. Nuestros futuristas, y los escritores de «La Voce»[16], las habían aprendido y a menudo malentendido.
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—No, el libro no pareció oscuro cuando salió. Algunos lo encontraron anacrónico, otros demasiado documental o demasiado retórico y elocuente. En realidad, era un libro difícil de situar. Contenía poesías que estaban fuera de las intenciones que he descrito, y otras (como «Riberas»)[17] que constituían una síntesis y una cura demasiado prematura, y eran seguidas por una posterior recaída o por una desintegración («Mediterráneo»). El paso a Las ocasiones[18]está marcado por las páginas que añadí en el 28.
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—Es curioso que más tarde el libro le pareciera a algunos más sano y concreto que el siguiente. Sin embargo, lo había escrito con los dientes apretados y frecuentemente sin la calma y la indiferencia que muchos juzgaban necesarias para la creación. Tal vez el antídoto clasicista, siempre vivo en los italianos, obraba en mí. De joven no entendía a Dostoievski y hablaba de él como han hablado los de «La Ronda». Prefiero libros como Adolphe, René, Dominique[19]. Leía a Maurice de Guérin. Y pronto empecé a «descifrar» algún soneto o alguna oda de Keats. Tenía un fortísimo sentido de la diferencia que hay entre arte y documento; ahora me siento más cauto, más incapaz de prodigar juicios y excomuniones.
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—Después de cambiar de ambiente y vida, y de hacer algunos viajes al extranjero, no me atreví a releerme seriamente y sentí la necesidad de ir más a fondo. Hasta los treinta años no había conocido casi a nadie, ahora veía a demasiada gente, pero mi soledad no era menor que la del tiempo de Huesos de jibia. Traté de vivir en Florencia con la indiferencia de un extranjero, de un Browning; pero no había ajustado cuentas con los celosos funcionarios del ayuntamiento feudal del que dependía[20]. Por otra parte, la campana de cristal seguía a mi alrededor, y ahora sabía que no se rompería jamás; y temía que en mis viejos tanteos aquel dualismo entre lírica y comentario, entre poesía y preparación o estímulo de la poesía(contraste que, con descaro juvenil, alguna vez había advertido incluso en un Leopardi) persistiera fuertemente en mí. No pensaba en una lírica pura en el sentido que ella tuvo después también entre nosotros, en un juego de sugestiones sonoras; sino más bien en un fruto que debiera contener sus motivos sin revelarlos, sin pregonarlos. Admitiendo que en arte existe una oscilación entre lo exterior y lo interior, entre la ocasión y la obra-objeto, era necesario expresar el objeto y callar la ocasión-estímulo. Un nuevo modo, no parnasiano, de sumergir al lector in media res, una total absorción de las intenciones en los resultados objetivos. También en esto me moví por instinto y no por una teoría (la eliotiana del «correlativo objetivo» no creo que existiese, en el 28, cuando mi «Arsenio» fue publicado en «The Criterion»)[21] En resumen, no me parece que el nuevo libro contradijera los resultados del primero: eliminaba algunas de sus impurezas e intentaba abatir aquella barrera entre lo interno y lo externo que me parecía inexistente incluso desde el punto de vista gnoseológico. Todo es interno y todo es externo para el hombre de hoy; sin que el llamado mundo sea necesariamente nuestra representación. Se vive con un sentido cambiado del tiempo y del espacio. En Huesos de jibia todo era atraído y absorbido por el mar fermentante, más tarde vi que para mí el mar estaba por todas partes y que hasta la clásica arquitectura de las colinas toscanas estaba en movimiento y fuga. Y también en el nuevo libro seguí mi lucha por desenterrar otra dimensión en nuestro pesado lenguaje polisilábico, que parecía rehusarse a una experiencia como la mía. Repito que la lucha no fue programática. Es probable que me haya ayudado mi forzada y desagradable actividad de traductor. He maldecido a menudo nuestra lengua, pero en ella y por ella he llegado a reconocerme incurablemente italiano: y sin pesadumbre. El segundo libro no era menos novelesco que el primero; sin embargo, el sentido de una poesía que se delinea, el verla formarse físicamente, daba a Huesos de jibia un sabor que alguien añoraba. Si me hubiera detenido allí y me hubiese repetido habría estado equivocado, pero algunos habrían quedado más satisfechos.
