Alicia Louzao: los fantasmas pidiendo explicaciones

 

Agujero

Si estás en un agujero y tú eres el agujero,

y te muerden los elementos extraños que viven de tus pies. Son tus pies y los pies del agujero.

Un agujero diminuto que se va haciendo una boca.

Una boca diminuta que va tragando tu propia boca dentro del agujero.

Si estás en el agujero y tú eres el agujero.

Esto solo debes leerlo en caso de que te encuentres dentro.

Solo debes leerlo si un día te levantas y te encuentras dentro de un agujero de los que hacen desaparecer las manos y los ojos

y tus ojos pertenecen al agujero

y ven el mundo con las mismas pupilas que tú viste el mundo al nacer sobre una camilla blanca y completamente sucia de los fluidos de tu cuerpo.

Tu cuerpo dentro del agujero.

Pero esto solo debes leerlo

-solo-

si un día te levantas y te tambaleas y crees que vas a caer.

Pero en realidad no caes del todo, no.

Créeme que estás dentro pero tú eres el hueco que se va abriendo en la tierra.

Tú eres el hueco que te traga y te devora los huesos para digerirlos con la pausa de un invierno de seiscientos días.

Si estás en el agujero pero tú eres el agujero.

¿No te ha sucedido todavía?

Continuamente con las cosas que se van cayendo alrededor y con las voces que no escuchas porque se prenden de las cortinas y giran la cabeza.

Te advierto de que debajo no hay niños jugando con aviones de papel. Todo se quedará arriba, donde permanece el agua. Como las azafatas que muestran el catálogo de comida en un avión con turbulencias. Sus faldas por la rodilla, pelo con gomina, el catálogo frío sobre los muslos y los diez euros y el cambio.

Tú estarás dentro. Tú con todas las constelaciones pinchándote encima.

Como un buen agujero.

Dentro del agujero.

Tu boca, tu cara, las uñas desesperadas.

Lo mejor de toda historia llega ahora, como los abuelos que narran con voz suave a los pequeños que tienen miedo de que se haga de noche:

nadie estará esperando en el agujero.

Por eso precisamente acabaste aquí.

 

 

Happy Meal

Cuando te traga un monstruo

la sensación no es la que generalmente se teme.

No son vísceras y un corazón temblando en la mano.

No son huesos y espinas puntiagudas como una pesadilla.

Es diferente a lo que te dicen lo libros. Es diferente. Como es diferente un niño cuando empieza a subir escaleras o firma un recibo de la luz.

Cuando te traga un monstruo lo que necesitará es que estés despistado:

mira, una bicicleta abandonada. Mira, un gato que pide salchichas. Mira, una falda naranja que parece que camine sola.

Y cuando te despistas con pensamientos que pasan rápido como una gaviota que ha visto un pez herido,

el monstruo saca la lengua larga de años siendo un monstruo.

Una lengua enroscada y rosa,

del color del verano sobre un helado,

y una piel llena de hematomas

pues los monstruos han sufrido mucho y eso no hace falta repetirlo.

Por algo se hacen monstruos.

Y atrapado en la lengua que es un cascabel y un país lleno de brujas,

subirás hasta la boca del monstruo violeta, cabeza calva, alas que parecen agua.

Te llevará hasta arriba,

arriba del todo,

el lugar donde no quedan árboles.

Y tú intentarás salir de ese entramado de lenguas y ventanas negras.

Porque el interior de un monstruo siempre es oscuro y tiene cortinas rojas,

como las habitaciones del Teatro Real donde antes las damas bailaban con galanes

que pensaban en sus combinaciones flotando sobre los zapatos de tacón.

Las cortinas se comerán tus uñas cansadas de rasgar.

Y el monstruo gobernando los siete cielos y los siete diablos y haciendo la digestión como si tú fueras un gazpacho fresco o una tostada con queso semi curado.

Las ventanas de un monstruo son interiores y pintadas con esmalte azul.

No busques EXIT ni te canses rasgando las cortinas rojas. Yo he estado allí y he visto que el monstruo celebra el banquete girando sobre sí mismo y lanzando excrementos a los que permanecen abajo,

futuras presas de un estómago vacío.

Cuando te quedes atrapado busca el punto por donde salen las lagartijas

(apenas se percibe).

Y ahí introduce el dedo,

y ahí la grieta,

y ahí la nada.

