María Elena Blanco: Del lugar común





¿Puede toda persona, si sólo es tribulación la vida
mirar a lo alto y decir: así también
quiero yo ser? Por cierto. Mientras persista en el corazón
la caridad –la pura– pueden los humanos medirse
sin desmedro con Dios. ¿Es Dios enigma?
¿Es manifiesto como el cielo? Esto creo
más bien. Esa es de lo humano la medida.
Pleno de mérito, sí, mas poéticamente habita
el ser humano en esta Tierra. Pero no es más pura
la sombra de la noche estrellada
–si cabe así decirlo–
que la persona humana, llamada imagen de la divinidad.


¿Existe en la Tierra una medida?
Ninguna.
(…).




«En el azul amable se abre el campanario con su techo metálico…»
Friedrich Hölderlin






Yo, Apátrida, hube expuesto la urgencia de restablecer el no lugar en su lugar. Yo, Famélica, he aspirado a una reinterpretación del hambre. Yo invoqué a los vates de acá y de acullá. Yo había evocado espacios de excepción. Yo habré perseguido ciegamente la utopía en una resonancia po-ético-crítica….
Yo exhorto aquí a una crítica y a una poética del lugar común, una indagación de sus acepciones figurada y literal, la cual me llevará por una deriva que, como tal, me resulta aún imprevisible y que emprendo, pues, explorando la plurivocidad de la metáfora, por el lugar menos común, o representativo, o deseado, o esperado; el más reprimido quizá, el más polémico o incómodo: el más (auto-)crítico. Y a la vez, el más lúdico, el que mejor ejemplifica precisamente lo que Derrida ha llamado –aprovecho para introducir, con él, la referencia vegetal, horti-cultista, que será, aunque por otros derroteros, uno de los hilos temáticos de la presente digresión ensayística– la dehiscencia: la apertura del estambre para derramar el polen re-productor –aquí– de significancia y de significación capaces de impregnar también una eventual ética del lugar común.
Es sabido que uno de los lugares comunes de cierta escritura cubana de todos los tiempos es su debilidad por el dejo extranjerizante, en particular la acotación o pormenor en ínglis o –colmo de finura– algún cliché en fransuá, para no hablar de latinazgos y helenidades. Ya en su día, Quevedo –y luego algún nuestro de la talla de Mañach, que ahí y sólo ahí anduvo achicándose un poco– había hecho mofa de las cultedades de una genérica señora que hablaba y escribía como versificaba cierto inconfundible –e incombustible– rival literario: «Un papel suyo leímos ayer yo y un obispo armenio y dos gitanos y un casi astrólogo y medio doctor. Íbamos por él tan a oscuras como si leyéramos simas. (…) Si vuesa merced escribiendo tan a porta inferi acaba de lobreguecerse, dirá que su lenguaje está como una boca de lobo con tanta propiedad como una mala noche, y que no se puede ir por su conversación de vuesa merced sin linterna.» No obstante, si se tiene en cuenta el creciente vulgarismo que acecha hoy a la cultura en todos los frentes –previsible efecto, en parte, de un coloquialismo manido hasta la desfachatez– no deja de ser saludable salpicarla con un siesnoés culterano.