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—Las ocasiones eran una naranja, o mejor un limón al que le faltaba un gajo: no precisamente el de la poesía pura en el sentido que he indicado antes, sino en el del pedal, de la música profunda y de la contemplación. Completé mi trabajo con las poesías de Finisterre[22], que representan mi experiencia, digamos, petrarquesca. Proyecté a la Selvaggia, o la Mandetta, o la Delia[23] (llámela como quiera) de los «Motetes»[24] sobre el fondo de una guerra cósmica y terrestre, sin objeto ni razón, y me confié a ella, mujer o nube, ángel o petrel. El motivo estaba ya contenido y anticipado en las «Nuevas Estancias»[25], escritas antes de la guerra. No hacía falta ser profeta. Se trata de unas pocas poesías, nacidas de la pesadilla de los años 40-42, quizás las más libres que haya escrito, y pensaba que su relación con el motivo central de Las ocasiones era evidente. Si hubiese orquestado y diluido mi tema habría sido mejor entendido. Pero yo no voy en busca de la poesía, espero ser visitado por ella. Escribo poco, con pocos retoques, cuando me resulta imprescindible. Si ni siquiera así se evita la retórica quiere decir que ella es (al menos para mí) inevitable.
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—El librito, con aquel epígrafe de D’Aubigné que fustiga a los príncipes sanguinarios, era impublicable en Italia, en el 43. Lo imprimí, por eso, en Suiza y salió poco antes del 25 de julio. En la reciente reedición contiene algunas poesías «divagantes». En clave, terriblemente en clave, entre las agregadas, está «Iris»[26], en la cual la esfinge de las «Nuevas Estancias», que había dejado el oriente para iluminar los hielos y las brumas del norte, vuelve a nosotros como continuadora y símbolo del eterno sacrificio cristiano. Ella paga por todos, expía por todos. Y quien la reconoce es el Nestoriano[27], el hombre que mejor conoce las afinidades que ligan a Dios con las criaturas encarnadas, no ya el tonto espiritualista o el rígido y abstracto monofisita. He soñado dos veces y vuelto a transcribir esta poesía: ¿cómo podía hacerla más clara corrigiéndola e interpretándola arbitrariamente yo mismo? Me parece que ella es la única que merece las críticas de obscurisme expuestas recientemente por Sinisgalli[28]; pero incluso así no me parece que deba dejarse de lado.
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—El porvenir está en manos de la Providencia, Marforio: puedo continuar o interrumpir mañana. No depende de mí; un artista es un hombre necesitado, no tiene libre albedrío. En este terreno, más que en otros, existe un efectivo determinismo. He seguido el camino que mis tiempos me imponían, mañana otros seguirán otros caminos; yo mismo puedo cambiar. He escrito siempre como un pobre diablo y no como un hombre de letras profesional. No tengo la autosuficiencia intelectual que alguien podría atribuirme ni me siento investido de una misión importante. He tenido el sentido de la cultura de hoy, pero ni siquiera la sombra de la cultura que hubiera querido, y con la cual probablemente no habría escrito ni un verso. Cuando di a la imprenta mis primeras poesías me avergonzaban un poco, ahora puedo hablar de ellas casi con indiferencia. Quizás hubiera hecho mal no escribiéndolas y no dándolas a conocer. He vivido mi tiempo con el minimum de cobardía que estaba consentido a mis débiles fuerzas, pero hay quien ha hecho más, mucho más, aunque no haya publicado libros.
