José Iniesta: como ciegas raíces en las profundidades

(Foto: Cortesía del autor)

 

 

Tu materia salvada

A Teresa

 

Y máteme tu vista y hermosura

SAN JUAN DE LA CRUZ

 

 

La sed y la saliva

En el apartamento, los dos están desnudos. Él abre las ventanas, no tiene voz, ha perdido su nombre. El mar es su discurso, y todo es la canción de las espumas, el murmullo en la noche de la sal. Dentro y fuera es lo mismo: las olas y la vida contra las rocas. Los amantes se muerden, se abrazan en la cumbre por caer, se lamen las heridas, se golpean lo justo. Azota el oleaje la bahía, las bocas alcanzan su sabor. Asciende la marea, inunda el arenal. El cuerpo será el alma, lo adivinan. Desde el primer abrazo, irán hasta el final. Él dice quiero beber de tu saliva, y le sonríe desde un lugar remoto. Solo tengo mi voz, dice, nada me queda en el acantilado. Ella asiente, entera le regala la redondez de sus hombros, los ríos del deseo hasta su axila, la rosa de un quebranto. Ella sabe quién es, en uno de sus ojos se ha llagado. En las cimas del darse acepta su pobreza, y le entrega su olor de bosque intacto. No anhelan en su cueva nada más, y afuera el viejo mundo les iguala: la embestida del mar contra las rocas, el estruendo del viento y las espumas. Y la dulce explosión en la piel que florece, ese roce absoluto que nunca olvidarán. Ella anhela caer no sabe dónde. Desde un cielo tangible le sonríe, y brolla el manantial desde la seca tierra del estremecimiento. No existe nada más, se reconocen, se miran desde siempre. Ella muestra su lengua, lo adivina. Está encima del hombre y lo contiene, conoce todo origen de la fuente. Las partes se componen de lo roto, se juntan los pedazos esparcidos. Ella dice su nombre, es libre su belleza. Los cuerpos son el alma. Desnudos no son nadie, se diluyen en música y sudor. Lo demás nada importa. En clamor y estampida, junto al fuego, abre la boca hermosa para él. Desde el caño abundante de su lengua él acepta, todo son las aguas. Hasta la sed y el vaso de su boca resbala por la piedra la saliva: la miel salvaje del amor y la furia.

 

 

La dimensión del estruendo

Era invierno en los bosques y en el alma. Las ciudades ardían en la noche a lo lejos, y todo era distancia y vendaval. El tiempo y sus derrumbes habían consumado su trabajo en el rostro del hombre. Los años esculpieron abismos en sus ojos, fachadas a punto de ceder, techumbres desplomadas. Cayeron sobre el polvo las columnas. Fue entonces que ocurrió la visión del árbol resistiendo las tormentas, la nevada cubriendo los caminos de una tensa quietud, cayendo sin final sobre la tierra, en las altas planicies despobladas, encima de los vivos y los muertos.

Inesperadamente,

la vio llegar. Su risa.

Ella dijo yo sé quién eres tú,

la niebla se disipa, luce el sol.

Tú vienes de la tierra devastada,

y ahora sí amanece, te desarmo.

Mira la claridad azul del cielo,

el viaje verdadero de las nubes,

el caudal en mi boca de la risa.

Estás en mí,

no importa el vendaval,

la dimensión afuera del estruendo.

 

Acércate a mi pecho, estoy desnuda.

Acepto en la intemperie

el manto de tu daño.

Mi piel es luz y vino y miel.

Mis ojos

la lámpara que muestra el arenal,

éxtasis de azahar y madreselvas

trepando por el muro a lo más alto.

No existe nada más. Ni camino ni línea. Volaron de su rama las palomas. Porque el amor es darse y es creer, junto al fuego se dan a su pan y su gusto, a la copa colmada de la dicha en los labios. Lo demás no es la vida. Detrás de la fractura podía adivinarse la ruina de una casa junto al mar, la herrumbre de los sueños, sedimentos fecundos de una vieja riada, y un viaje adentro, el último, en donde el corazón en tinieblas, en busca siempre siempre de la luz.

 

 

La piedra está en el aire

La mujer a su lado no se oculta.

En el refugio arde, con qué luz,

una lumbre que canta para ellos,

y afuera clama el frío de la noche.