Se dirá que no otra cosa podía esperarse de quien firma estas páginas, pero ¡aleluya! así lo ve también una novísima y, por su evidente peso potencial, contundente fruta de las letras –digamos con optimismo– nacionales, que se rebela, entre otras cosas, contra lo que ha bautizado, vegetalmente, de «lechuguismo» (derivado de «lechuga» y «lechuguitas», esas hojitas verdes y valiosas por su poder de alimentación y compraventa), una de cuyas características es «la persistente apología de la lectura fácil». Dice con largo aliento esta perla rara, en el mejor –y evangélico– sentido de la palabra: «Si no es así, ¿por qué entonces tachar de «sobreabundante», «palabrera» y cualquier otro sinónimo de lo que sobra, la prosa no concisa, la que maneja períodos extensos (aunque estén bien construidos, aunque fluyan) es ya un lugar común, algo que se repite y se repite, a menudo con solo un par de lecturas? ¿Por qué la experimentación, hecha tradición y resemantizada después de las vanguardias, es una «fiebre», un «sarampión», una «inmadurez»? ¿Por qué la intertextualidad, las cadenas de citas, las parodias, tan habituales en la ficción postmoderna, son una «pedantería», un «alarde»? ¿Por qué ese culto a la anécdota veloz al punto de que en un tempo más despacioso «no pasa nada»? ¿Por qué la palabra que el crítico no conoce y no desea conocer (el diccionario muerde, cuidado con él) es expulsada de la lengua bajo la etiqueta de «hipercultismo»? ¿Por qué lo que supuestamente se admira en los clásicos es lo mismo que se condena en los contemporáneos? ¿Por qué, sobre todo, esa recurrente apelación a un «lector manso» (tan irreal y tan inventado como todos), que no quiere complicaciones en su vida y no entiende de sentidos ocultos, pues al parecer no ha leído ni un folletín, toma leche en biberón y se chupa el dedo gordo del pie?» De «las palabras murciélagos y razonamientos lechuzas» que atacaba en la sátira de marras don Francisco (de Quevedo, que no de Galavisión) a las palabras lechugas que denuncia nuestra joven crítica hay más, mucho más, que un debate estilístico, como el aludido, en passant, entre Mañach y Lezama: hay consumismo, hay globalización; hay quiebra, hay represión, hay diáspora.
En tal contexto, el dejo extranjerizante en sí ha dejado de ser alarde para convertirse simplemente en una reacción programada por defecto de la intrincada malla de la intercomunicación; un lugar común, pero de otro cariz: si antes fue un tópico digno de hilaridad o escarnio ridiculizado con la raya horizontal de una sonrisa irónica, ahora es vertical y llamativo signo de exclamación, o –al decir de Gustavo Pérez Firmat– una vírgula diagonal que sesga una diferencia y, en todos los sentidos, distingue. Por ello, lo inquietante es el barroquismo ortográfico que suele delatarlo, el cual, sometido a ulteriores influencias lingüístico-ideológicas, ha degenerado, como todo, en un caprichoso exceso de celo y dado lugar, entre otras cosas, a monstruosos nombres de pila como Usnavy o Yessoviett, atentando contra lo de orto en la grafía y poniendo en entredicho no sólo el lugar sino el sentido común. Así es: todo medra en la viña del Señor, humano huerto. Imperfecto jardín.


¿Qué azaroso periplo, pues, lleva de őρθός a hortus? ¿Del orto al lugareño Ort?


Orthós: medida de corrección, justeza, orden. Aquí, normativa de la lengua escrita, cuya notoria laxitud en nuestros lances interculturales –como en las veleidades galo-grecolatinas de la pluma lezamiana– animó al gentil (y políticamente orthós) Cortázar a oficiar una suerte de «despojo» a Paradisocon vistas a su apremiante edición azteca (dado el súbito agotamiento de la nacional, impresentable). Hoy día se estampan alegremente por doquier, en medio de gran erudición o narrativa enjundia, desde curiosidades (orto-)gráficas tales como una gran variedad de impromtus, inproptus o improntus, en CD-Room y acompañados de Scotish con soda, hasta leves faltas de puntería como un orto-nominativo Tractatum de Wittgenstein (e orthé: casus rectus) y la alusión petrificada a ciertas volátiles ediciones Deleatour. Lejos de ahogar esas bienaventuradas ansias multiculturales, se trataría más bien de superar la cultura de la necesidad y plantear una auténtica necesidad de cultura, dentro y fuera, arriba y abajo, en el medio y en todos los medios.
