William Navarrete: Los figurines reencontrados/Les santons retrouvés

(Foto: ⓒ Pierre Bignami)

 

El cuento de Navidad es una tradición que mantiene viva la prensa de algunos países. Cada año, el periódico Nice-Matin invita a cuatro escritores para que, durante las cuatro semanas que preceden y siguen al 25 de diciembre, escriban y publiquen un cuento o relato relacionado con esta celebración. William Navarrete prefirió hacer un relato que explicara a los lectores de la Riviera francesa y los Alpes marítimos la manera en que el régimen cubano extirpó de la imaginación de los niños de su país, durante la época en que le tocó vivir en Cuba, toda fantasía vinculada con las Navidades y toda pretensión de celebrarlas. En la Provenza francesa los “santons” son los figurines con que se adornan los belenes o nacimientos en cada casa. Mezclando lo divino y lo profano estas figurillas, en general de terracota o barro, representan no solo los personajes de la Judea en tiempos de Jesús, sino que, por transposición, reflejan los personajes de la cultura popular en los pueblos provenzales de Francia. El autor escribió el relato o casi cuento de “Los figurines reencontrados” directamente en francés para dicho diario. Ahora lo ha llevado al español para publicarlo en La libélula vaga.

 

Los figurines reencontrados

Nadie sabía realmente de dónde provenían las pequeñas figuritas del belén. Abuela Rosa afirmaba que sus padres las habían comprado durante su luna de miel.

“En Niza, Riviera francesa, hace siglos”, afirmaba, llamando a la Côte-d’Azur como todavía se le menciona en nuestros días del otro lado del Atlántico.

Como prueba de la antigüedad de aquellas figuritas el asno había perdido la cola, uno de los pastores la hoz, el manto de María la intensidad de su color azul y la lavandera la cesta en donde llevaba la ropa. Algunas piezas tenían una grieta por algún lado, a otras les faltaba un pedacito por el otro. La jarra cuarteada de la aguatera había sido pegada varias veces. Pero la estatuilla que más me llamaba la atención era la del reyezuelo de arcilla con su corona dorada aún resplandeciente. Eso sí: le faltaba por lo menos la mitad de la espada que empuñaba. Creía entonces que al manipularla, en un descuido, hubiese sido yo el causante de la pérdida y por miedo a que me regañaran, solía esconderla siempre en el bosquecillo de lentejas cuya rápida germinación auguraba, según la abuela, el renacimiento de la vida y un año de prosperidad.

Privados del brío de antaño, los figurines seguían llenándome de ilusión. Los quería a todos y los mimaba desenvolviéndolos cuidadosamente para que no se dañaran aún más. Y los volvía a colocar en el cajón en que esperaban pacientemente hasta la próxima Navidad.

Me impacientaba porque llegara la fecha en que las sacábamos de su escondite para colocarlas, lejos de la vista de personas indiscretas o de vecinos, debajo de una mesa que cubríamos con un mantel largo para que al rozar el suelo las ocultase mejor. Abuela Rosa me ayudaba siempre a montar el belén. Me encantaba oírla cuando ponía voz al asno del establo para desearle la bienvenida a los Reyes Magos: “Gaspar, Melchor, Baltasar, deeejen esos regalos en la eeentraaada”, con tono de estertor teatral que prolongaba el sonido de algunas vocales. ¡Regalos que eran ficticios, por supuesto!

Llegado a este punto debo confesar que la única Navidad que se celebraba en el país desde hacía mucho tiempo era la de las hazañas laborales de una tal Natividad –Natividad Pérez– una campesina machetera o cortadora de caña de azúcar que el Estado había declarado “heroína del trabajo” y a la que todos debían venerar. Había cortado ella sola, revelaba la prensa, toneladas de aquella rosácea que representó en tiempos pretéritos la gran riqueza de Cuba. Se le citaba entonces como prueba irrefutable de la enérgica resistencia de todo un pueblo frente a un enemigo invisible al que se le mencionaba día y noche sin que nadie lo hubiera visto nunca.

