Andrey Araya Rojas: Bajar hacia el cielo

(Foto: Cortesía del autor)

 

 

No hay un solo hombre que no sea un descubridor.

Prólogo al Atlas, J.L.B.

 

No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso.

Prólogo a Los Conjurados, J.L.B.

 

 

 

Primera toma

 

Sería más preciso decir que la tierra se aleja de vos. Es el desdoblamiento por excelencia. Subir, subir, mientras bajás hacia el cielo. La planta de uva que hace un rato acariciaste ahora se vuelve viñedo desde las alturas. Vos imaginás la conjunción del verde desde tus ojos ciegos, te robás los tonos escondidos en alguna gaveta de la memoria y los ponés sobre las colinas y los llanos que, te ha contado María, se extienden por todo el valle de Napa, en aquella California preñada de naranjas y de vino.

 

Subir, subir. El suelo se pone ancho, el aire se enfría en tu nariz. Te aferrás al borde de la gran canasta de mimbre. Ahora sos contemporáneo de Moisés, pero a vos no te arrojaron al río durante los primeros minutos de tu vida para alejarte de las manos del faraón: te lanzaron al viento, ya viejo, con muchas bibliotecas sobre la espalda, para salvarte de la infelicidad. ¿Y si me caigo? ¿Si este globo se revela y deja de soñarse pájaro? Bromeás, porque lo cierto es que la fascinación no te deja espacio para el miedo. María se embulle aún más en su abrigo de piel y vos seguís con tu oído el tono de su risa.

 

Te acomodás el nudo de la corbata. Vos, aun con ese cuidado de las formas tan británico, no podés evitar la idea de que subirse a un globo vestido de saco y corbata podría resultar un poco kitsch, pero no te importa. El valle de Napa sigue ensanchándose y vos presentís el paisaje a medida que el ruido de la gente, de los restaurantes, del doloroso trabajo en los campos, de los autos en la carretera que lo cruza, se vuelve cada vez más lejano, más pequeño, hasta que solo escuchás el suave arrullo de la brisa. ¡Los autos se ven diminutos!, te dice María, para completarte la imagen.

 

Y ahí está ella, sonriendo, sonriéndote. Y ahí estás vos, recordando la juventud de tus ojos para construir la mirada que sabés le habrías devuelto de haberse encontrado hace más de treinta años. Tratás de descubrirla entre las cabriolas del viento. Le decís bajito, con tu voz de conferencista oracular, algo que se pierde enseguida, pero que ella parece entender porque ahora te toma del brazo y te dice al oído que los amarillos y los verdes son más inmensos a trescientos metros de altura.

 

 

Segunda toma

 

El diafragma se abre más y más. La luz pasa con sus elefantes luminosos arrasándolo todo, reconstruyéndolo todo, resucitándolo todo. Pero sabés que esta fotografía, como todas las que venís haciendo desde hace años, es una elaborada ficción. No es más que una mentira de la luz que usás arbitrariamente para que otros puedan ir a aquellos lugares que nunca pudieron visitar. Y más que eso, para que puedan sentir lo que nunca jamás se hubieran imaginado poder sentir.

 

Por eso preferís aprovechar en la gente incompleta el don que se te ha dado de recomponer la luz en la forma que desees. Y lo hacés a cambio de una bicoca, te decís para convencerte de tu fingido altruismo. La belleza no se compromete con la verdad, sino consigo misma, es el mantra que te repetís mientras vas poniendo pequeños inventos en el encuadre: camellos, pirámides, ríos larguísimos sin fin, la torre Eiffel, el canal de Suez, un trompetista sudoroso en Nueva Orleans, una botella de Merlot junto a una chimenea junto a un cuerpo desnudo, un dragón de Komodo abriendo su gran boca infecta, una copa de champaña resplandeciendo contra el sol de Santorini.

 

Lo recordás perfectamente mientras entraba por la puerta de tu estudio. El sol de la tarde que chocaba contra su cuerpo menudo y apocado provocó un efecto de contraluz que, por unos segundos, no te permitió distinguir su rostro. Pero, a medida que avanzaba, sus contornos se hacían cada vez más definidos. El bastón de caoba; el traje modesto, pero impoluto; los pómulos prominentes cayendo sobre la anchura horizontal de su risa. Cuando su forma terminó de definirse, pensaste que su estampa representaba una paradoja perfecta de indefensión física y solidez soportada por la sabiduría.

 

Al percatarte del personaje que tenías enfrente, adornaste tus expresiones verbales con unas florituras nada comunes en vos. Le explicaste los misterios de tu don. Le dijiste que sos un hacedor de recuerdos, una especie de bardo visual de la memoria. Que tus fotografías, aunque por lo general son usadas para agregarles uno o dos momentos placenteros a los pobres diablos sin emociones, dependiendo de la cantidad que te encargaban, podían reconstruir toda una historia personal en cualquier tiempo y época de su vida, volverla una sucesión de aventuras, llenarla de sensaciones duraderas y mágicas. En fin, que podés doblar la luz para crear imágenes nuevas en su pasado o cumplir viejos deseos en su presente, le contaste mientras te regodeabas en tu supuesto ingenio.