Caso oblicuo o wishful thinking aparte, esas fioriture de nuestra orto-grafía tropical, floraciones silvestres de la(s) lengua(s) o manieristas volutas del pincel, cual loca enredadera o esos misteriosos entramados de grafía árabe que dieron un toque serenamente abstracto, tempranamente alternativo a siglos de pomposas figuras aladas o arropadas, son arbotantes que apuntalan el habitar poético en la expuesta casa del ser, que hacen de la lengua materna (condition humaine por excelencia) una personalizada lengua matriz en el acto singular de crear texto o textura –lenguaje oral o escrito, imágenes visuales, auditivas o táctiles– o de forjar existencia carismática en habitaciones poéticas insulares, cuasinsulares, peninsulares, extrainsulares o ultraterrestres como la Azotea de Reina y el Espacio Aglutinador de Sandra en La Habana, la Casa de la Vigía en Matanzas y la de la Trova en Santiago, o el Café Nostalgia en Miami, o en ciertos lugares textuales o virtuales como fueron en su día las revistas Pensamiento Crítico y Credo, y antes Cuba Contemporánea, Avance y Orígenes, y siguen siendo hoy Vivarium y Vigía, (y ojalá cada vez más Unión y La Gaceta de Cuba), en la Isla, así como Encuentro y Espejo de Paciencia en España, Crítica en México y La Habana Elegante (bis) en el espacio cibernético: ámbitos que representan los únicos lugares comunes y amenos de la nación dispersa, entre otros muchos que sin duda han sido, son, o surgirán sub Sole (el cual se eclipsa, asediado por la Luna, en este preciso minuto del 11 de agosto de 1999 aquí frente a mi ventana cisalpina, acudiendo puntual a la cita de Nostradamus con la promesa de en unos instantes, ahorita, ahora –¡ya!– exhibirme sus tres cuartos de corona de fuego a través de unos lentes de cartón y filtro de aluminio que me impiden ver esto que escribo y que habrían servido bien a Faetón, valga la rima): lugares, esos y aquellos, de aireado vaivén de ideas, de toma-de-medida: es decir, de delicado tira-y-afloja en la dosificación del fuego robado al vanidoso Helios.
Tales líneas rectas y rizomas invitan a una deriva que discurre de orthós a hortus, huerto o jardín –orto en idioma del Dante–, locus que puede encarnar ya sea, fiel a su procedencia etimológica, la mesura o contención dentro de un margen de libre albedrío, ya sea, traidor, su revés, la proliferación exuberante, barroca u obsesiva, del sujeto (personaje o follaje). En cualquiera de estas dos versiones, el huerto ha sido en Occidente, en cuanto tópico (lugar común) en la historia de la literatura y topos de la vida amatoria, el locus amoenus, el ordenado o agreste escenario de lides de pasión casta o dadivosa, ora recoleto hortus clausus, ora prado abierto, punto de quiasma o cruce retórico-físico y de polaridad respecto de un centro irradiante y potencialmente s/cegador (un Sol de alguna índole): así el que enmarcó el encuentro de Acis y Galatea o de Dulcinea y Don Quijote, en su día, y el de Ynaca Eco Licario y José Cemí en nuestra era imaginaria. Y luego el merodeo conduce de ese sitio periférico-ideal a otro precario-real anejo al centro, lejos de la arcádica inocencia o rusticidad, en la urbe: el germano Ort, plaza mínima de asentamiento o destino: lugar no-nonsense          –adulto– donde han de madurar (o no) los frutos del jardín, sede de edificación del mérito terrestre en el campo no menos salvaje de la técnica y el poder. 
Allí, a discreción, se siembra o se cosecha, y tarde o temprano se perece en el intento. La hermenéutica y la heurística, en todos los tiempos, han echado una mano frente a tan azaroso reto: tal la didáctica de los padres de la Iglesia o de la filosofía, respectivamente, para explicitar la fórmula del Paraíso o formular la Idea, o la inventiva de los padres de Ícaro y de Faetón, proveedores de alas o vehículos volantes, para tocar el Sol. Y más cerca de nos, la escala tendida por Heidegger entre cielo y tierra, encaramado en la poética de Hölderlin, o las escaladas y escalaciones de unos audaces creadores de montajes goethianos –esos chicos de La Fura dels Baus, con Fausto, Berlioz y un elenco de cantantes e ingenieros en la arena escénica de Salzburgo– o de cósmicas performances, como las dirigidas por el compositor cubano-tirolés (jawohl!) George Lopez (a falta de acento orto-gráfico, pronúnciese probablemente Lóopetz) encaramado, él, en la cumbre picuda del Kitzsteinhorn, con vientos 
–cuernos montañeses, por cierto, entre otros vientos revestidos de bronce y vientos a secas– y cuerdas humanas y sintéticas, orquestado todo al eco de tambor y campana percutiendo duro en la cúpula celeste. Vías éstas desde supuestamente infalibles hasta descabelladas para urdir aquella medida que el filósofo en su Selva Negra llamó la dimensión. Que no es el Cielo ni la Tierra, sino la distancia entre ambos tocamientos, acá y arriba, es decir, la justa habitación del hombre y la mujer bajo el ojo intuido de la divinidad o, si se prefiere, al filo del Todo inalcanzable o a la sombra del intocado Astro; no otra cosa, en términos caseros, que el abandono de la des-mesura –la tan mentada hubris– y la asunción de nuestra humilde pero meritoria, pero creadora, pero natural e imperativamente poética condición mortal: un ciego e imprevisto tender hacia lo invisible –recóndito o encandilador– sin perder (de vista) la visión, con el rostro, las rodillas o al menos la punta de los pies en amistoso –y quevediano– roce con el polvo.