La otra Natividad, la de las reuniones familiares los 24 de diciembre en prácticamente todos los lugares del mundo cristiano, se había convertido en una palabra tabú, borrada por leyes y decretos de nuestras costumbres, una palabra que apenas susurraban los más viejos. El celo que ponían las autoridades en censurar las Navidades era tal, que con el objetivo de que nadie pudiera asociar, ni por equivocación, el extraño nombre de la guajira machetera con las festividades prohibidas, la borraban a ella también de periódicos y noticieros, durante todo el periodo que va desde el Adviento a la Epifanía.

Al que sorprendieran con un belén o cualquier otro objeto relacionado con las Navidades lo podían juzgar, e incluso hacer que perdiera su trabajo. Por eso a los niños nos enseñaban desde muy temprano a tragarnos la lengua y a disimular.

Así pasaron, uno tras otro, los años sin Navidades durante toda aquella década de 1970. Aunque la prohibición era cosa seria, en casa de la abuela Rosa se montaba siempre el Nacimiento. Y al igual que durante la Revolución francesa de 1789, en que se prohibieron los cultos en las iglesias y la gente montaba las capillas en sus hogares como acto de resistencia, el belén de la abuela adquiría proporciones de desagravio ante todas las humillaciones e injusticias que padecíamos a diario. Cada mes de diciembre, un poco para consolarse por tantas carencias, abuela Rosa decía: “¡Qué más da, si en esta isla olvidada del mundo, nunca ha habido nieve, ni chimeneas, ni olivos, ni nada que pueda recordarnos los paisajes sagrados del nacimiento de Jesús!”.

Nos quedaba, sin embargo, un pequeño atisbo de esperanza de poder contemplar un arbolito como Dios manda. Para eso, teníamos que acercarnos a la Diplotienda, una gran tienda que el gobierno había reservado a los del cuerpo diplomático. Las vendedoras de aquel lugar inaccesible recibían la orden de correr las cortinas de las vidrieras que daban hacia la Quinta Avenida para esconder, de la vista de los pocos transeúntes del barrio, los arbolitos navideños repletos de bolas y guirnaldas multicolores centelleando y decorando de lo lindo aquel templo vedado a los cubanos de a pie. Entonces sucedía que, a veces, la encargada de cumplir la orden olvidaba, ya sea por descuido o con la intención de sabotear la orden, correr debidamente las cortinas. Solo así se podía ver desde la acera la extraordinaria decoración que el gobierno autorizaba para disfrute exclusivo de los extranjeros. Aquel momento era único y, por supuesto, muy esperado por los vecinos de nuestro barrio. Cuando eso sucedía, mi madre me agarraba del brazo y me llevaba hasta la tienda, pero para que nadie sospechara que su intención era enseñarme la escenografía prohibida, hacía que pasáramos varias veces, como quien no quiere la cosa, por la misma acera invitándome a mirar disimuladamente los únicos arbolitos que existían por aquel tiempo en toda la isla.

Así, cabe decir que el imaginario de mi infancia no estuvo poblado de abetos, villancicos y mucho menos de medias colgadas de un clavo y repletas de regalos. Las golosinas típicas de los países de tradición hispánica por esas fechas, turrones, manzanas de California caramelizadas, mazapanes, frutas confitadas y galleticas de anís y canela en forma de estrella, nos eran completamente desconocidas. Aquella retahíla de deliciosas alegorías existía solamente en el recuerdo de los que habían conocido la época anterior.

El belén, única reminiscencia de aquel universo censurado y misterioso, desapareció un buen día. Fue durante el invierno de mis doce años, cuando abuela Rosa murió y muchas de sus pertenencias se guardaron en cajones, otras se regalaron o fueron, simplemente, olvidadas. Entre los objetos desaparecidos estaban los santitos o figurines del Nacimiento que nunca se volvieron a mencionar. La Navidad se convirtió a partir de ese invierno en un auténtico hueco negro, con la única ventaja de la ausencia absoluta de nostalgia para aquellos que, como yo, nunca la habíamos festejado en todo su esplendor.

Más tarde, después de vencer múltiples obstáculos más escabrosos que el trabajo extenuante de la famosa Natividad Pérez de las toneladas de caña cortadas, lograba instalarme definitivamente en París.