Entonces te miró, condescendiente, con el resto de visión que le quedaba. Muy lindas las cosas que puede hacer usted, te dijo, aplastándote con su falta de asombro. Te contó que quería poca cosa, algo más simple, más sencillo. Solamente deseaba a su lado a una mujer que ya su invención se había encargado de imaginar desde hacía mucho. Que la quería sentir, escuchar, oler en sus fotos más entrañables: paseando por la Gran Vía, pasando la noche en el desierto egipcio, disfrutando de algún espectáculo en la Ópera de Pekín, riendo por la peculiar felicidad de un paseo en globo.

 

Tercera toma

 

Subir, subir, sentir la caricia del aire mientras se desliza por las fosas nasales. Respirar, subir, respirar, mientras la Tierra se aleja y te acercás a las palabras de los pájaros. El valle de Napa es ahora una gran sábana de parchones terracotas, amarillos y verdes.

 

Está ya muy lejos, a casi cuatrocientos metros de ustedes, el auto en el que hacía un rato viajaste fascinado. La noche anterior no dormiste ni dejaste dormir a María. ¿La canasta será de mimbre o de plástico? Le preguntaste, a pesar de saber ya la respuesta, porque solamente la molestabas para escuchar su risa rebotando en las esquinas de la habitación.

 

Antes de perder completamente la vista habías mirado todas esas fotos muchísimas veces. Te quedabas admirado del nivel de precisión, del gusto por los detalles logrados por aquel fotógrafo mágico. El bardo de la memoria visual que dobló la luz con una sutileza tal que, inclusive, mejoró por mucho las minuciosas descripciones que le diste.

 

Y ahora estás ahí, subiendo, subiendo, bajando hacia el cielo. Desprendiéndote del tacto de la uva que hacía un rato acariciaste junto a las manos de María. Subir, subir, hacia aquella luz que ahora te llena los ojos para darte una última mirada.

 

Subir, subir, abrir los párpados… Abrís los párpados. Ves el valle, el verde extendiéndose como una caricia por las suaves colinas y los viñedos, pero ya no es el verde que recordás, sino el de un presente que ahora la luz te hace posible. Ves los azules de aquel cielo amanecido que envuelven la canasta de mimbre en la que María te toma del brazo. Ves aquel gran globo embarazado de aire caliente. Ves la llama erecta, las nubes disipándose a su paso. Aparece ante tu mirada la boca triangular del río de la Plata, las hogueras de unos gauchos, las estatuas coloreadas de Atenas, los comerciantes de la ruta de la seda, las gargantas heridas del Yangtsé, el frenesí de Nueva York, el infinito espejo del Mediterráneo.

 

Pero, sobre todo, ves a María. Divisás su risa, tal y como ya la habías visto en las fotografías que la inventaron, y es cuando ella se acerca nuevamente a tu oído para decirte que también jugó con la luz, que también te inventó en aquel estudio, antes de que entraras ahí con tu traje modesto e impoluto. Entonces, volvés a cerrar los ojos para escuchar el silencio del valle de Napa. Porque entendés que aún queda mucho por subir antes de bajar hacia el cielo.

 

 

Andrey Araya Rojas (Costa Rica, 1980). Periodista y escritor. Licenciado en Comunicación de Masas por la Universidad Federada San Judas Tadeo. Ha publicado en solitario el libro de cuentos Todavía el olvido (EUNED, Costa Rica, , 2014); el libro coral de relatos Borges, el hombre que no sabe morir (Editorial Nueva Generación, Argentina, 2021); el «Comentario crítico de Periodismo al límite: Más de cien años de crónicas latinoamericanas», (Ediciones COMOARTES, España, 2013), donde también ha publicado microrrelatos incluidos en la «Antología de microficción narrativa: 400 de los mejores cuentos hiperbreves (2014). Ha colaborado como autor en los libros de crónicas Aún somos cabécares y Don Pepe: Crónicas al pie del hombre, de la Universidad Federada San Judas Tadeo, así como en Ngäbe quiere decir persona, obra conjunta entre la San Judas y la Universidad Autónoma de Chiriquí (Panamá). En los últimos años ha colaborado con narrativa de ficción, reseñas, artículos académicos y crónicas en revistas digitales dentro y fuera del país, como Cuba Encuentro, Teoría y Praxis, La Mascarada, A 4 Manos, y Vacío. En 2014 ganó el Premio Joven Creación de la Editorial Costa Rica por la crónica periodística «Adrián Blues».

 

 

 

 

 

 

 

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