Elizabeth Mirabal: Cuban Trophy (Fragmento)
Maneja por largas carreteras con carteles que anuncian donde pernoctar o echar gasolina. Ha pasado a la altura de una pancarta del museo de Ava Gardner, uno de los visitados por el personaje de Pamuk antes de crear el suyo de la inocencia. El que no haya casi semáforos y esa monotonía de las ruedas sobre el pavimento, la inducen a largas meditaciones. De las canciones de los discos que tiene, repite La mamma morta. Más que la casa, le atormenta haber dejado atrás el panteón; un apego que no consigue explicarse.
Se ha ofrecido de voluntaria en uno de esos centros para mujeres inmigrantes. Mujeres jóvenes que hablan español. La organización de la que forma parte la protege de complicaciones legales. Ella debe ayudarlas a entender documentos en inglés. A veces son fragmentos de historias clínicas. Les dice la hora en que fueron ingresadas, los nombres de los doctores que las atendieron, los medicamentos que les prescribieron, y los procedimientos quirúrgicos a que fueron sometidas.
Muchas han tenido esos papeles con ellas todo este tiempo, pero solo ahora comprenden el significado de hysterectomy. La han entrenado para comunicar esta noticia. No puede tocarlas cuando las consuela, debe limitarse a aplicar el motivational interviewing: expresar empatía, evitar confrontaciones. Tardan en reaccionar, solicitan ver los documentos de nuevo y clavan la mirada en esa palabra. Otras lloran y no dicen nada. Algunas le preguntan si está completamente segura, quieren una segunda opinión, cuestionan su capacidad para entender el idioma. Ninguna ha gritado.
Le han brindado terapia sin costo como parte del voluntariado, pero la rechaza. Se limita a seguir los consejos generales de autocuidado personal. Pero es difícil. Termina llevando los traumas con ella. Las mujeres hispanas son las sustitutas perfectas de las mujeres esclavas en quienes J. Marion Sims, el padre de la ginecología moderna, experimentaba sin anestesia. Huyen de esposos abusivos, maras, pobreza, venganzas, violaciones. Nuevos amigos le dicen que escriba sus historias. “Debes estar conociendo tantas dignas de ser contadas…” Además de que ha firmado un acuerdo donde promete mantener sus sesiones confidenciales, están protegidas por reglas de privacidad. Una ley que parece salvaguardarlas al fin, aunque sea muy tarde. No puede ni quiere usar sus historias. Sería como si las estuviera sometiendo a una segunda secreta extracción de útero.
De regreso, decide parar en casa de una tía. La única pariente carnal cerca de la que tiene noticia. Le ofrece lunchear, pero ella ha llevado su propio almuerzo. Acepta el café. La tía rememora sus inicios. Le cuenta que tuvo que marcharse de Miami porque ponían azúcar en los motores de los carros para que explotaran. Bombas dulces, piensa para sí. Habla mal de los cubanos recién llegados a través de las selvas centroamericanas, dice que son “lo peor”. Ella le señala que ha llegado al mismo tiempo que ellos. Pero la tía sigue hablando como si no la hubiera escuchado. Van a esa zona de confort verbal de las viejas historias de familia, un terreno neutro. Describe el crecimiento del vecindario con cierta molestia de que haya más casas que antes rodeando la suya. Asegura que los vecinos son su verdadera familia. Al final, le muestra una repisa llena de fotos donde, para su sorpresa, descubre una suya a los quince años. “Linda que estás en esa foto. Seria, pero linda. ¿Sabes que mi hijo se enamoró de ti de tan solo mirarla?” La joven que es ella en una vida que parece muy lejana está parada debajo de un vitral de mediopunto multicolor, lleva una pamela blanca y un vestido de miriñaque, mientras mira a la cámara.
*
Lo conociste en un velorio. Los otros lucían trajes, incluso él, mientras que tú ibas con ropa de faena. Una de las cosas que también ignorabas: las pompas fúnebres como actos sociales en que hasta los más jóvenes lucen muy formales. Mucho más alto, te abrazó y quedaste con los ojos a la altura de los botones de su camisa. Usaba un perfume “con fijador”. Tras los discursos elegíacos, vino a conversar contigo. Te hizo las preguntas de rigor: trabajo, casa, expectativas. Contestaste con vaguedad. Se ofreció a llevarte, pero le dijiste que tenías carro. Presionó para intercambiar teléfonos. Intentaste poner un dígito mal, pero llamó para comprobar y te hizo rectificar tu número. Te disculpaste del error arguyendo que estabas muy cansada esa noche.
Te dijo que él se sentía cubano y te mostró unas fotos donde jugaba dominó usando una guayabera. Le contestaste que era de la vieja guardia, porque ya los únicos que en Cuba usaban guayaberas eran los de la Seguridad del Estado. Se rió por lo bajo. Después de todo, estaban en un velorio. Quiso saber qué hacías para divertirte. Le dijiste que te gustaba leer. Pasó a interesarse por si leías en inglés o en español. Le explicaste que eso dependía de muchas cosas. “¿Qué cosas?”, siguió. “Estado de ánimo, si el libro lo puedo encontrar en una biblioteca pública, si es una traducción o está escrito en español originalmente, si puedo pagar la traducción que suele ser más cara, en fin”. Y te descubriste hablando de libros en alta voz. Te invitó a comer algo, le dijiste que no tenías hambre. En un momento, te disculpaste por tu ropa. Le importaba el que hubieses ido, además, te veías muy bonita. “No tanto como en la foto de los quince”, bromeó.