Durante mis primeras Navidades a orillas del Sena, me llevaron a ver las vidrieras con marionetas animadas de las Galerías Lafayette, el abeto gigante bajo la cúpula art Nouveau de la tienda principal, y las iluminaciones suntuosas de los Campos Elíseos con sus plátanos chorreando filamentos de luces que ofrecían un espectáculo de cuentos de hadas visto desde lo alto de la gigantesca estrella que se colocaba por esa fecha a un costado de la plaza de la Concordia. Incluso la nieve acudió en abundancia a la cita navideña de aquel año, como para acentuar el encanto del momento.

Aunque todo aquello pudiera parecer extraordinario, confieso que la decoración sofisticada que hacía vibrar de emoción a grandes y chicos me dejaba indiferente. Sin punto de referencia alguno, ni indicio que pudiera despertar en mí el más mínimo recuerdo, era el espectador ausente que asistía a una puesta en escena ostentatoria. Mi pasado, abarrotado de prohibiciones y escaseces, carente de fantasías, no dejaba de acecharme.

Poco tiempo después un amigo me invitó a visitar la Riviera francesa y a celebrar con sus familiares las Navidades. En cuanto puse los pies por primera vez en Niza me emocionó la silueta sensual de su bahía, la comunión perfecta entre el mar y la tierra, y los destellos argentados de las olas que me devolvían la imagen de La Habana y me hacían tomar conciencia, por primera vez desde mi partida, de la lejanía del mar en la vida que llevaba. El mar que tanto había odiado por haberme impedido largarme definitivamente de la isla, se convertía ahora, en otras latitudes, en la pieza que faltaba para que la felicidad de haber alcanzado la plena libertad fuera completa.

No tardé en descubrir Lou presèpi, el famoso belén viviente de la plaza Rossetti, frente a la Catedral, en el casco antiguo de Niza. Oponerse a este tipo de manifestación porque los animales vivos fueran utilizados para recrear el entorno del Nacimiento, no estaba entonces de moda. Me fascinaba que existieran pueblos capaces de defender sus tradiciones, aunque solo fuera para alegrarle la vida a los pequeños. Al darme cuenta del brillo en los ojos de los niños que del otro lado de la cerca de madera contemplaban la escena de la plaza, no podía dejar de pensar en la gran debacle que significó la sovietización forzada del país en el que me había tocado nacer.

La fiesta de fin de año terminada, uno de mis amigos niceños me propuso celebrar el primer día de enero visitando Lucéram, un pueblo de la trastierra con el objetivo de recoger kakis, una fruta que madura en ese periodo. Dijo que podíamos encontrar grandes cantidades cogiéndolos directamente de las ramas en los campos aledaños de aquel pueblito, a unos veinte y cinco kilómetros de Niza.

Visitamos primero el burgo medieval, asentado en un peñón al pie de un meandro del río Paillon. La tierra conservaba aún restos de la nieve que había caído la noche anterior. Mi amigo ignoraba que desde hacía algunos años los habitantes de aquel pueblo lo convertían en un belén gigante en cuanto despuntaba el mes de diciembre. ¡Yo no daba crédito a mis ojos! Había nacimientos en cada rincón, plazuela o callejón. Algunos habían sido colocados en las escalinatas delante de las casas, otros sobre los buzones o en el quicio del lavadero público o los alféizares de las ventanas. Para donde quiera que mirábamos descubríamos decenas de figurines de terracota, los famosos santitos de Provenza, también fabricados con madera, tela u otras materias como palillos de tender ropa, semillas de calabaza e, incluso, chocolate. Un folleto que había encontrado en la entrada de la iglesia explicaba que aquel delirio de figurines era la obra los propios ribereños, que dedicaban tiempo, creatividad e ingenio en concebirlos.

Apenas podía disimular mi emoción. Iba como un crío de una calle a otra, de belén en belén, para no perderme nada del espectáculo. Me daba lo mismo que las ráfagas de viento gélido bajasen como bajaban, ululando, desde las cimas alpinas y colándose entre los arcos y pasajes abovedados del pueblo. No quería perderme un solo detalle de aquella escenografía espontánea.