(1946)
NOTAS:
1. Estatua colosal en la antigua Roma, a la que se pegaban las respuestas a las sátiras de Pasquín.
2. Guido Gozzano (1883-1916). Publicó, entre otros libros, La via del refugio.
3. Revista romana (1919-1923).
4. Giacomo Debenedetti (1901-1967). Crítico y narrador.
5. Piero Gobetti (1901-1926). Dirigió también la revista Energie Nuove.
6. Camillo Sbarbaro (1882-1967). Publicó, entre otros libros, Resine.
7. Ceccardo Roccatagliata Ceccardi (1871-1919). Publicó, entre otros libros, Il viandante.
8. Giovanni Boine (1887-1917). Publicó, entre otros libros, Esperienza religiosa.
9. Clara felicidad de la ribera / cuando el manzano reduce su plata…
10. Ossi di seppia, Gobetti, Turín, 1925.
11. «Musica sognata».
12. Vittorio Pica (1864-1930). Crítico de arte y literatura.
13. Giovanni Cena (1870-1917). Publicó, entre otros libros, Madre.
14. «Meriggiare pallido e assorto».
15. Giovanni Gentile (1875-1944). Filósofo italiano.
16. Revista florentina (1908-1916).
17. «Riviere». 18. Le occasioni, Einaudi, Turín, 1939.
19. Novelas de Benjamin Constant, François-René de Chateaubriand y Eugène Fromentin, respectivamente.
20. Por entonces Montale dirigía el Gabinetto Vieusseux, del que fue despedido por su oposición al fascismo.
21. Revista londinense (1922-1939), dirigida por T. S. Eliot.
22. Finisterre, Quaderni di Lugano, Lugano, 1943.
23. Personajes de Cino da Pistoia, Guido Cavalcanti y Maurice Scève, respectivamente.
24. «Mottetti».
25. «Nuove Stanze».
26. «Iride».
27. De Nestorio (m. 451), teólogo y patriarca de Constantinopla, fundador del Nestorianismo. 28. Leonardo Sinisgalli (1908-1981). Publicó, entre otros libros, Poesie di ieri.
Eugenio Montale, (Génova, 1896, Italia— 1981, Milan). Poeta, novelista, editor y traductor. Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1975. Montale ha traducido al italiano a autores tan importantes como William Shakesperae, T.S. Eliot, Herman Melville i Eugene O´Neill entre otros autores. Ha publicado gran cantidad de obras entre las que destacan Finisterre (1943), La bufera e altro (1956) y Satura (1962), entre muchos. Ha sido traducido a muchos idiomas, es uno de los grandes poetas de la lengua italiana y del mundo.
Carlos Vitale (Buenos Aires, 1953) es Licenciado en Filología hispánica y Filología italiana. Entre otros libros, ha publicado Unidad de lugar (Candaya), Descortesía del suicida (Candaya), Cuaderno de l’Escala / Quadern de l’Escala (fotografías de Jaume Salvat, ilustraciones de Marc Vicens y prólogo de Carles Duarte, Vitel·la), Fuera de casa (La Garúa,), El poeta más crítico y otros poetas italianos (Emboscall Editorial) y Duermevela (Candaya). Asimismo ha traducido numerosos libros de poetas italianos y catalanes: Dino Campana (Premio de Traducción “Ultimo Novecento”, 1986), Eugenio Montale (Premio de Traducción “Ángel Crespo”, 2006), Giuseppe Ungaretti, Gerardo Vacana, Sergio Corazzini (Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Relaciones Exteriores, 2003), Amerigo Iannacone, Libero De Libero, Joan Vinyoli, Umberto Saba (Premio de Traducción “Val di Comino”, 2004), Giuseppe Napolitano, Joan Vinyoli, Mario Luzi, Sandro Penna, Amelia Rosselli, Antoni Clapés, Joan Brossa, Antònia Vicens, Josep-Ramon Bach, etc. Ha participado en festivales, lecturas y encuentros de poesía en Argentina, España, Venezuela, Armenia, Italia, Suiza, Rumania, Estonia, Grecia, Bulgaria y Francia. Sus libros han sido traducidos al francés, italiano, armenio, estonio, catalán, griego y búlgaro. En 2015 obtuvo el VI Premio José Luis Giménez-Frontín por su contribución al acercamiento entre culturas diversas. Reside en Barcelona desde 1981.