Waldo Pérez Cino: Panóptico de Rube Goldberg



(Fragmento de una novela en preparación)

XIII.

Unos días después, aunque eso es mucho decir, nos animamos y bajamos al pueblo. Más bien, nos animamos a buscar el pueblo que los dos recordábamos y que habíamos atravesado o bordeado la noche que todo empezó (sin fijarnos, sin mirarlo, como se mira el paisaje que pasa cuando uno va en un coche o en un tren y el paisaje no es más que paisaje, lugares donde uno no va a estar ni a quedarse). Caminamos un buen rato y llegamos a un puente sobre un río helado y ya para entonces los dos nos moríamos de frío. Creo que no llevábamos ni media hora fuera. Hablamos sobre si dar la vuelta o seguir. Ella dijo de seguir. Añadió que tenía hambre, como si hubiera mucha lógica en eso. Seguimos un rato más. O menos que un rato: cruzamos por el puente sobre el río helado, nos encharcamos los pies al otro lado y avanzamos hasta unos pinos que hacían grupo más allá. A mí me dolía la cara del frío. Ella dijo que le dolían las manos y las orejas, no la cara (yo lo sentía sobre todo en las cejas), y que en la guerra a veces los soldados perdían las orejas o los dedos por congelación. Me contó algo sobre su abuelo en el frente del Este y luego fue como si empezara a hablar por su boca el abuelo que había sobrevivido el frío. Si empezábamos a desvanecernos habría que despertarse a como diera lugar, dijo. Si empezábamos a temblar o a tiritar no había que hacerse un ovillo ni dejarse caer al suelo. Si comenzábamos a sentir un sueño insoportable estábamos jodidos. Sobre todo, dijo: no hacerse un ovillo en el suelo. Sobre todo: no entregarse ni al sueño ni al miedo. Y sobre todo, por último: lo único que hay es instinto de supervivencia. Instinto y un poco de buena suerte y de calor, tócame.


XIV.

De más está decir que no llegamos al pueblo aquel día. Ni siquiera sé si existe un pueblo o una aldea o un poblado con cuatro casas perdidas en medio de la nada allá abajo. Luego de pellizcarnos un rato con los dedos fríos decidimos regresar. Luego de masajearnos o tocarnos o intentar calentarnos o ponernos, sin mucho éxito, todo sea dicho, con los dedos helados que se sentían como si estuvieran en medio de una niebla de algodón o como si fueran, los dedos mismos, de un algodón que se enredaba en la boca. Regresamos, eso sí, sin que nos venciera el sueño y sin hacernos un ovillo en el suelo, y sin desvanecernos ni perder el conocimiento, pero sí temblando y con un sueño imposible, y sí en medio del pánico. Un pánico callado (el mío) y blanco como la nieve y con un horizonte tan en lontananza como el de la estepa o el desierto, quiero decir, un horizonte sobre todo de silencio, y un miedo, el suyo, tan abotargado como la anestesia, un miedo de moretones en los muslos y en los pechos y de mirada que dejaba traslucir rabia y cansancio pero también resignación, una resignación que consistía en hacer como si no estuviera pasando lo que estaba pasando. Un miedo, dijo luego ella, similar al dolor que las huellas de los pellizcos dejan suponer: tirones que ni siquiera se sienten, que no se sienten y se pueden soportar por eso, pero que activan, mira, la circulación de la sangre. Ninguna táctica, nada que prever. Te lo había dicho. Instinto de supervivencia.

XV.

El abuelo había estado ocho meses en el frente del Este. Los primeros cuatro meses fueron relativamente llevaderos y transcurrieron la mayor parte del tiempo en la retaguardia, salvo alguna escaramuza camino a alguna parte. Escaramuzas que formaban parte del paisaje, tiroteos de menos de quince minutos en los que nadie se detenía a pensar ni había bajas. En los que alguien tenía miedo pero ahí se quedaba la cosa. De hecho, las únicas dos bajas mortales del regimiento, hasta entonces, fueron producto de un suicidio más o menos wertheriano y de un tiro perdido. Los meses siguientes, en cambio, fueron un infierno y comenzaron de golpe, sin aviso previo ni nada que sobrevolara en ciernes el destacamento, sin cometa flamígero que avisara lo que venía. Todo eso me lo contó ella después. Me lo contó la noche del día que intentamos llegar al pueblo y volvimos, la noche del día que sobrevivimos y conseguimos no hacernos un ovillo sobre la nieve y que luego, unas horas después, nos tenía eufóricos, hiperactivos como si los dos estuviéramos drogados o necesitáramos curarnos a la tremenda del pánico.


Me lo contó entre pausas, cuando los moretones le empezaban a salir por todos lados –los muslos primero– y a mí todavía eso me podía resultar atractivo y ella me pedía Mira, mira, aquí hay otro, qué fue lo que me hiciste o cómo, apriétame aquí. Sencillamente, una madrugada los rusos iniciaron una ofensiva que podía parecer suicida pero que no lo era, una serie de ataques con artillería y avances de infantería y más artillería y bayoneta calada y caballería cosaca que se hizo, ya desde la primera oleada, insostenible. El abuelo y otros dos del regimiento pensaron, las rodillas apretadas de miedo, en la lanza de Longino. Pensaron, las rodillas tiritando de miedo, en el poder que la lanza de Longino podía extender, como un manto que irradiara desde Nüremberg, sobre las tropas del Reich. Pensaron, y rogaron porque no fuera así, en la posibilidad de que el Führer, en quien no creían hacía tiempo, la hubiera dejado caer cruzando una carretera o un arroyo. Se dijeron que algo que no estaba en sus manos los protegería, que el manto de protección que sobre Alemania tendía la lanza los protegería, y a la tercera vez de decirlo al abuelo empezó a saberle a mentira y sobre todo a saberle a ridículo, y empezó a sentirlo en la mano como la táctica imposible por no previsible, y se dijo que tendría que sobrevivir, y en algún momento hizo clic y salió de ahí como de un sueño o una pesadilla. Cuando estaba a punto de cegarse, al límite de arrancarse los ojos como Edipo, hizo clic. Un obús reventó delante suyo a los dos enterados de la lanza de Longino y el abuelo corrió hacia otra trinchera. Acompañado por eso, acompañado por el miedo y por lo que lo acompañaría luego siempre, el momento breve pero definitivo del clic, el sabor de ese tránsito para siempre en la boca. Luego corrió a otra y luego a otra y siguió avanzando de trinchera en trinchera hacia un lugar que no sabía cuál era pero que era, eso decía cuando me lo contaba, dijo ella, el único al que pertenecía, el único adonde se podría correr para seguir vivo, lejos.







Waldo Pérez Cino (La Habana, 1972). La demora, su primer libro de relatos, se publicó en La Habana en 1997. Desde entonces reside en Europa. Ha publicado los relatos de La isla y la tribu (2011) y El amolador (2012), los volúmenes de poesía Cuerpo y sombra (2010), Apuntes sobre Weyler (2012), Tema y rema (2013) y Escolio sobre el blanco (2014) –recogidos todos en Aledaños de partida (2015)–, y el ensayo El tiempo contraído: canon, discurso y circunstancia de la narrativa cubana (2014). Desde 2014 dirige los sellos editoriales Almenara y Bokeh.

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