Mi amigo, más interesado por los kakis que por aquella panoplia de figurines, me había dejado solo. No entendía cómo a alguien le pudiera gustarle tanto aquel arsenal de imágenes piadosas y fantasías, dijo burlándose amablemente de mi asombro, antes dejarme solo mientras él recolectaba las frutas.

Empecé entonces a detallar, ya sin prisa, cada personaje de los belenes. Un vendedor de ajos parecía tener cierta complicidad con la pescadera. El molinero, la mujer que iba con una cesta llena de espliegos y el vendedor de calissons se disponían a abandonar el mercado. Más allá, el pastor buscaba a su perro que se había ido detrás de una pareja de ocas que, a su vez, se escondía en un campo sembrado de lentejas que habían germinado lo suficiente como para servir de escondite. Un ciego, con los ojos cerrados, era guiado por su hijo. Una pareja de ancianos sentados sobre un banco contemplaba el ajetreo de la plaza. En medio de la algarabía, como si se hubiera querido borrar la frontera entre lo sagrado y lo profano, unos pastores se dirigían hacia la casa en donde había nacido el Niño. Caminaban detrás de una trompeta anunciadora soplada por un ángel y, les seguía un grupo de gitanos que reconocía gracias a los colores chillones de sus prendas y de los pañuelos con que se cubrían.

De pronto, mirando hacia un muro de papier mâché que servía de tapia a un huerto artificial, descubrí a un personaje que hasta entonces no había visto. Llevaba una corona dorada centelleante y empuñaba una espada a la que faltaba la mitad de la hoja. ¡Era Herodes! ¡Idéntico al del belén de la abuela Rosa, con el mismo turbante y aquella expresión inolvidable, casi mueca, de odio y malevolencia!

Las capas superpuestas de mi memoria, sumergidas en el olvido, empezaron a cederle paso a los recuerdos borrados de otros tiempos. Y los figurines de mi infancia a aparecer gradualmente en cada una de las piezas que tenía ahora delante de mis ojos. Tal vez porque nuestros santitos ya estaban esmirriados o porque quise alejarlos adrede de mis recuerdos, el reducido mundo de fantasías de mi infancia había desaparecido completamente de mi memoria.

Sin pensarlo dos veces, asegurándome de que nadie me observaba, agarré al antiguo rey de Judea y sin pensarlo dos veces lo escondí en medio del campo de las lentejas, justo en donde se encontraban las que más habían crecido. Ya no porque temiera, como en el pasado, que me acusaran de haber roto la espada del rey, sino más bien para impedir, con aquel gesto, que alguien, gobierno o tirano o quien fuera, volviera a tratar de matar al niño que debe permanecer siempre vivo en cada ser.

 

 

Les santons retrouvés

Personne ne savait vraiment d’où provenaient les petites figurines de la crèche. Mémé Rose affirmait que ses parents les avaient achetées lors de leur voyage de noces.

« À Nice, sur la Riviera française, il y a des lustres », me disait-elle, en appelant la Côte-d’azur comme on le faisait encore de nos jours de l’autre côté de l’Atlantique.

La preuve de leur ancienneté : l’âne avait perdu sa queue, l’un des bergers sa houlette, le manteau de Marie sa couleur bleue d’origine, la lavandière son panier à linge. Certaines pièces présentaient une fêlure par-ci, d’autres une entaille par-là. La cruche ébréchée de la porteuse d’eau avait dû être recollée plusieurs fois. Mais la statuette qui attirait le plus mon attention était celle du petit roi en argile à la couronne dorée encore resplendissante. Je le craignais sans savoir pourquoi. L’expression de son visage n’augurait rien de bon. Il manquait au moins la moitié de l’épée qu’il brandissait.

Croyant l’avoir brisée en la manipulant et de peur de me faire gronder, je la cachais toujours dans la forêt de lentilles dont la croissance rapide était, disait-on, le symbole de la vie renaissante.