Empezó a esperarte a la salida del trabajo. A llamarte a la hora de almuerzo, a preguntarte si querías que te llevara algo de comer. Decía malas palabras y quería cerciorarse si las pronunciaba bien, si podría pasar por cubano. Te compró traducciones en una librería en español venida a menos conocida como Impacto. Insistía en llevarte a comer a una pizzería llamada Polo Norte. Se perdía por días enteros, pero regresaba con nuevas proposiciones alocadas como navegar en una lancha por los Everglades para ver los cocodrilos.
El día que se acostaron estaba muy emocionado. Dijo que eras la primera “cubana-cubana” con la que lo haría. Dudaste de si aquello era algún tipo de experiencia etnológica, pero decidiste continuar. Se ponía nervioso cuando le apretabas las nalgas, pero se tranquilizaba cuando te ponías encima. Como era tan grande y tú tan pequeña, cuando era él quien estaba arriba, chequeaba por momentos tu bienestar erótico. Hasta que le dijiste que no te romperías, que siguiera. Lo hicieron hasta que se vino tres veces, tú una.
Lo estabas esperando cuando por error contestaste una de esas llamadas que advierten Scam likely. Te hablaron poco. Fueron tres ofensas, como sus venidas. Dos en español y la tercera en inglés. Las camareras de la pizzería te lo confirmaron luego: estaba casado, tenía un niño. Tu tía nunca dijo nada. Prefirió emular con un papel trasnochado de celestina isleña. Quizás fue su manera de hacerte saber que también creía que eras “lo peor”.
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Piensa a menudo en los techos del Palacio Aldama. Fueron inspirados en los hallados en Pompeya y se han ensanchado para cubrir toda La Habana hasta transformarla en una heredera caribeña de la ciudad romana. La diferencia es que quienes la habitan exhiben cierta resistencia a la muerte. Ella fue uno de ellos. Solía vestirse pensando en los charcos, los baches, las aceras quebradas. Ropas claras para combatir las manchas salinas de sudor. El pelo corto o recogido. Zapatos cerrados para evitar el polvo, pero, sobre todo, cómodos para poder caminar. Como a la villa sumergida en cenizas, también venían lejanos visitantes. Lo más ilustres no se salían de los caminos diseñados por los guías. Otros preferían una experiencia realista y, auto congratulándose de su valor, se arriesgaban a desvíos. Extraviados, aparecerían frente al Malecón y tomaban fotos de los pescadores, los niños bañándose en los arrecifes, las parejas frente a la brisa. Parecía hermoso, podía entenderlo. Esas imágenes icónicas se eternizan en un buscador de Internet. Una amiga con las que en ocasiones conversa le advierte que debe derrumbar La Habana que va con ella. Se sientan a conversar en su carro porque es nuevo y tiene mejor aire acondicionado, los lugares que pueden rentar carecen de salas y portales. Dice que ha derrumbado la suya hasta los cimientos, auxiliada por una prohibición de ocho años que le impide volver a Cuba por haberse marchado de una misión médica en Venezuela. Le preocupa no ver a sus padres otra vez.
Las cosas que están dentro, ocultas, por debajo, no salen en las fotos. Por mucho tiempo, tampoco ella las notó. Ese era su mundo y no lo cuestionaba. Ahora se somete a este departir con quien puede continuarle sus memorias de niña de “período especial”. “¿Te acuerdas de que las mochilas tenían que durarnos varios cursos? ¿Y que los rayones y el deterioro de los zapatos blancos para la escuela se encubrían con pasta de dientes? ¿Tú también coleccionaste las etiquetas de los primeros productos que llegaban?” Ciertos envoltorios, según la marca, valían más que otros. Fila, Barbie, Kit Kat, sonaban extraños y aprendieron a conocerlos primero por sus nombres y colores que por haberlos usado, visto o probado.
Era tan inspirador el espectáculo de contemplar a los pioneros, ellas entre ellos, con uniformes idénticos, planchados y limpios, en las amplias formaciones escolares. Con tizas que había que calentar para que escribieran en la pizarra, libros que se heredaban de cursos anteriores y precarias libretas en las cuales borrar era un verdadero acto de fe. Sabían, sin embargo, que habitaban un país especial. La historia se resumía a sucesivos intentos de apoderamiento frente a la resistencia nacional por evitarlo, lo cual había cristalizado en aquello que se respiraba. En un intento por evitar la tristeza que sobreviene cuando habla de sus padres, su amiga dice que ha pensado en escribirle a Paris Hilton para que interceda por ella. “¿Te fijas como nos dedicaron un capítulo en Madam Secretary? ¿Somos normales?”, pregunta. Solo se le ocurre contestarle que lo son de momento, aunque ambas hayan crecido en un sitio donde ignoraban que los edificios estaban viejos y deteriorados porque no podían imaginarlos de otro modo. Los mismos edificios viejos y deteriorados que continúan siendo la escenografía de las escenas de su niñez, sus noviazgos, las primeras muertes. Conocen sus grietas nuevas, el moho que los invade, la piedra que falta.
Elizabeth Mirabal (La Habana, 1986) alcanzó el Premio Iberoamericano Verbum 2014 con su novela La isla de las mujeres tristes. Es coautora del ensayo Sobre los pasos del cronista (2011) y del tomo de testimonios Buscando a Caín (2012), ambos acerca de Guillermo Cabrera Infante. Ha compilado el volumen La intimidad de la historia (2013) y la Poesía completa de Juana Borrero (2016). Su más reciente obra narrativa es La belleza de la inutilidad (2020). En 2021 vio la luz su volumen Herbarium.