Él acerca su cuerpo un poco más,

desde la desesperación,

y en el aire dibuja

el vuelo de las águilas,

la hierba devastada del invierno,

en esa llama a foscas se conocen.

 

Su piel no es superficie.

Su aliento es una rosa,

y él respira de su respiración.

Afuera, en la montaña, está nevando.

Él acerca su mano un poco más,

allí aspira el perfume que lo vence,

se abrazan en el frío del invierno

como ciegas raíces

en las profundidades.

 

La noche del origen se esclarece.

La piedra, todavía, está en el aire.

 

Ella acepta sus pasos en la orilla.

Él enturbia las aguas

serenas al pasar,

escucha cómo repta la serpiente

debajo del temblor de la hojarasca.

Ya nada será igual, eso lo sabe.

existe el paraíso

en los acantilados.

Hunde el rostro en su pelo,

atraviesa la selva ilimitada.

 

Él no tiene palabras, va desnudo.

Desconoce su nombre,

y acaricia en la cueva más profunda,

la del pecho en su mano,

el infinito.

 

 

La fotografía del tiempo

En la noche se abre el ventanal, la luz está encendida. Junto a una mesa vieja, en el silencio, se puede ver al hombre. En el aire presagia aromas del ayer, y la brisa del mar penetra por las grietas de su casa. En el alto desván, bajo el peso del cielo, atiende al clamor de la fotografía. La imagen vence al tiempo, le acompaña. Allí están los dos desde el principio. La mujer a su lado, sin final, en el íntimo cerco del amor. Hay algo en esa imagen que los arrastra lejos, una forma de unión que perdura en el centro fecundo del jardín. Allí están los dos dentro del ámbar, girando en la alegría. La mujer es, sin duda, la mujer más hermosa. Su piel es otra fuente, está a su lado. Desde dentro, qué altura, se entrega a los espacios, y su presencia llena la oquedad. Su estar es pulsación, el mundo se diluye. Su vestido es tan leve que es viento, sus pliegues capturan esa luz de aguas dormidas, el rumor del caudal al llegar al remanso. La vida está en su rostro, hay árboles con pájaros, sucede en ese instante todo el sol. Él la mira a su lado, desde el tiempo, desde su temor a la muerte: ese gesto en el aire que es del aire, el cabello prendido que insinúa la columna del cuello apenas inclinada, los labios que sonríen abiertos al mundo. Donde están permanecen, pero ella es siempre más, le ofrece su presencia y su figura, los vinos de su boca que lo salvan, la copa donde bebe la alegría. Cuando él le susurra el nombre de la lluvia, ella besa en los charcos su dolor. Su mirada es la casa de la luz. Él no tiene palabras para cantar. Ha lanzado a un pozo todas sus monedas, le queda solo su vivir. Ya son lo que serán, lo que ya han sido. Con sus trajes de boda, qué quietud, están junto al estanque, y todo al reflejarse impone su temblor. Están bajo los árboles, y en ese gesto limpio de los dos al brindar, en ese instante cierto donde chocan las copas, el círculo se cierra y los contiene. La mujer, su materia, su risa, ocupan el centro de la realidad. Gratitud de un abrazo reflejado en las aguas. La instantánea desvela ese punto de unión, los metales fundidos del amor. Ellos alzan sus copas, y celebran la vida. Lo demás es silencio. Yo solo soy en la noche un cazador de palabras.

 

 

[Poemas seleccionados por el autor de Cantar la vida (Renacimiento, 2021), Premio de la Crítica Literaria Valenciana 2022]

 

 

 

José Iniesta (Valencia, 1962) ha publicado diez libros: Del tiempo y sus castigos (Sagunto, 1985), Cinco poemas (Sagunto, 1989), Arder en el cántico (Renacimiento, 2008, Premio de Poesía Ciudad de València Vicente Gaos), Bajo el sol de mis días (Algaida, 2010, Premio de Poesía Ciudad de Badajoz), Y tu vida de golpe (Renacimiento, 2013), Las razones del viento (Renacimiento, 2016), El eje de la luz (Renacimiento, 2017), Llegar a casa (Renacimiento, 2019), La plenitud descalza (Editorial Polibea, 2021), y por último Cantar la vida (Renacimiento, 2021), Premio de la Crítica Literaria Valenciana 2022.

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