Gerardo Fernández Fe: Hotel Singapur (Fragmento)

[Foto: ALEJANDRO TAQUECHEL (DDC)]

 

 

Así que enterré a mi padre y regresé a casa, a dormir un poco. Pero el martes a primera hora, al dirigirme al policlínico a entregar dos ámpulas de morfina que habían sobrado de las que aliviaban a papá del cáncer de huesos que sobrevino a su esclerodermia, tenía la extraña sensación de que Esteban había enviado a alguien a darme una paliza. En parte no me equivocaba. Esa tarde tocaron a la puerta. Abrí. Era una señora con un aire áspero e inofensivo a la vez. “Buenas, ¿usted es Genaro?”, y me entregó un papel doblado, antes de bajar las escaleras con premura. Era una carta de mi hermano. Como los responsables de la prisión no habían autorizado que estuviera en la funeraria para despedirse de papá, Esteban me echaba la culpa de todo. En pocas palabras, decía:

1) que no había hecho las gestiones como debía —era su primer reproche, según recuerdo, pues no se me ocurrió guardar aquel pedazo de hoja de cuaderno escolar llena de improperios,

2) que tenía que haber dado batalla para que a él le dieran un permiso especial, aunque fuera breve, “para salir y llorar a mi padre”, con énfasis y comillas,

3) que hasta tenía que haber impedido el entierro de papá, que tenía que haber procurado que lo congelaran… pero que qué iba a esperar de mí, “que no valía ni una fanega de trigo”,

4) que él en mi lugar hubiera tocado hasta en la puerta de “El Comandante” —se atrevió a decir, como si Fidel Castro hubiera estado al alcance de su mano, como si a fuerza de verlo un día sí y el otro también en la televisión nos creyéramos que en realidad formaba parte de la familia, como si se tratara del tío diligente y agencioso,

5) que me había comportado como una hiena egoísta, “tan pendejo, como siempre, ¿no?”,

6) que, de haberlo sabido, cuarenta años atrás, me habría dejado ahogarme, cuando supuestamente me salvó la vida en la playa, en una escena heroica de la que yo no tenía recuerdo,

7) que era un irresponsable, que no me había percatado de que tras los dolores de espalda de “mi padre”, cuyos avisos solo yo podía haber traducido, se hallaba el cáncer que se lo estaba comiendo,

8) que en el fondo no era más que un pichón de Sacamantecas, que había dejado morir a nuestro viejo “en el acto más criminal que un ser humano haya concebido”,

9) y eso, una vez más, que yo siempre había sido un soplatubos, un pesteanalgas, un meapinos, un espantagaviotas.

Ese era Esteban, el exmarinero, el ladrón de Lampedusa, mi hermano mayor, un acaparador de términos que se había traído de todo tipo de puertos, estuarios y marismas… palabras que sonaban como escupitajos.

Un mes más tarde me atreví a visitar a mi padre en el cementerio. También era domingo. Me acompañaba Madrigal, un perro juvenil, sin raza definida, que muchos me habían aconsejado que adoptara. “¡Que estás muy solo!”, me había reprendido la misma Anolan cuando todavía sus visitas eran frecuentes. De Esteban, con sus baches en los pómulos y hasta en el mentón, estilo gotelé, no había sabido nada más; apenas un segundo aviso suyo, esta vez verbal, de labios de alguien que también estaba preso y que había salido de pase. El emisario tenía rasgos menos descifrables que una runa islandesa, una voz untuosa y ademanes reptilianos.

—Dice tu hermano que cuando salga te va a matar —hizo una pausa, se miró las manos, como alistándose para golpearme—. Y a mí no me has visto nunca, ¿de acuerdo?

Cuando bajó las escaleras vi que llevaba una camiseta de futbolista que decía: Kron Delhi.

¡Todo aquello era tan inusual!

Tampoco sabía nada de Omaida. Al morir papá, mi hermana había parecido aliviada por mi decisión de velarlo y enterrarlo sin consultarle, y sobre todo sin esperar a que tomara un avión y se apareciera en casa. “El pobre, ya estaba bastante malito”, alcancé a escuchar en su llamada. Poco después vino, registró en sus pertenencias y se volvió a marchar. Desde entonces no tengo noticias suyas. También creo que fue un alivio para ella dejar de enviar culeros desechables, polivitamínicos y dinero.

De modo que me hice de una correa de cuero bastante maltratado que me prestó una vecina y me acerqué al cementerio. Madrigal botaba el hocico más de lo habitual; sentía olores que yo era incapaz de percibir. De entre la tapa de granito y los bordes de la fosa, donde el día del entierro los operarios habían esparcido una pasta blanca, salían unas mosquitas que se introducían con viveza por los hoyos y las ranuras. Adentro había algo que bullía, no me quedaba la menor duda. Imaginé que aquellos insectos impertinentes representarían la encarnación de la vergüenza para muchos de los familiares de las personas fallecidas. Los veía espantándolos con un trapo, al menos por un rato. A mí me daba igual. De no estar ellos, otros bichos menos pretenciosos se estarían comiendo a mi padre. Así quise decírselo, sin ambages, que sentía su muerte, que lo estaba extrañando y que no me avergonzaba por las mosquitas que ahora lo acompañaban. Pero no me salieron las palabras. Se me hacía difícil dialogar con un muerto y que mi perro se creyera que estaba hablando con él.