Cabe sacar a relucir aquí sin más dilación, a guisa de estela funeraria a los cándidos     –si pérfidos– aviadores caídos, otro lugar común de la alta filosofía y la literatura universal caro a nuestras latitudes: la metáfora solar. Conceptista, pionera, Sor Juana Inés de la Cruz expondrá que Ícaro y, luego, Faetón osaron


«…
contra objeto que excede en excelencia
las líneas visuales;
contra el Sol, digo, cuerpo luminoso,
cuyos rayos castigo son fogoso,
que fuerzas desiguales
despreciando, castigan rayo a rayo…»


En esta, su faz reprensora de una intimidad desmesurada con el Astro, o en la vena salutífera y fundacional de su divina luz plasmada en  la inteligencia humana  como  lumen  naturale –único ámbito que escapa a la duda hiperbólica cartesiana, caldo de cultivo del menú de tabula rasa y el lento ascenso de la razón por la escala del conocimiento (hasta la prueba, circular, como corresponde, de la existencia de Dios)–, o aun en su aspecto fanático de endiosada dominación que gracias a su poder disimulatorio –su ciclo de ocultaciones y salidas– la libra del dominio ajeno, la metáfora solar es lo que se ha llamado, en el discurso filosófico (mas lo comprobamos, sin ir más lejos, en el lenguaje literario y en el habla cotidiana), una metáfora gastada por la usura, o muerta, es decir, un tropo codificado que ha perdido su vitalidad heurística, su capacidad de recambio, y ha pasado a ser, metafóricamente hablando, un lugar común. Pero, eso sí, sumamente eficaz: reconocible, inevitable, fatal. Hasta el punto que en su manifestación como fuego fustigador o tiránico podría compararse con las llamas del infierno.
Ahora bien, todos estos círculos: cielo, paraíso, infierno, no por ser (también, ahora en sentido literal) lugares comunes se han convertido en metáforas muertas. Por el contrario, están vivitas y coleando, como lo demuestran, entre otras, las últimas declaraciones del Papa, quien puntualizó (Deo gratias) que el Cielo no es un lugar físico situado entre las nubes sino una relación personal con la Santísima Trinidad. Y para qué hablar de ese otro avatar del Cielo, el Paraíso, cuya abundante metaforología dio un salto cualitativo merced, en particular, a cierto par de novelas latinoamericanas que dinamitaron, hace ya varios lustros, sus confines. Por su parte, los jesuitas, haciendo gala de proverbial vanguardismo, aplicaron la desconstrucción más radical a la noción de infierno que teníamos desde que hace exactamente 700 años, en 1299, Dante descendió al Aqueronte para iniciar su visita guiada aferrado al brazo de Virgilio. El titular de La Vanguardia de Barcelona era elocuente: «Los jesuitas dicen que en el infierno no hay fuego». (El fuego del Infierno, al parecer, brota ahora de un Sol cancerígeno y abrasador de retinas o un Astro exhausto y empeñado en la metáfora muerta; arde y crepita en Tierra, donde si otrora no hubiese saltado las fronteras de la suave Toscana el Dante habría fenecido en la pira de sus enemigos políticos. En ese sartreano infiernillo de los otros, el listo Marco Polo habrá aconsejado una arriesgada vía de supervivencia, que no de salvación: «reconocer lo que en medio del infierno es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio».) En cuanto al Purgatorio, Su Santidad lo desmitificó erigiéndolo como estado espiritual de transición a la beatitud, inmerso ya en el amor de Cristo, quitándole así todo su estigma de plomiza desesperanza y transformándolo, con las diferencias del caso, en una de esas clínicas de recuperación post-quirúrgica o cura de la obesidad en que tras denodados pero rentables sacrificios uno sale como nuevo. Único inconveniente de tan restaurado recinto: según la versión del dramaturgo húngaro George Tabori, sus moradores se verían obligados a hablar la lengua oficial del Purgatorio –el alemán–, lo que bastaría para que Mark Twain lo declarara locus por cierto non amoenus y más bien horridus.
