Armando Valdés-Zamora: Opicinus de Santa Clara

Y después hay el peligro del alma. A fuerza de comer tantos hombres,
alguna alma acaba por permanecer dentro de nosotros. Y entonces se venga.

Giovanni Papini
(“El caníbal arrepentido”)

Nos enamoramos de la piel, contemplamos invariablemente sobre nosotros
la misma piel en forma de carta estelar. Piel, mirada y cartografía sideral.

José Lezama Lima
(“Coloquio con Juan Ramón Jiménez”)

Talis sum ego interius

Espero mi momento. Mi momento llegará con la cicatriz de mi testimonio entre ceja y ceja como una espada iluminada por la sangre. El placer de poseerlo será más extenso que esta árida espera. Espero con una daga helada entre los dientes para saltar al cuello de ese instante en que se abren las cortinas. Espero mientras duermen en sus indiferencias quienes se burlan de mí al verme pasar. Quisiera verlos cuando les anuncie que encarno la Boca del Infierno. De sus infiernos. Gota tras gota de agua fundirá el hierro de las cadenas porque soy el elegido para la redención. Un elegido invisible que contra la pereza teje a escondidas la red donde caerán como peces ahogados quienes lo ignoran y blasfeman. En el ojo del pez que acaba de morir se descifra el dibujo de los laberintos que pierden los pasos de los hombres que no pueden recordar.

7 años. Existe el año de la Espera, viene después el de la Recompensa, seguido del de la Renovación, de la Perfección, el de la Revelación, del Coronamiento y al fin el año de la Tranquilidad.

La paz no es el final para mí, sino el comienzo de la justa coronación por mi paciencia.

La paciencia es el arma transparente que no pueden ver quienes me subestiman. El arma de mi sabiduría es la paciencia que cubre con su velo y ruegos en mis pensamientos, a la ira que podría asediarme ante tanto ultraje por usurpar el Poder Supremo de Dios, y de un servidor como yo he sido. La paciencia verá caer por un abismo las súplicas de los arrogantes.

Mi voz no se escucha pero una, dos, tres, muchas voces resuenan en las noches de insomnio en mis entrañas, me indican el camino de las flechas sin moverme de mi cama de paja, de mi cuerpo de caparazón de tortuga que es mi escudo de Aquiles; espejo del universo celeste; el sol, la luna y las estrellas.

Yo soy testigo de una voz inaudible y el portador de su luz en medio de las tinieblas a las cuales penetro cada noche para dejar testimonio de mi misión. Penetro con mis manos y el cincel como prueba que va dejando mis huellas para los que vendrán y rediman mi misión. Mi voz es el
puñal que rasga el agua como la piel o las arenas. Zas. No soy nadie y a la vez soy lo que vendrá. Irremediablemente. Soy lo que nadie ve, lo que ignoran o humillan, en espera estoy de mi día. De mi misión. Soy portador de un mensaje que llevaré más allá de estas orillas olvidadas. Ese es mi destino, y sería asequible si fueran otras las geografías de mi vida, y mi cuerpo no fuera atravesado por la maldición de estos archipiélagos donde me ha tocado nacer.

No puedo dirigir a nadie este discurso: en este páramo de almas áridas nadie comprendería ser un elegido por mi voz.

Corona de aire me erigen las nubes que ignoran quienes no miran a la luna.
Limito mi cólera por no ser revindicado como el Juez y salvador, pero no olvidaré a esos que pasaron de largo ante mi presencia y mis súplicas. Mi memoria es mi venganza que al ser divina está libre de todo pecado. Iré por ellos. No escaparán, se cierra el ruedo.

Tengo conciencia de haber nacido en un lugar inapropiado para toda gloria. No me he conformado. Aconsejo no confundir mi prudencia, virtud cardinal que me digno poseer, con la resignación. He crecido en este basurero de ignorantes donde hasta un sol que debiera ayudar con su luz a la miseria y al olvido, en vez de resaltar carboniza y disuade hasta la modorra, la dejadez y la reincidencia instintiva de primitivas pasiones.