Ese día me dio por caminar por un pedazo de ciudad, por primera vez en mi vida acompañado por una mascota volatinera. No estaba triste, solo quería caminar. De repente, a lo lejos, vi a alguien que se me parecía a Hilda, con su melena rubísima y acoplada, la viva estampa de la versión femenina de Barry Manilow. Apresuré el paso, corrí tras ella, pero en su frenesí Madrigal me lo impedía. Así que la perdí. ¿Qué sería de

Hilda? ¿Qué sería de los demás dos años después de mi estancia en aquella empresa que ya no existía?

Cuando llegué a casa, la misma vecina de la correa de cuero me estaba esperando en su balcón: que Esperanza había llamado, me informó, que al no salir nadie en mi número la había llamado a ella, que parecía molesta, que llamaría en la noche. Así que me di un baño rápido y me senté en la sala. Afuera se apagaban las luces del día y se encendían otras pocas.

La llamada de Esperanza no entraba. Días antes había tenido un sueño en el que mi mujer se me aparecía al pie de la cama que había sido de mi padre, a donde me había mudado. Llevaba puestos unos lentes de contactos de color azul que yo odiaba, y me anunciaba sin regodeos que tenía pensado suicidarse lanzándose desde el puente de la Rickenbacker. ¡Ella y la niña! Cuando por fin sonó el teléfono le reclamé como si no se hubiera tratado de una ficción, como si no fuera consciente de todo lo que nos inventamos.

—¿Tú estás loco, Genaro? —me dijo— ¡De verdad que tú no estás bien de la cabeza!

—Es que ya son cinco años, Esperanza, entiéndeme. Además, esos lentes que tenías puesto…

—¡¿De qué me estás hablando?! —gritaba.

Cuando se calmó, me contó que había estado sirviendo comidas en Pollo Tropical y limpiando martes y sábado, de noche, una de las sucursales de La Rana Furniture que le quedaba bastante lejos de su casa. En ambos casos no había llegado a las dos semanas. Reconocí para mí que al menos tenía la honestidad de admitirlo.

—Así que volví al banquejol.

De aquella descarga suya conservo, como si las hubiera visto, las imágenes de las mesas redondas, plegables, que había que desmontar cada noche, al final de las fiestas. Al cerrarlas y hacerlas rodar por el salón hasta el almacén, todos veían la constelación de chicles que los invitados habían pegado en el reverso.

—¡Qué asco, Genaro! —exclamó— ¡Y nadie se digna a sacarlos de ahí!

Del lado de acá de la línea yo aguantaba la risa, me daba por pensar en la posibilidad de establecer una etología de los habitantes de aquella ciudad a partir de las muestras de ADN que arrojarían esos trozos de caucho inerte, muchos de los cuales, según ella misma, llevaban varios años adheridos a la madera.

—¿Y por fin te compraste el Chrysler? —repliqué con el mismo tono entre irónico y fatigado, convencido de que de nada serviría volver a preguntarle por mis papeles.

No hubo respuesta de su parte. Se acababa el tiempo. Y el tiempo, como siempre por allá, era oro. Con Gabriela no llegué a hablar. La última vez que lo hicimos, al preguntarme por su tía, en vez de pronunciar el nombre de Omaida, decía Oh-mai-gá. A mi hija le había cambiado la voz. Su tono ya no era el mismo. Parecía como si tuviera puestos unos audífonos de cascos y se empeñara en seguirle el ritmo a una canción cuya letra no conocía. Se estaba haciendo una mujer, mi hija, sin que yo pudiera observarla.

Seguramente en unos años se aparecería en su casa, que no era la mía, con un tatuaje de Hello Kitty azul chillón debajo del seno izquierdo.

Gabriela no estaba, me dijo su madre, porque a sus trece años ya tenía suficiente edad para estar paseando por un mall con sus amiguitas.

Claro, tenía razón, como siempre. Y ahí acabó la llamada.

Colgué. Le acaricié el lomo a Madrigal, que se había subido al sofá. Cambié de canal y sucedió lo que menos me esperaba. Ante mis ojos, como ya había ocurrido dos años atrás, pasaban un documental sobre volcanes. ¿Seguro que era el mismo? No cabía dudas. En nuestra televisión era muy habitual que repitieran cualquier cosa, como para cumplir una norma educativa, como para llenar un espacio que nunca debe permanecer vacío ni cubierto por productos enajenantes.

 

 

Hotel Singapur, disponible aquí:

 

Gerardo Fernández Fe (La Habana, 15 de enero de 1971) es un novelista y ensayista cubano.

Ha publicado las novelas, Hotel Singapur (2021), El último día del estornino (2011) y La Falacia (1999); los libros de ensayos Cuerpo a Diario (2007), Notas al total (2015) y Moleskine Sergio Pitol (2018). En 2017, compiló toda su poesía en el volumen Tibisial. Y en 2020 publicó el libro/entrevista José Kozer: tajante y definitivo.

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