Privées de leur éclat d’antan, ces pièces continuaient à me faire rêver. Je les aimais toutes et les bichonnais les déballant avec grand soin pour ne pas les abîmer davantage.

Chaque année, j’attendais avec impatience l’approche de Noël pour les étaler en cachette, sous une table recouverte d’une longue nappe qui touchait le sol, à l’abri des regards indiscrets de nos voisins.

Mémé Rose m’aidait à les placer. Cela me fascinait de l’entendre faire parler l’âne de l’étable pour souhaiter la bienvenue aux Rois mages : « Gaspard, Melchior et Balthazar, laaaiii-ssez ces cadeaux dans l’eeen-tréee », disait-elle d’une voix de stentor théâtrale. Des cadeaux fictifs, bien évidemment !

Il faut dire que la seule Nativité célébrée dans le pays depuis bien longtemps était exclusivement en rapport avec les exploits d’une autre Nativité – Nativité Pérez –, une paysanne coupeuse de canne à sucre que l’État avait déclarée « héroïne du travail » et qu’il fallait vénérer. À elle seule, cette femme avait coupé des tonnes de cette rosacée, jadis la principale richesse de Cuba. On la citait alors comme une preuve irréfutable de l’endurance du peuple face à un ennemi invisible qu’on évoquait en permanence, mais que personne n’avait jamais vu.

L’autre Nativité, celle des réunions familiales qui se déroulaient autour du 24 décembre un peu partout dans le monde, restait un mot interdit, radié par décret de nos habitudes, seulement prononcé du bout des lèvres par les plus âgés. Le zèle des autorités était si excessif que pour éviter d’associer ces festivités à la coupeuse de canne, ne serait-ce que par la coïncidence de leurs noms, journaux et autres médias veillaient à ne pas mentionner cette dernière durant toute la période calendale, entre la Sainte Barbe et l’Epiphanie !

Être surpris en possession d’un sapin, d’une crèche ou d’un autre objet en rapport avec Noël pouvait attirer de gros ennuis, allant même jusqu’à la perte de son travail. Quant aux enfants, on nous apprenait à tenir nos langues dès le plus jeune âge.

Les années sans un vrai Noël se succédaient. Comme les interdictions étaient toujours en vigueur, nous continuâmes à « faire la chapelle » à la maison, une expression que l’espagnol avait empruntée au français et qui datait de la Révolution de 1789, lorsque les cultes furent interdits dans les églises de France et que les familles n’eurent d’autre choix que de pratiquer à l’intérieur de leurs propres foyers. Pour se consoler, à l’arrivée du mois de décembre, mémé Rose disait toujours : « Après tout,

dans cette île oubliée du monde il n’y a jamais eu de neige, de cheminées, d’oliviers, ni rien qui puisse nous rappeler le paysage de la naissance de Jésus tel qu’on l’imagine ».

Cependant, il restait un petit espoir de voir un vrai sapin. Pour cela, il fallait se rendre à la Diplotienda, le grand magasin réservé au personnel des ambassades. Les employés recevaient l’ordre de bien recouvrir les vitrines pour cacher à la vue des passants les petits arbres remplis de boules et de guirlandes multicolores brillant de mille feux et décorant ce temple de la consommation interdit aux nationaux. Parfois, le responsable chargé de les dissimuler oubliait, soit par mégarde, soit de manière intentionnée, de tirer correctement les rideaux. On pouvait alors entrevoir les objets défendus. Un moment rare et très attendu qui faisait jubiler ma mère qui m’emmenait faire des promenades à n’en plus finir le long du trottoir devant ce magasin. On passait et repassait encore, car à une certaine distance du trottoir et à travers la grille, se trouvaient les seuls sapins connus de l’île.

Mon imaginaire d’enfant ne fut donc pas peuplé de sapins, ni de chants de Noël et encore moins de chaussettes suspendues dans lesquelles on glissait de petits cadeaux. Les friandises typiques des pays de tradition hispanique, à savoir les nougats, les pommes caramélisées, les pâtisseries à la pâte d’amandes, les fruits confits ou les biscuits étoilés à l’anis et à la cannelle, m’étaient aussi inconnues. Toute cette farandole de délices allégoriques n’existait que dans la mémoire des adultes.