En honor no sólo a la igualdad de cobertura –uno de esa nueva retahíla de derechos humanos que a veces impiden prestar la debida atención a los clásicos, los verdaderamente atropellados de siempre– permítasenos aquí abundar sobre el asombroso espectáculo cosmológico montado por el citado grupo de teatro catalán, aprovechando la feliz conjunción de su puesta en escena de La damnation de Faust de Berlioz para el Festival de Salzburgo en este «año Goethe» y el reciente eclipse total de Sol avistado por estos predios. Eclipse (moral) que sufre asimismo el personaje de Fausto, y en cierto modo también Margarita, quien pierde metafórica y literalmente la cabeza por el infausto héroe con el resultante reemplazo de dicha extremidad por una pantalla de computadora y la ulterior ignición de todo su cuerpo en el preciso momento del apagón. Se trata en esta versión, (no temáis una muerte…), de muñecos de ocho metros ubicados respectivamente frente al Goethe Institut de Múnich y en la falda del Gaisberg, monte aledaño a Salzburgo: ambos puntos situados en plena trayectoria del eclipse. Los directores artísticos de La Fura han revelado, en entrevista dada a un diario madrileño, que el concepto de la obra estriba en la coincidencia del recorrido del fenómeno solar con una anécdota del viaje de Alejandro Magno a Oriente en son de conquista: cuentan que Alejandro se topó con un anciano filósofo, Diógenes el Cínico, al que preguntó qué podía hacer por él; aquél, fiel a su apodo, le contestó que podía hacerse a un lado pues no le dejaba ver el Sol: diálogo que presidirá todo el postmoderno encuentro de los protagonistas. Tras el eclipse, anuncian los creadores, se colocará una parrilla con forma humana rellena de 40 kilos de carne sobre una barbacoa de brasas de carbón. Una gran comilona montañesa cierra el espectáculo: «fiesta simbólica que nos sirva para empezar la cuenta atrás de La condenación de Fausto (…), ritual puntual que acaba con una especie de aquelarre que compartimos todos los trabajadores de [la ópera] y el público que se una.» Además de sacarse el sombrero ante una lograda creación artística de tamañas proporciones, cabe preguntarse si «la cuenta atrás de La condenación» (¿en cuanto obra o acto?) ha de entenderse como una esperanza de arrepentimiento o de redención universal, o si se trata simplemente de la impaciencia de La Fura por recoger, al término de su gira, el éxito rotundo que ya intuye será suyo en esta última temporada sobre las tablas del indómito siglo XX. En cualquier caso, a unos mil metros de altura –en el happening a la intemperie– o colgando de los principales props escénicos de la versión teatral –la infaltable escalera y el cilindro de compuertas móviles que abren el espacio de las faenas y tribulaciones humanas de abajo a superiores compartimientos de luz–, ellos también han tratado de inscribir la habitación del hombre, más allá de sus narices, en una dimensión poética. 
