Froilán Escobar González: Para ver más allá de la oscuridad

(Foto: Head in the clouds: Jorge Luis Borges in Palermo, Sicily, 1984)
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Creyó que estaba anocheciendo y que la oscuridad se apoderaba de su cuerpo. Su ojo izquierdo, el más abierto y expectante de los dos, no se percató de la presencia silenciosa de la luz. Esa leve insinuación del amarillo, el único color que no le había sido infiel, según su decir, fue tapado de pronto por la sombra. Y también el verde y el azul, y el acariciado oro de los tigres del zoológico de su infancia en Palermo. Todos se le iban. El inesperado borrón lo dejó en el desamparo. Se estaba quedando sin realidad.
 
Preocupado porque le borrara todo, quiso salvar el tiempo en unos versos: Eres nube, eres mar, eres olvido. Eres también aquello que has perdido, como si de esa manera atenuara el menoscabo. Curiosamente, los dos endecasílabos pertenecían a un poema que aún no había escrito. Hubiera preferido no tener que salvar nada y ser invisible, como su padre, pero le resultaba insolente la pérdida de la luz en este momento. Si se quedaba sin pasado también se quedaba sin futuro y, por tanto, perdería el reconocimiento que le iban a otorgar a la mañana siguiente en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.
 
La desaparición total del mundo real fue repentina. Aún no sabía ver en lo oscuro. Mucho menos explicárselo. Atribuyó lo que le sucedía a la impertinente llegada de un viejo recuerdo. Uno que tenía que ver con un espejo donde, una imagen, borrosa, lo estaba acechando. Un recuerdo que tenía que ver con un poeta ciego a pesar de los treinta siglos que los separaban. Uno que, ante la inminencia de su afectación, lo asociaba con la ceguera total. Uno que le daba vueltas en la cabeza. Sin parar. Uno que lo sumergía en la perplejidad.
Para no trastocarse, a manera de conjuro, encendió la lamparita que tenía sobre la mesa, sorbió el último buchito de café y tomó de nuevo la lupa en su mano. Pero ni aun así pudo continuar con la lectura. Las palabras también se le estaban yendo. Hasta del espejo turbio en el que todavía afloraban las presencias del Río de la Plata, se le esfumaban los compadritos, con las peleas a cuchillo, las casas sin azotea, ni patio, ni zaguán ni aljibe. Y lo más terrible: menguaba su fervor por Buenos Aires.
 
Se estaba quedando sin su mirar para delante. Pero también sin su mirar para atrás, donde alguna vez creyó palpar el infinito. El de la pampa. El que alcanzó a tener cuando niño en el viaje que hiciera con su padre a la estancia de unos parientes. Fue su primer contacto con la desmesura, solo poblada por la presencia sonora de los grillos. Apenas tenía 10 años y la casa a la que llegaron era solo un punto en la inmensidad. Ahí supo que a los habitantes del lugar les llamaban gauchos, al igual que en que una novela popular que había leído. Pero todo lo que le llegaba como un destino, ahora se le borraba.
 
Con ese recuerdo luminoso le llegó la oscuridad. Lo metió en un tiempo circular a merced de las indiferentes esferas del universo. Pero, a pesar de su perplejidad, no se alteró. Estaba acostumbrado al difícil trasiego con la sombra. Para saltarse el obstáculo, puso un marcador en la página que leía y decidió acostarse para llegar temprano a la Biblioteca Nacional. Lo iban a honrar, a él, a un ciego, nombrándolo director. Qué poco dura la eternidad del día, comentó con cierto dejo de ironía en su secreto diálogo consigo mismo, y dejó el libro sobre la mesa.
Y alargó la mirada de su único ojo, con el propósito de tantear su entorno, pues no estaba dispuesto a dejar de ver. Se dispuso así a hacer una anotación más. La pluma trastabilló sobre el papel. Le pareció que no tenía la agilidad de siempre. La realidad, tantas veces palpada en la escritura, se le escapaba con sus ficciones. No conseguía volcar aquel verso suyo que traspasaba tiempo. Pensó, incluso, que iba a necesitar que su madre, como lo hiciera antes, le tomara el dictado. El movimiento pausado de su mano y el oído atento al sonido de su pluma estilográfica sobre la hoja en blanco, no fueron suficientes. Tuvo que hacer malabarismos para seguir el dibujo de las palabras dentro de su cabeza. Pues, aunque era él quien las escribía y aunque ladeó el rostro con ese habitual acercamiento suyo que hacía posible verlas de soslayo, no las vislumbró. No logró leerlas. Pero tampoco se inmutó.
 
A sus 55 años, bastaba con que sus ojos le sirvieran para asistir al milagro luminoso, pero ya casi imperceptible, del mundo. Esa difícil peripecia era un acto que se repetía como si entretejiera sus endecasílabos. Tenía grabada su pulsión en la memoria. Pero hoy, de pronto, al desaparecer los colores: ni Ulises, ni Heráclito, ni Simbad el Marino, ni el otro mismísimo Borges en el que creía, ni siquiera la revelación que le hiciera su padre con la ayuda de un tablero de ajedrez, le permitieron escapar de la sombra. Ja, pareciera que el Minotauro se salió de su angustiosa espera y entró en el laberinto de la noche por adelantado, se dijo en broma consigo mismo. Y ahí, inmediatamente, pensó en Homero. El Homero de la Odisea, por supuesto, cuyo lenguaje natural era el mito, y de quien gustaba pensar que no existió porque era un placer para los griegos imaginarlo ciego.
 
Y, con el gesto acostumbrado de esa supuesta hora, se calzó las pantuflas y se dispuso a apagar la lámpara para no llegar tarde a la Biblioteca Nacional. No había alrededor. No advertía ningún relieve donde sujetarse con la mirada. Solo estrellas había. Pero de nada le sirvió su luz. Dejó caer su cuerpo en la cama y, antes de entrar en la oscuridad de los sueños, volvió a repetirse aquel endecasílabo donde invocaba todo aquello que había perdido.
 
 
 
Froilán Escobar González, escritor cubano-costarricense nacido en San Antonio de los Baños en 1944. Es Licenciado en Periodismo y Máster en Comunicación Política. Diplomado de Lengua y Traducción de la Lengua Francesa. Desde 1992 reside en Costa Rica dedicado a la docencia universitaria. Ha impartido conferencias y talleres como profesor invitado en la Universidad de Puebla, México, Universidad de Mérida, Universidad Autónoma de Nayarit (UAN), Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Universidad de La Habana, Universidad Autónoma de Chiriquí, Panamá, Costa Rica, Becario Fundación Pro-Helvetia, Suiza, como profesor del curso sobre Literatura cubana, Universidad de Zúrich, Suiza.
 
Conferencista invitado en las universidades de Lausanne, Friburgo, Berna y Ginebra. Froilán Escobar pertenece al grupo de escritores que funda en La Habana, Cuba, la publicación cultural El Caimán Barbudo. Y es discípulo del Curso Délfico de José Lezama Lima. Ha publicado una veintena de libros en los cuales ha buscado reivindicar las voces marginadas que, hasta su llegada, habían permanecido sumidas en el silencio. Ha desarrollado una obra narrativa que logra una relevancia trascendental en el plano lingüístico, el cual no se asume como “una estrategia de composición”, sino que más bien se vuelve en el principio jerárquico que organiza todo el mundo expresivo. En tal sentido, su libro Martí a flor de labios, fue calificado por el crítico cubano Cintio Vitier como “un suceso predigioso”.

 

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