Une année, la crèche, seule réminiscence de cet univers prohibé et mystérieux, disparut. L’hiver de mes douze ans, mémé décéda, on changea de quartier et, dans la confusion du déménagement, plus personne ne mentionna les figurines et autres petits objets qui en faisaient partie. Noël devint alors un véritable trou noir avec, comme seul avantage, l’absence de toute nostalgie de la part de ceux qui ne l’avaient jamais vraiment fêté.

Plus tard et après moult obstacles, bien plus difficiles à surmonter que le travail harassant de la « Nativité de la canne à sucre », je parvenais à m’installer à Paris.

Lors de mon premier Noël, on m’emmena voir les vitrines animées des Galeries Lafayette, le sapin géant sous la coupole Art nouveau du magasin principal, ou encore l’éclairage féerique des Champs-Elysées et ses platanes larmoyant des lumières en forme de filaments qu’on pouvait contempler aisément depuis la hauteur de la Grande Roue. Même la neige, que je ne connaissais pas, était au rendez-vous cette année-là, comme pour accentuer la magie du moment!

Quoique extraordinaire, j’avoue que ce décor somptueux qui faisait vibrer grands et petits me laissait indifférent. Sans repère, sans aucun indice qui aurait pu susciter en moi la moindre nostalgie, j’assistais comme un spectateur absent à cette mise en scène ostentatoire. Mon passé rempli d’interdits et dépourvu de fantaisies finissait par me rattraper.

Quelques années plus tard, je reçus l’invitation d’un ami à me rendre sur la Côte afin de fêter Noël dans sa famille. À peine arrivé à Nice, je fus saisi d’émotion. Le contour sensuel du rivage, la communion parfaite entre la terre et la mer, ainsi que les éclats argentés des flots me rendaient l’image de La Havane en me faisant prendre conscience, pour la première fois, de mon départ définitif. Cette mer tant haïe car frontière naturelle m’empêchant pendant des années de partir, devenait, sous une autre latitude, la pièce qui manquait au bonheur de ma liberté acquise!

Je n’ai pas tardé à découvrir Lou presèpi, la fameuse crèche vivante, place Rossetti, dans le Vieux-Nice. À l’époque, s’opposer à ce genre de manifestation sous prétexte d’éradiquer les dernières traces du christianisme dans l’espace public n’était pas « tendance ». J’étais vraiment ravi de constater qu’il y avait encore des peuples capables de défendre leurs traditions. En voyant les yeux des enfants briller de l’autre côté de l’enclos, je ne pouvais cesser de penser à la grande débâcle de mon pays suite à la soviétisation forcée.

Après le réveillon de fin d’année, l’un de mes amis me proposa de l’accompagner pour aller chercher des kakis dans l’arrière-pays niçois. Selon lui, on pouvait en cueillir des grandes quantités directement sur les arbres dans les champs près de Lucéram, un village à environ vingt-cinq kilomètres de la ville.

Avant d’arriver, il voulut me montrer l’ancien bourg fortifié, perché au-dessus d’une boucle du Paillon. La terre gardait encore le souvenir de la neige tombée la nuit précédente. Mon ami ignorait que depuis quelques années les habitants avaient décidé de convertir leur village en un énorme belèn, le nom qu’on donne aux crèches en provençal, mais aussi en espagnol. Je n’en croyais pas mes yeux ! Il y en avait à chaque coin de rue, chaque placette, chaque ruelle. On en trouvait sur les perrons des vieilles bâtisses en pierre, sur les boîtes aux lettres, autour du lavoir ou sur le rebord des fenêtres. Le moindre recoin exhibait des dizaines de santons en terre cuite, en bois, en tissu et autres matériaux inimaginables, tels que des pinces à linge, du fer forgé, des graines de cougourdons et même en chocolat, afin de représenter tous les personnages de l’imaginaire provençal. Une brochure que j’avais récupérée à l’entrée de l’église expliquait que la plupart des figurines avaient été fabriquées par les villageois eux-mêmes, grâce à leur créativité et à leur ingéniosité.