Porque el monstruo seguirá girando sobre sí mismo

con el estómago vacío.

Pero tú habrás salido.

 

 

Niña sobre los hombros

En el parque unas manos agarrando las puntas de los árboles.

Y una niña sobre una cabeza, como un monstruo que se deja arrastrar por la corriente de un río blanco.

Una niña y unas manos con las puntas de los árboles

o de las algas

y el padre como el vigía de la corriente y como el monstruo que se deja arrastrar.

Nadie vio su cara.

Levantaba los brazos como si levantase una muñeca abandonada en autopistas de noche, con un movimiento de seda y de cosa demasiado importante.

Pasó un autobús vacío sobre el puente de piedra.

La niña y sus dedos tocadotodoloque pendía sobre su diadema de oro y plástico.

Tenía el pelo castaño y liso.

Nadie vio su cara.

Yo siempre fui de chicos rubios. De niñas pelirrojas. De autobuses vacíos.

Los árboles con miedo a las uñas de purpurina. Uñas diminutas capaces de aniquilar un balbuceante hormiguero y dejar un rastro de estrellas Essence.

Y el padre

como un monstruo de dos cabezas y dientes que mordían la hierba.

Cuatro sombras atravesaron la espalda

cruz en el tejado.

Una niña demasiado pesada doblando la cabeza de un monstruo

agarrada a las puntas de los árboles

con un autobús sin viajeros.

El parque nunca lo cerraron.

La niña, dentro,

sobre una cabeza y unos hombros manchados de café.

Nadie vio su cara.

 

 

Estas cosas no se cuentan

Es terrible el silencio de las casas vacías.

Dicen que quienes escuchan estos ruidos permanecen ocultos debajo de las conchas hasta que todo empieza a romperse. Pero estas cosas no se cuentan.

Es terrible el silencio de las casas vacías.

Dicen que algunos se pintan el ojo izquierdo solo para que lo vea el ojo derecho, delante del espejo que compraron cuando aún existía la luz y las posibilidades eran una masa blandita de harina y agua dentro de un cuenco blanco.

Con todas las formas posibles.

Muchos gritan que no había que tener miedo.

Lo gritan al hombre que se cuela en el pasillo buscando un lugar donde estar a salvo. Porque eso nos enseñan en la escuela. Que hay que caminar rectos con las heridas en las rodillas y subrayar las faltas de ortografía con bolígrafo rojo. Y que estas cosas no se cuentan.

Es terrible el silencio de las casas vacías.

Y te llega como llega un rayo que parte el mundo. Con las arterias de los árboles dentro de los vientres y con un grito en la boca que no puede caer por la ventana.

Siempre hubo gritos cayendo por la ventana.

Cuando todavía había voces.

En las casas vacías.

La mujer extiende la sal sobre la mesa y suspira. Y por cada suspiro pierde una noche. Y por cada noche, se acerca más a la tierra,

que se presenta como un dios donde descansan los errores.

Dicen que ella se agarra a los objetos como la única esperanza.

El hombre es tranquilo y huele a manzanas. Tiene ojeras negras y nieve en la cabeza que se enreda cada mañana con el peine como buscando el pensamiento que no debería estar ahí.

Los dos fueron a la escuela y caminaron rectos con las heridas en las rodillas. Y los dos marcaban las faltas de ortografía con bolígrafo rojo.

Es terrible el silencio de las casas vacías.

La condena de los que todavía no han muerto.

El hombre vive en el lugar olvidado. Tuvo una vez un perro pequeñito que llevaba sobre el dedo como el que sostiene un cristal. Un perro en el jardín. Y el hombre descansando con ceniza en el pantalón y un barco en la montaña. Los planos de una casa brillante como una perla. Una oficina importante. Un doctorado en cosas complicadas que pendía de un clavo en la pared del pasillo.

La mujer se esconde tras una cortina. Es alta y sueña con caballos en el agua y con pájaro que cubre el mundo con dos alas extendidas.

Es terrible el silencio de las casas vacías.

Aplasta como el pie que arrasa el reino de los insectos.

Dicen que la mujer nunca salió de la casa.

Dicen que el hombre entró en el jardín.

Y dicen los expertos que hay que evitar los pensamientos que no deben estar ahí. Como el que encuentra una bola de naftalina desintegrada en la caja de la ropa de invierno.