Curiosamente, Kant ya había expresado con no desestimable élan retórico (ausente por lo general de su estilo seco y machacón), esa inclinación filosófico-sartoril a plasmar en el firmamento un patrón semejante a la medida hölderliniana: «Dos cosas ocupan el pensamiento con creciente y renovada admiración y asombro mientras más frecuentemente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado en lo alto y la ley moral en nuestro interior. No tengo que buscarlos y conjeturarlos como si estuvieran velados por la oscuridad o en la región trascendente más allá del horizonte; los veo ante mí y los vinculo directamente a la conciencia de mi existencia. (…) La primera visión de una multitud incalculable de mundos anula, por así decir, mi importancia como criatura animal que, dotada por corto tiempo de poder vital, no se sabe cómo, debe a su vez entregar la materia de la que fue formada al planeta que habita (una mera partícula en el universo). La segunda, en cambio, eleva infinitamente mi valía en cuanto inteligencia en virtud de mi personalidad, en la que la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad e incluso de todo el mundo sensible –al menos en la medida en que ello puede inferirse del destino asignado a mi existencia por esta ley, un destino que no se reduce a las condiciones y límites de esta vida sino que se extiende hacia el infinito.» En ese horizonte inteligible en que se inscribe el quehacer racional del individuo brillan inseparablemente con luz propia las nociones fundacionales de respeto y de fin en sí y el resultante concepto de autonomía de la voluntad como principios soberanos de lo que Kant llamó el imperativo categórico y nosotros podríamos llamar, estirando –o encogiendo– un poquito a Heidegger, un habitar ético. O citando al cubano José de la Luz y Caballero, que exaltado imprecó: «Antes quisiera, no digo yo, que se desplomaran las instituciones de los hombres –reyes y emperadores–, los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, 


ese sol del mundo moral.«


Ante ese telón de fondo se despliega así una suerte de orto-logía, sede o lugar común de la humana vocación de libertad, de la consustancial aspiración del ser racional a la justicia y la virtud, en la que sale y sube recurrente a su cénit (por una extraña elipsis en el vuelco del griego al latín, orto en italiano es también aurora) el inevitable Astro. En Cuba, sin embargo, esa combinación –pues toda metáfora es acercamiento de dos imágenes o ideas sobre la base de la analogía–, ese sol del mundo moral ha tendido, fatalmente, a lo largo de la historia, a cobrar proporciones catastróficas. Ya el filósofo y forjador de prohombres Luz amenazaba con el derrumbe de instituciones y… de astros. Martí –el Apóstol– profetizó con demasiada seguridad: «Yo soy bueno, y como bueno/Moriré de cara al sol». Perucho Figueredo, músico y letrista de nuestro ’68, sigue exhortando aún a los cubanos en el himno nacional: «No temáis una muerte glorióoosa,/¡que morir por la patria es vivir!». Poeta y prócer, el siempre joven Rubén Martínez Villena, que sin duda no ignoró la suerte de Ícaro, se quería gigante para «ascender, ascender hasta que pueda/¡rendir montañas y amasar estrellas!/¡Crecer, crecer hasta lo inmensurable!». Y el Sol de turno en este fin de milenio, ya no meteórico o cíclico sino estacionario, estancado, acuñó en su día de gloria el lema «¡Patria o muerte!» que, como salta al oído y a la vista en el (ese sí fidelísimo) idioma oral y mural cubano, ha sufrido sucesivas tachaduras o amputaciones hasta que en estos días de instalado período especial no va quedando indemne sino su último término.
Metáfora muerta: Sol eclipsado, luz negra. Moneda no convertible de faz obliterada, sin valor de cambio o (plus-)valía. Valor de uso reificado: usura. Usufructo del hombre como medio y no como fin en sí: abuso. Desplome de las propias y originarias comunidades, ciudades e instituciones: denegación de un lugar común y de un lugar ameno –fácticos– a la nación. Solaz y edificación en jardín ajeno, todo a precio mercantil y en moneda de sello perfilado, de cara dura. Tal vez, tal vez, como canturreaba mi abuela, la maestra rural, en los albores de este declinante siglo, Martí no debió de morir… Quién sabe si entonces, hoy, otro gallo cantaría y Cuba sería feliz. Pues «ese sol que ilumina el imperativo revolucionario»ha hecho demasiados estragos, precisamente por aquello de que «el factor decisivo [del pensamiento de Martí, encarnación, como luego Villena, de dicho imperativo] no le viene de los pensadores: le viene de los héroes y los mártires. Toda esa búsqueda de sí, sólo tiene un objeto: darse. Los más altos maestros de esta sabiduría no son los filósofos ni los moralistas, sino los héroes, es decir, los hombres volcados a la transformación redentora del mundo por el propio y voluntario sacrificio». Los filósofos y moralistas del caso, sin embargo, han demostrado a la larga tener mejor criterio pues –ya que estamos en el ámbito kantiano de los imperativos– nótese que a la luz de la razón pura práctica darse es virtuoso, inmolarse es harina de otro costal. Auténtico peligro surge, en cambio, cuando la filosofía propugna el heroísmo y el martirio, o cuando los héroes se meten, inter alia, a  moralistas y filósofos.