Je ne pouvais dissimuler mon émotion. Je courais comme un gamin d’une ruelle à l’autre pour ne rien rater du spectacle. Peu m’importaient les rafales de vent particulièrement glacées qui descendaient des cimes, se faufilant entre passages voûtés et arcades. Je ne voulais pas perdre le moindre détail de cette scénographie créée par des bénévoles.

Cela faisait un bon moment que mon ami, plus intéressé par les kakis que par toute cette panoplie de figurines, était parti de son côté chercher les fruits qu’il comptait cueillir. Il ne comprenait pas que je puisse aimer autant ces bondieuseries, avait-il dit en se moquant gentiment de moi avant de continuer sa quête.

Je continuais, d’émerveillement en émerveillement, à regarder chaque personnage des crèches. Un marchand d’ail semblait bien s’entendre avec la poissonnière. Le meunier, la femme à la lavande et le vendeur de calissons s’apprêtaient à quitter la place du marché. Un peu plus loin, le berger cherchait son chien qui poursuivait les oies se réfugiant dans un petit champ où les germes de lentilles avaient suffisamment poussé pour les cacher. Les yeux fermés, l’aveugle marchait accompagné de son fil. Un couple de vieux restait assis sur un banc en contemplant l’agitation de la place. Au milieu de ce brouhaha, comme si l’on avait voulu effacer les frontières entre le sacré et le profane, des bergers s’approchaient de la maison où l’Enfant était né. Ils marchaient, au son de la trompette annonciatrice, soufflée par un ange, et suivis par des bohémiens que je reconnaissais aux couleurs vives de leurs vêtements.

Tout à coup, en regardant le long d’un muret en papier mâché qui servait de barrière protectrice à un petit potager, je suis tombé sur un personnage que je n’avais pas remarqué jusqu’alors. Il arborait une couronne dorée étincelante et brandissait une épée à laquelle il manquait la moitié de la lame. C’était Hérode ! Celui de la crèche de mémé, portant une tunique identique et affichant aussi la même expression de haine et de méchanceté.

Les strates de ma mémoire submergée commencèrent à jaillir du fond de ma pensée. Les figurines de mon enfance se redessinaient graduellement dans chacune des pièces que j’avais devant mes yeux. Peut-être parce que les nôtres étaient délavées ou parce que j’avais voulu chasser les images d’une période révolue, tout ce petit monde avait complétement disparu de mes souvenirs.

Sans y réfléchir à deux fois et en m’assurant que personne ne m’observait, je pris l’ancien roi de Judée et le plongeai au milieu de la forêt de lentilles. Non pas par crainte que quelqu’un puisse m’accuser d’avoir cassé son épée, mais pour empêcher que l’on ne tue l’enfant qui devrait toujours demeurer en soi.

 

(Traducción del autor)

(Publicado el periódico Nice-Matin)

 

William Navarrete (Cuba, 1968). Reside entre París y Niza desde hace 30 años. Estudió historia del arte en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y Letras, Literatura y Civilización hispanoamericana en la Universidad de La Sorbonne – París IV. Es colaborador permanente del diario El Nuevo Herald desde 1999 y para otros medios de comunicación, fue curador de numerosas exposiciones de arte en France, conferencista y organizador de festivales eventos culturales en Francia, Estados Unidos y América Latina. Es traductor para organizaciones internacionales de las Naciones Unidas (UNESCO y Comisión Internacional de Derechos Humanos de Ginebra) y editor de El Correo de la UNESCO en español.

