Carlos Ávila Villamar: No leer a Fran Lebowitz

(Foto cortesía del autor)

No leer a Fran Lebowitz: a propósito de la nueva serie de Scorsese

Descubrí a Fran Lebowitz cuando tenía alrededor de dieciséis años, gracias al documental Public Speaking, de Martin Scorsese. Debo admitir que Fran Lebowitz me parece todavía una de las escritoras más seductoras que he leído, y definitivamente el ser humano vivo más interesante que existe en Nueva York (y está de más decir que Nueva York es la ciudad de la gente interesante: allá están Abel Fernández Larrea y José Kozer, dos de los pocos escritores cubanos interesantes que quedan). Fran Lebowitz ha escrito solo dos libros, que publicó en su juventud. Dos colecciones de ensayos satíricos. Desde entonces ha sufrido una especie de bloqueo creativo y se ha dedicado solo a dar charlas y a emitir opiniones políticamente incorrectas. Para que quede claro: Lebowitz es una judía lesbiana que tuvo éxito en el mundo literario antes de que fuera favorecedor para el mercado ser judía o ser lesbiana. No se entusiasma por el matrimonio gay ni por el ingreso de los gays en el ejército porque cree que arruina las dos mejores cosas que tenía ser gay en los setenta: no ir a la guerra y no tener que casarte.

Se ha convertido en un inesperado ícono de la moda, pero nunca fue su intención. Usa ropa de hombre, lleva el pelo descuidado y fuma todo el tiempo. Lamenta que cueste tanto trabajo encontrar un lugar para fumar en Nueva York. Cree que desde los ochenta los turistas han impuesto sus gustos en las librerías, los cafés y los mercados, han vuelto más cara la renta y han privado a los fumadores nativos de uno de los últimos placeres culpables que les permitía el siglo (si el lector me permite la digresión, tengo la teoría personal de que a causa de la invención de la máquina de liar cigarros el siglo veinte es el siglo de los fumadores, jamás hubo un consumo semejante en la historia de la humanidad, y al parecer no lo volverá a haber: en las ilustraciones de los libros de texto del futuro, cuando se represente a un hombre del siglo veinte, se le pondrá un cigarro en la mano, como ponemos una peluca blanca para distinguir a alguien del siglo diecisiete o dieciocho). Fran Lebowitz es mucho más que sus libros, podría decirse que los libros (que se vendieron muy bien hace décadas) son solo la excusa para que la gente la tome en serio y disfrute a plenitud de su polémica figura literaria: su descarada arrogancia no conoce límites. Lo que resulta detestable en otros parece encantador en ella. Alguna vez un periodista le preguntó si acaso creía tener una respuesta para todo. “La tengo, de hecho”, dijo.

Creo que la razón de que esta arrogancia nos parezca encantadora se debe, en primer lugar, a su sentido del humor. Uno nunca sabe si lo que dice es una broma o no, y por eso bajamos nuestras defensas. Su sentido del humor es devastador. En el libro Metropolitan Life (solo he podido conseguir los libros en inglés) tiene un ensayo que evalúa pros y contras de los niños. Entre las ventajas está el hecho de que como son de baja estatura pueden llegar con facilidad a objetos en lugares difíciles, y que constituyen buenos oponentes en el Scrabble, ya que saben pocas palabras y son fáciles de engañar. Entre las desventajas: incluso después de bañarse suelen ser pegajosos, tienen pésimo gusto al vestir y muy a menudo los niños suelen estar acompañados por adultos. En segundo lugar, disfrutamos la arrogancia de Fran Lebowitz porque no es suficientemente famosa. Es decir, si estuviera su cara en todos lados, como las de personas arrogantes que conocemos y que preferiremos no mencionar, quizás ya no nos agradara tanto. Lo más cautivador de Fran Lebowitz es su insuficiente reconocimiento, es decir, tener el reconocimiento suficiente para que la conozcamos nosotros, pero no el suficiente como para que la conozca nadie más.