Ese Sol de gesta mayor, ese Sol que pide sangre en aras de un principio libertario inciertamente legado a futuridad ha cumplido un siglo de fracasos y se eclipsa ya, es de esperar, para siempre. El Astro arbitrario y castigador ha perdido cara: su imagen se ha deteriorado hasta lo irreconocible y es, de hecho, cada vez menos reconocida. ¿Y la nación? La nación-promesa es hoy una especie de limbo, lugar –según recientes tomas satelitales y el último dictamen del Vaticano– cada vez más desierto: ficción fundacional forjada por los padres de la patria, que «ofrecieron al país naciente todo un metarrelato moral identificatorio, con su propia mitología del origen y el telos insular (…). Hasta el punto que hoy, a fines del siglo XX, la idea predominante de la nación cubana –lo mismo en la isla que en el exilio– todavía es romántica: muchos intelectuales cubanos siguen pensando que lo que los une y asocia es una tradición, un espíritu, una moral, cuando no un designio o una misión». El concepto reificado de nación ha oscilado entre dos lecturas igualmente inmovilistas (pese a la propensión teleológica de la primera frente al carácter monolítico la segunda), a saber, como sentimiento nacional-popular preservado en una memoria radical o como aparato ideológico de poder estatal. Hoy, la nación diseminada en la diáspora quizás esté llamada a preparar no una totémica «comunidad de destino», sino el lugar literalmente común de la suma de destinos de la comunidad extensa, de la nacionalidad multicultural, suma no totalizante en un numerus clausus sino abierta al máximo de fructíferas combinatorias a fin de incidir cualitativamente en la composición y magnitud de sus componentes; no como mecanismo para imponer un guión unívoco sino como espacio de un «pacto moral y cívico» con la plena y libre asunción de la diferencia de todas sus partes: una nación sin nacionalismo.
El himno de Perucho nos conmueve aún, pero por razones o asociaciones –como el estrépito de sus acordes cuando hacíamos fila frente al rincón martiano o bulto en la Plaza de la Revolución, o cuando lo escuchamos de pronto, mutilado por cortes y una babélica cacofonía de fondo, en algún noticiero de un país lejano– que no bastan para cimentar una nación cuya preocupación capital, ahora, no ha de ser librar combates a muerte sino recuperar y restablecer su menguada base humana y material: su propio huerto de lechugas y lechuzas, las floraciones y frutos de su ciudadanía ampliada. Esa repetición –en sentido psicoanalítico– del trauma de la independencia es un problema no de identidad (que a todos nos sobra la famosa cubanidad) sino de identificación simbólica y, por tanto, de lenguaje: una fijación imaginaria con el Padre-de-la-Patria y la Madre-Patria.
Algo, como una oleada subrepticia, me distrae de esta meditación. Son los imperativos del himno, que se proyectan, magnificados, desde el fondo de la pantalla, acercándose y alejándose intermitentemente frente a mis ojos. Al parecer, no cejarán hasta que me anime a exorcizarlos. Así que diré a quien escuche: Apátridas y Famélicos, Aislados y Exiliados del mundo, uníos! Corred y reactivad todas las imágenes, todas las ficciones fundacionales, todas las metáforas muertas o agonizantes, y ponedlas en circulación –vale decir, en juego, sobre el tapete– cual moneda corriente con valor de cambio y valor agregado, preñada de ese germen creador y reproductor de utilidad y valía, y no de egoísta usura o interés devengable, retroactivo y retrógrado, en términos de ganancia o poder. Recordad: frente a la metáfora reificada, Lezama alza la metáfora que participa y contra la reificación de la metáfora filosófica Paul Ricoeur reivindica la noción de metáfora viva resultante de la función hermenéutica que crea una tensión entre imaginación y pensamiento, entre la elucidación del concepto y el dinamismo de la significación que el concepto fija. Derrida, no olvidéis, destaca el potencial subversivo de la catacresis, la metáfora de carácter forzado y extensivo que obra «una torsión que va contra el uso…» y «pese a que no crea nuevos signos ni enriquece el código, transforma su funcionamiento y produce, con el mismo material, nuevas reglas de intercambio, nuevos valores (…): producción (…), pero como revelación, develamiento, puesta en evidencia, verdad».