Ha publicado unos 30 libros de ensayo, poesía y narrativa, dirigido varias antologías y colecciones de literatura, y obtenido diversos premios por su labor. Fundó la Asociación por el Centenario de la República Cubana y, luego, la Asociación por la Tercera República Cubana que organizó numerosas manifestaciones en Francia a favor de los presos políticos cubanos. Obtuvo la beca de creación del prestigioso Centro Nacional del Libro, en París, para la escritura de su cuarta novela (en proceso). Ha ganado la Medalla de las Artes de la Ciudad de París. En francés ha escrito dos volúmenes sobre música cubana y varios ensayos, así como dos diccionarios insólitos (Cuba y La Florida en francés), y tres relatos (Pour l’amour de Nice, Divine Italie y Le tour du monde en 80 saveurs, este último con Pierre Bignami como coautor previsto para fines de octubre de 2020, también en francés). Su poemario Edad de miedo al frío recibió el premio Eugenio Florit (Centro Panamericano de Nueva York). Ha publicado tres novelas: La gema de Cubagua (Madrid, 2011), Fugas y Deja que se muera España (en la editorial española Tusquets), además de libros de genealogía cubana, monografías de artistas, libros de cuentos y relatos.

Bibliografía:

Le tour du monde en 80 saveurs (Ed. Emmanuelle Collas, Paris, octobre 2020) (nouvelles et récits écrit en français, co-auteur Pierre Bignami)

Divine Italie (Ed. Magellan, Paris, août 2020) (récit, écrit en français) – Vidalina (Ed. Emmanuelle Collas, Paris, 2020) (roman, traduction Marianne Millon) / Deja que se muera España (Ed. Tusquest, 2017)

Lueurs voilées du Sud (Ed. Oxybia, Grasse, 2018) (poésie, traduit par l’auteur)

Pour l’amour de Nice (Ed. Magellan, Paris, 2017) (récit, écrit en français) – Dictionnaire insolite de la Floride (Ed. Cosmopole, Paris, 2017) (essai, écrit en français)

Animal en vilo (Ed. Univ. Autónoma de Nuevo León, Monterrey, Mexique, 2016) (poésie)

Nouvelles de Cuba (nouvelle Danser avec l’ennemi), Ed. Magellan, Paris, 2016 (nouvelle, traduction)

Genealogía cubana. San Isidoro de Holguín 1735 (Ed. Aduana Vieja, Valencia, 2016) (essai, études généalogiques)

En fugue (Ed. Stock, col. La Cosmopolite, Paris, 2015) (roman, traduction de Marianne Millon) / Fugas (Ed. Tusquets, 2014)

Dictionnaire insolite de Cuba (Ed. Cosmopole, Paris, 2014), (essai, écrit en français),

La danse des millions (Ed. Stock, col. La Cosmopolite, 2013, trad. Marianne Millon) (roman) / La gema de Cubagua (Ed. Legua, Madrid, 2011)

Lumbres veladas del Sur (Ed. Aduana Vieja, Valencia, 2008) (poésie)

Aldabonazo en Trocadero 162 (Ed. Aduana Vieja, Valencia, 2008) (anthologie d’essais en hommage à José Lezama Lima)

Visión critica de Humberto Calzada (Ed. Aduana Vieja, Valencia, 2008) (monographie d’art) – La canopée du Louvre (Ed. A. V., Valencia, 2007) (cuentos) (édition français/espagnol)

Visión crítica de Gina Pellón (Ed. Aduana Vieja, Valencia, 2007) (monographie d’artiste)

Canti ai piedi dell’Atlante (Ed. Coen Tanugi, Gorgonzola, 2006) (poésie, trad. italienne)

Catalejo en lontananza (Ed. Advana Vieja, Cadix, 2006) (recueil d’articles journalistiques)

Versi tra le sbarre (Ed. Il Foglio, Piombino, 2006) (anthologie poètes cubains, bilangue espagnol/italien)

Edad de miedo al frío (Ed. Aduana Vieja, Cadix, 2005) (Prix Eugenio Florit de Poésie, Centre Panaméricain de New York) / Eta di paura el freddo (Ed. Il Foglio, Toscana, Italia, 2005)

Insulas al pairo (Ed. Aduana Vieja, Cadix, 2004) (anthologie de poètes cubains à Paris) – Cuba : la musique en exil (Ed. L’Harmattan, Paris, 2004) (essai, écrit en français),

Centenario de la República Cubana (Ed. Universal, Miami, 2002) (collectif / essais historiques) – La chanson cubaine : textes et contexte (Ed. L’Harmattan, Paris, 2000), (essai, écrit en français),

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