Estoy consciente de que todo ha estado en mi contra como una condena transparente que he transformado en pruebas a mi entereza. El sentido común me obligaría a desistir o a encanallarme; no haber caído en esas tentaciones del abandono tenían que ser premiadas al menos por el azar o la derrota de instintos demoníacos más frágiles que la espada de la justicia.

Pero vibro, no estoy muerto en vida, como creen, lo sé, quienes cruzan mi camino a diario. He preferido recorrer la carne de los paisajes que no conozco de la tierra (con los dedos primero y con la punta de puñales y pinceles después) como penitencia que espero sea recompensada con la fuga o la salvación de mi alma en carne viva. Porque a cada movimiento de mi espíritu le he acompañado notas que alternan con dibujos (mi mano izquierda sobre el papel probará mi existencia carnal a quien me lea) que son el símbolo que lego a los lectores que admirarán mis virtudes o serán condenados a ese olvido que confunde sus bostezos con la abulia.

Escapar de aquí necesita la recompensa irrelevante de tener que convivir con otros hombres que me despreciarán por mi origen. Lo sé bien. Pero quedarme a morir cuanto respiro sin poder cumplir mi destino sería contradecir el mensaje del firmamento.

La noche y los días que siguieron a mi revelación, no hablé, no vi, no escuché. Estuve lejos y a la vez cerca de la mano celestial del señor que me llamó para orientarme unos días en mi misión.

El destino me ha hecho nacer en una isla olvidada, sin grandeza ni estaciones, sin monumentos ni mitos universales: una franja de tierra copia de otros mundos de donde llegaron a pisotear y molestar lo poco que respiraba el ocio y el olvido. Sin voz propia. O peor, deformada por el salitre del aire en las gargantas. Al centro de esa isla, donde se retiene al atardecer la arena de los relojes y se paralizan en el cielo las miradas como flechas de hielo derretido, he tenido que vivir, y esperar. Acostado sobre arrecifes de espumas empujadas por la marea. Ni siquiera el mar, que me queda lejos y de dónde vengo y nací, antes de volver a esconder me tierra adentro, como un cangrejo. ¿La condena además de vivir sin mar en una isla es acaso mayor que quién mira en lontananza cada amanecer de hambre?

Una vez yo también caminé por la playa al anochecer meditando sobre los misterios de la Trinidad y supe por la voz de un niño que al igual que toda el agua del mar no puede entrar en un agujero de la arena, tampoco podemos descifrar el misterio del espíritu santo.

Es al anochecer que sale el cangrejo de la oscuridad de la cueva hacia la luz de las estrellas y camina hacia atrás por la arena mojada para ver mejor el horizonte.

Mi paciencia tiene límites como ese espejo que dibuja a mis espaldas los mapas de pergamino que me inspiraron la espera por otra piel real y femenina que ha llegado ahora hasta mi biblioteca. La hora ha llegado. Es mi única oportunidad.

Mi nombre es Opicinus y mi obra llega ahora a su fin por la boca del Diablo para los pecadores y del Señor para el elegido, porque me ha enviado a mi camino el cuerpo y la piel de Caroline. En vez de raptarla como un toro sobre las aguas para huir de esta isla, la comeré. No fundo nada, no puedo hacerlo, para repetirme me voy en busca de otras nieves. Como una tarasca tragaré a esta bretona. En la piel de Caroline dibujaré los mapas que adoptarán su forma, y en su carne inscribiré el mensaje de mi alma que es la suya robada para, al devorarla, atravesar de una vez la línea áurea del horizonte.





Armando Valdés-Zamora nació en La Habana y vive en París desde 1996. Es Doctor por la Universidad de la Sorbona y Profesor Titular de la Universidad París-Este (Upec). Autor de la novela Las vacaciones de Hegel (Madrid, 2000), de los poemarios Libertad del silencio (París, 1996) e Imaginarias de un velero sugerido (Madrid, 2010). La siesta de los dioses (Leiden, 2017), es su libro más reciente.

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