Trepad por los rizomas de la lengua para desasnar el tópico o lugar común, suscitar combinatorias inéditas; aprovechar el cíclico agotamiento de las metáforas a fin de «hacer explotar la oposición tranquilizante entre la carga del sentido transpuesto y el sentido «propio», reafinar las cuerdas atrofiadas de la comunicación y oír por un instante al menos, antes de montar nuevamente en el trampolín de la significación, el sonido prístino de las palabras. Entre las experiencias-límite del nominalismo y la catacresis, por la vía de mecanismos renovados de reconocimiento y creación de significado, hallemos una posibilidad de ensanchar lenguajes, mentalidades. De atender a la deriva metafórica del otro.
O de la otra: que en su avatar de horticultora o hermeneuta dice: falta que Cuba devenga, propiamente, el lugar común de todos los cubanos, cuyo Sol vuelva a ser aquel por el que apostaba José Antonio Saco, no el tropo colapsado sino el que simplemente alumbra y calienta el mediodía del trópico; cuyo huerto alimente a todos los que edifican y habitan         –ojalá poéticamente– su espacio, ortos o urbes: a la nación plural y pluralista, multicultural y culta, crítica y deliberadora, tolerante.
Y, como aquella o aquel que dice, digo yo: una nación cual metáfora viva: un habitar poético: un hacer sin desmesura y un lugar ameno, jardín sin casa a la sombra de una ceiba originaria o de la noche estrellada, da igual, flanco abierto y vacunado contra la pretensión titánica de tántalos y faetones. Una filiación de múltiple parentesco y Padre desconocido, abstruso. Patria soltera, hijos naturales. Jardín imperfecto. Lugar común.


(Viena, agosto de 1999 )

Ensayo originalmente publicado en Crítica – Revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla 
(México, nueva época, diciembre 2001- enero 2002, Nº 90, págs. 35-51) y recogido en el libro
Devoraciones. Ensayos de período especial (Leiden: Almenara, 2016).





María Elena Blanco es autora de numerosos poemarios, entre los que sobresalen Posesión por pérdida(Grupo Barro, Sevilla y Ed. Libra, Santiago de Chile, 1990); Corazón sobre la tierra / tierra en los Ojos (Vigía, Matanzas, Cuba, 1998); Alquímica memoria (Betania, Madrid, 2001); Mitologuías – Homenaje a Matta (Betania, Madrid, 2001); Danubiomediterráneo (Labyrinth,Viena, 2005); El amor incontable (Vitrubio, Madrid, 2008) y Habanidad. Antología poética bilingüe 1988-2008 (Baquiana, Miami, 2010), Sobresalto al vacío (Mago Eds., Santiago de Chile, 2015) y Botín Antología personal (Bokeh, Leiden, 2016).
Asimismo ha publicado formidables ensayos como Asedios al texto literario (Betania, Madrid, 1999); Devoraciones, Encuentro de la cultura cubana Nº 10 (1998), Madrid; De utopías y Cuba, Revista Crítica Nº 78 (1999), Universidad. Autónoma de Puebla, México; Del lugar común, Revista Crítica Nº 90 (2001-2002), Universidad. Autónoma de Puebla, México; y Sueño cubano en África – I y II, Encuentro en la red, 16 febrero 2001, estos últimos y otros recogidos en el volumen Devoraciones. Ensayos de período especial (Almenara, 2016).

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