Dicen que la mujer era pequeña como un olivo que no crece.

Dicen que el hombre tenía agua en la boca.

Cada uno en cada punta del mundo. Con el mismo ruido en el estómago.

Con dos casas vacías.

Y todo el tiempo dentro de la noche. 

Dicen que pensaban que allí no había nadie. Que el ruido de los pasos era el de un monstruo confinado a cumplir una pena. Que los niños pasaban de puntillas por la puerta de la casa del hombre. Que las madres corrían al cruzar la casa de la mujer.

Y cada uno en cada punta del mundo.

Con dos casas vacías.

La mujer observa la fina transparencia de su mano.

El hombre se pinta el ojo izquierdo.

Cada uno en cada punta del mundo.

Y cada uno en la casa vacía.

Dicen que todo vino como un espanto que es visto en la calle por los que no tienen miedo. Vino como el viento que promete calmar el picor del agua.

El hombre con puños en el vientre.

La mujer sin ojos en la cara.

Cuatro manos que se vuelven transparentes. Rodillas sucias. Heridas en los pies de trazar círculos desde la cocina hasta donde estaban las hojas de almendro que llegaban de fuera. Como el recuerdo de lo que no quiere verse.

Dicen que nunca hubo nadie. Y que esas cosas no se cuentan.

Dos casas vacías.

Ellos debajo de la tierra cuando llegaron los fantasmas pidiendo explicaciones.

 

Dicen que algunos no soportan el peso del mundo.

Pero esas cosas no se cuentan.

Es terrible el silencio de las casas vacías.

 

 

Palma de la mano

Piensa que cuando nacimos creció el mundo.

Cada uno con un pequeño mundo debajo de los pies.

Y le dábamos forma,

resbalábamos sobre él abriendo paquetes de helados,

ocupando las plazas como si fueran nuestra propia casa;

gobernando entre los que se balanceaban en los columpios y caían sobre la tierra.

Pensadlo.

Yo cabía en la palma de una mano. Tú probablemente también.

Pensadlo.

Cada uno con un pequeño mundo debajo de las suelas y del velcro.

Como acróbatas o bailarines que no tienen miedo de los dientes afilados que esperan abajo.

Como artistas que dan vueltas viendo la red encima de sus cabezas y la nada en las puntas de los dedos de los pies.

Me hacía coletas y las coronaba con horquillas que pinchaban un poco. Pequeñas uñas de plástico con purpurina desfragmentada.

Yo cabía en la palma de una mano. Tú probablemente también.

Y ese mundo rodaba lleno de agua y colmado de peces que se vaciaban en las plazas mientras comíamos los helados y vigilábamos a los vasallos que medían menos que nosotros.

La sociedad y las alturas.

Y poco a poco el mundo fue trepando por los muslos,

la columna de la espalda y su cuerda de cristal,

y llegó hasta los hombros.

Y ahora lo llevamos en una mochila que no recuerda a aquella donde estaba nuestro nombre y número de chándal.

Pero hubo un tiempo en el que yo cabía en la palma de la mano.

Pensadlo.

 

 

Capítulo XV. Cuerpo del e-mail

Una vez,

quise a alguien tanto que no me cabía en los brazos todo lo que le quería.

Solo una vez.

Quise a alguien tanto.

Esto no es una historia triste.

Nunca se llevó mis brazos.

Pero solo una vez,

quise a alguien tanto.

Ahora en los brazos me quedaron las flores de 80 euros y manchas de yogur y salsa de tomate y una línea de bolígrafo Bic dividiendo dos mundos.

No me cabía en los brazos todo lo que le quería.

 

Esto no es una historia triste.

 

(Poemas inéditos del poemario Las niñas que no queríamos ir a la escuela, de próxima aparición, seleccionados por su autora),

 

Alicia Louzao. Doctora y licenciada en Filología Hispánica y licenciada en Filología Inglesa. He publicado los libros de poesía Manual para la comprensión del insomnio (El Transbordador, 2019) y El circo volador (Versátiles, 2020), ambas son editoriales tradicionales e independientes. Este año publicará con Liliputienses su tercer poemario: Las niñas que no queríamos ir a la escuela.
Trabaja como profesora de Lengua y literatura en un instituto público, y colabora en diferentes revistas culturales con artículos (Quimera, Ocultalit, Liberoamérica).

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