Si no recuerdo mal ella estaba orgullosa de la fama a medias del escritor: daba bastante dinero como para pagar un buen restaurante, pero no suficiente visibilidad como para que los demás comensales la interrumpieran para pedirle un autógrafo. Como cabe esperar, Fran Lebowitz no está interesada en fundar un club de fans, cosa que en el contexto cultural contemporáneo constituye una auténtica rareza. Lebowitz tiene tanta fama como desea tener, y ni siquiera una onza más. Es arrogante, pero no narcisista, lo cual resulta difícil de entender para muchas personas.

Ha evitado hablar de la nueva serie que ha preparado junto a Scorsese, así como de la supuesta novela inédita que lleva décadas en su escritorio. No tiene celular, ni computadora, y prefiere caminar a conducir. Fue cercana a Richard Avedon, y botó una de sus (ahora valiosísimas) fotografías porque en aquel momento creyó que la fotografía jamás iba a ser tomada en serio como expresión artística. Fue una de las mejores amigas de Tony Morrison. Fue jocosamente entrevistada por Jimmy Fallon una vez y lo hizo quedar como un completo imbécil. Sale en The Wolf of Wall Street, actúa como la jueza que condena a DiCaprio, y que lo mira por un instante con desprecio como invitándolo a atreverse siquiera a contradecir su sentencia. Su fantasía siempre ha sido ser jueza, según ha declarado. Lo que más le gusta hacer es juzgar, y lo que más le disgusta de las demás personas es que juzguen (es decir, que le roben el trabajo). Cree que las redes sociales han dado a las personas la errónea impresión de que el mundo está loco por saber sus opiniones, y que lo mejor sería que se las ahorraran. Mis amigos saben cuánto me gusta esta mujer. Les he pasado sus libros en formato pdf, y los he sentado, casi obligados, a ver sus entrevistas, su voz seca y grave que nos juzga mientras nos hace reír. Esa es la mejor forma de reconocer a un buen comediante. Cuando se burla de nosotros nos hace creer que se está burlando de alguien más.

Al final creo que mi relación con Fran Lebowitz es de admiración y a la vez de temor. Su descubrimiento durante mi adolescencia hasta cierto punto forjó la imagen que tengo del escritor como escritura pública. Quizás sin darme cuenta he querido imitar su descarada indiferencia hacia lo que piensen los otros, pero ha sido inútil: lo que siempre me interesó fue hacer creer a los otros que no me interesaban sus opiniones sobre mí. Al intentar ser ella y fallar he comprendido todavía mejor su elegancia. Su exilio de la literatura ha sido distinto del de Rimbaud o del de Salinger. No ha cambiado su profesión ni se ha recluido en una cabaña. Sigue escondida, pero a plena vista. Si se prestó para la serie Pretend its a city ha sido porque desde el inicio confió en que nadie iría a verla en Netflix. La verdad yo también prefiero que nadie la vea. Hay gustos que están hechos para ser compartidos, y hay gustos que no. Tengo miedo de que si convenzo a alguien de leer a Fran Lebowitz (o, si les da pereza leer, al menos ver sus entrevistas) pueda gustarme menos. Me ha pasado otras veces. Nuestra naturaleza es contradictoria: las cosas que más nos gustan son aquellas que no conseguimos que gusten a nadie más. Si he escrito este artículo ha sido porque tengo la confianza de que incluso si algún lector ha tenido suficiente tiempo libre como para llegar a esta línea, hará como hace siempre y regresará a su red social favorita, sin averiguar más nada, y dejará a Fran Lebowitz intacta para mí.

Carlos Ávila Villamar (Holguín, 1995). Graduado de Letras en la Universidad de La Habana. Ha publicado ensayos y cuentos en revistas como OnCubaLiteral Magazine y Cuadernos Hispanoamericanos. Es autor de la colección de cuentos Fabulario.

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